PROLOGO

Se pretende que sea éste un espacio dedicado a entretener y deleitar (... a través de la fotografía fundamentalmente) ... a dar a conocer (...o traer al recuerdo) ciertos monumentos o espacios situados en el término o cercanías de Lahiguera. ...a llamar la atención por el estado de abandono y deterioro de muchos de ellos, ...y si llegara el caso, a remover la conciencia de todos los que somos "herederos" de tales monumentos y espacios, y que con nuestra aportación ayudásemos a la conservación