Noto que cada
vez me hago más amigo de los bancos. De los bancos de los parques, de los
paseos, de las aceras anchas, de las grandes avenidas, de los paseos marítimos.
Últimamente es un idilio el que estoy viviendo con ellos. Soy de esos que les
gusta gastar zapatos por la ciudad y cuando veo un banco, siento una atracción
irresistible a sentarme en él. Nunca me siento en el centro, lo hago en un
extremo, como si le dijera a los que pasan a mi lado: “Mira cuánto
banco libre hay, te puedes sentar”. Me atraen, especialmente, los de madera,
los de madera vieja. Deteriorados por el sol y el aire, con la pintura
resquebrajada. Les paso la mano suavemente, como mimándolos. Nos sentimos el
uno para el otro. Quizás nos una la edad.
El banco tiene su vida, como yo la mía. Nació árbol en una montaña o en un valle, al natural o in vitro. Tuvo una muerte propia de árbol. Otros tienen una muerte propia de humanos, porque alguien incendió su bosque. “Recuerdo mi juventud cuando los copos de nieve adornaban mis hojas, cuando las ardillas comían mis frutos, cuando los pájaros cantaban en mis ramas. El destino me ha llevado a ser banco, no me quejo. Mi relación con los humanos no ha sido mala del todo. En mí se sientan los jóvenes a enhebrar su futuro, los viejos a desmenuzar su vida, los amantes a olvidarse del mundo. De todos aprendí. ¡Si yo encontrara la forma de contártelo!”
Estoy sentado en un banco. Es un banco cualquiera, en un barrio cualquiera de esta ciudad. Veo pasar la vida en forma de perro, de niño con su pelota, de anciano con su taca-taca, de ciclista, de avión que va a aterrizar, de alguien aparcando su coche, de abuela que pasea a su nieto. Veo pasar la vida. Ya es hora de ocupar mi sitio en el palco de este inmenso cine. Ahora soy yo el que mira, el que observa. Sólo mirar, más tarde regurgitaré todas estas imágenes y pensaré algo sobre ellas. Nada especial. Hasta ahora he sido yo el que ha pasado por la vida, los demás miraban. No me daba cuenta que me miraban. Era yo una imagen.
Recuerdo a mi abuelo sentado en un banco en la plaza de mi pueblo, con la garrota entre las piernas y las dos manos apoyadas en su mango. Siempre sentado en el mismo banco. ¡Cómo tomamos los humanos querencia a nuestras cosas! Esa es una imagen muy fuerte, nunca la olvidé, siempre la llevo la primera en mi memoria.
“El banco de la vida” va a ser una serie de relatos que voy a escribir desde un banco, desde un banco cualquiera. Iré desmenuzando la vida, la que he vivido y la que estoy viviendo. No espero que nadie me de las gracias por estos escritos, pues lo hago porque yo lo necesito. García Márquez dijo: “Somos lo que recordamos”. Por eso escribo, por si algún día no recuerdo. Necesito que al menos una persona los lea y puede ser que esa persona exista. ¿Serás tú?
Juan José García Berdonces.
El
Prat, 8 de septiembre de 2016.
EL BANCO DE LA VIDA.
Háblame.
No sé cómo se les llama a los que pasean ensimismados en
sus cosas, meditando sus pequeños caminos de cada día, hasta hablando a no se
sabe quién. Se escurren entre las gentes sin siquiera apreciar la diversidad de
vida que pasa por su lado. Son personas que viven hacia dentro, porque dentro
es donde pasa todo.
Así iba yo por la calle, cuando noto que alguien, que
venía detrás de mí, me coloca la mano en el hombro. Me sobresalté, al
principio, porque es un gesto que no me lo hacen muy a menudo. Me paro en seco
y al girar la cabeza veo a una mujer de unos 50 años, que no reconocí.
- Hola, Juanjo. ¿No me conoces?
La verdad es que en ese momento no la reconocí y sentí
algo de vergüenza. Su cara ya no era redonda, el pelo lo tenía descaradamente
corto y sus ojos parecían que acababan de llorar.
- Soy la madre de Lucy. Es que mi marido ha muerto.
Me quedé rígido, sin saber qué decir. Preparé mi mente para decir esas cosas
que siempre decimos en estas ocasiones. La miré a la cara fijamente y esperé,
estúpidamente firme, una explicación.
Ella me cogió del brazo y comenzamos a andar. Me sentí bien, familiarmente
bien. Ya no había barreras, como si el sentimiento discurriera ahora por un
camino más seguro. Anduvimos unos pasos en silencio, en un agradable silencio.
Vimos un banco y nos sentamos.
- Hace una semana que murió. Llevaba un año y medio con la enfermedad. Él
pensaba que no se iba a morir. Luchó hasta el último momento. Hicimos todo lo
posible, pero no pudo ser. Ya está todo. Se fue. ¡Era tan bueno conmigo!
-Me metí en la cama con él, lo apreté contra mi cuerpo, lo
atraje hacia mí todo lo que pude y coloqué mi cara sobre la suya. Sabía que el
tiempo era ya corto. Estaba tranquilo. “No me dejes dormir, háblame, cuéntame
cosas, aunque ya las hayamos hablado, no me dejes solo.” Le hablé de los niños,
del último examen que hizo Lucy, que no le había ido muy bien; de la novia de Fran,
una suerte de niña; de la perrita, que no hacía más que ladrar cada vez que oía
el ascensor. “¿Te acuerdas de la primera vez que lo hicimos, en la playa? ¡Cómo
acompañaba el ir y venir de las olas! ¡Qué compás más bien llevado!” Se me
escapó una sonrisa que más bien me pareció un sacrilegio. Él me corrigió. “No
quiero tristezas, lo que tenga que ser será.” Abrió la puerta la enfermera y al
vernos abrazados la volvió a cerrar. Lo besé, entonces. Lo besé en el cuello,
en la frente, en la boca. Él sólo movió un dedo, que me rozó levemente el
brazo. A mí, me pareció la mejor de las caricias. En ningún momento dejé de
hablar y cuando me tomaba una pausa, una suave queja carraspeada salía de su
boca. Decidí cantarle la canción que nos enamoró. Acerqué mis labios a su oído
y empecé a cantársela. La voz me salía temblorosa y entrecortada. ¡Todo eso me
parecía tan extraño! No terminé de cantársela, porque la mano que tenía apoyada
en mi cadera se deslizó lentamente hasta tocar el colchón. Triste presagio,
pensé para mí. Lo puse boca arriba, coloqué mi oído en su pecho y no escuché
nada. Le abrí la camisa del pijama y volví a hacer lo mismo. No oí nada. Allí
ya no había nadie. Me quedé un rato más con mi marido, le pasé la mano por
debajo del cuello, apoyé mi cara en su frente caliente y lloré largamente hasta
que empecé a hacerme a la idea.
- ¿Qué pensabas en ese momento?
- No pensé, hablaba. Le susurraba al oído como si me
oyera. Desde una pena infinita le decía: “Cariño, no sé cómo te la vas a apañar
ahora, con lo comodón que tú eres, meterte en ese agujero de piedra que te
están preparando; cómo te protegerás del frío, si en invierno necesitabas hasta
tres mantas; cuándo te rascaré las espaldas, para relajarte después de un día
de trabajo. ¡Y nuestra Lucy!, ¿has pensado en ella? ¡Cómo corría hacia ti
cuando oía que habrías la puerta de la calle, para sentarse en tus rodillas y
contarte cómo le había ido el colegio! ¡Cómo vivirá sin ti, si tú lo eres todo
para ella! Yo no sabré ocupar ese lugar. ¡Qué sola me has dejado! ¿Has pensado
en mí? Dilo. ¿Has pensado?
Se produjo,
entonces, un silencio. Los dos mirábamos al frente, viendo cómo pasaba la
gente, ajena, mientras nosotros nadábamos en ese vacío que nos inundaba.
Salió de su letargo y poniendo su mano, fría, sobre mi
brazo, me dijo: “Juanjo, amigo, nunca entenderé esto. Me refiero a la vida.
¡Cómo de golpe te abandona alguien que teníamos como parte de nuestro propio
ser! ¡Cómo es que nuestra mente no está preparada para eso! Todo es engañoso.
Vivimos consentidos en una vida que se acaba cuando menos lo esperas. Me
hubiera gustado ser otra cosa, algo que no sea consciente de su final.”
Y ahora, ¿cómo te las arreglarás?- le dije por cambiar un
poco el tema.
- Eso no me preocupa. Él lo dejó todo bien dispuesto, no creo que vaya a pasar
necesidad. Mi problema va a ser otro. Pero, te digo una cosa, lo que más me
jode es que sé que un día todo esto se va a ir enfriando y yo no quiero. Quiero
que todos los días sean como hoy. No me importa el sufrimiento. Quiero vivir todos
los días en este sentimiento, porque el día que no lo sienta como hoy,
entonces, sí que habrá muerto de verdad. Lo hecho mucho a faltar, mucho. Nunca
pensé que esa necesidad de él fuera tan impresionante. Hasta he llegado a
pensar si el amor no es más que la necesidad que tenemos de estar con alguien.
¡Qué asco de cabeza, que todo lo cambia!
Ya nos habíamos levantado y caminábamos hacia la esquina donde nos teníamos que
separar. Justo antes de despedirnos me dice:
- ¿Sabes qué? Me dijo mi marido que lo incinerara y que las cenizas las tirara
en una playa que él jugaba cuando era pequeño. Pues mira, no le voy a hacer
caso, las tengo en una estantería del comedor. No las pienso tirar en ningún
sitio Me sirven de compañía y sobre todo le hablo, le hablo todo el día. Nunca
le hablé tanto como en esta semana que lleva muerto. Qué necesidad. ¡Lo siento
tan dentro de mí, que parece que no se haya ido!
Cuando nos despedimos, la miré mientras caminaba y ya no
era la misma de antes. Sus andares me parecían extraños, su pelo rabiosamente
corto me parecía extraño, toda ella me parecía extraña. La vida o la muerte o
las dos cosas a la vez, algún día, te cambian tanto el paso, tanto, tanto, que
ya empiezas a ser otra...
Juan José García Berdonces.
El Prat, 12 de septiembre de 2016.
- Soy la madre de Lucy. Es que mi marido ha muerto.
Me quedé rígido, sin saber qué decir. Preparé mi mente para decir esas cosas que siempre decimos en estas ocasiones. La miré a la cara fijamente y esperé, estúpidamente firme, una explicación.
Ella me cogió del brazo y comenzamos a andar. Me sentí bien, familiarmente bien. Ya no había barreras, como si el sentimiento discurriera ahora por un camino más seguro. Anduvimos unos pasos en silencio, en un agradable silencio. Vimos un banco y nos sentamos.
- Hace una semana que murió. Llevaba un año y medio con la enfermedad. Él pensaba que no se iba a morir. Luchó hasta el último momento. Hicimos todo lo posible, pero no pudo ser. Ya está todo. Se fue. ¡Era tan bueno conmigo!
- Eso no me preocupa. Él lo dejó todo bien dispuesto, no creo que vaya a pasar necesidad. Mi problema va a ser otro. Pero, te digo una cosa, lo que más me jode es que sé que un día todo esto se va a ir enfriando y yo no quiero. Quiero que todos los días sean como hoy. No me importa el sufrimiento. Quiero vivir todos los días en este sentimiento, porque el día que no lo sienta como hoy, entonces, sí que habrá muerto de verdad. Lo hecho mucho a faltar, mucho. Nunca pensé que esa necesidad de él fuera tan impresionante. Hasta he llegado a pensar si el amor no es más que la necesidad que tenemos de estar con alguien. ¡Qué asco de cabeza, que todo lo cambia!
Ya nos habíamos levantado y caminábamos hacia la esquina donde nos teníamos que separar. Justo antes de despedirnos me dice:
- ¿Sabes qué? Me dijo mi marido que lo incinerara y que las cenizas las tirara en una playa que él jugaba cuando era pequeño. Pues mira, no le voy a hacer caso, las tengo en una estantería del comedor. No las pienso tirar en ningún sitio Me sirven de compañía y sobre todo le hablo, le hablo todo el día. Nunca le hablé tanto como en esta semana que lleva muerto. Qué necesidad. ¡Lo siento tan dentro de mí, que parece que no se haya ido!
No hay comentarios:
Publicar un comentario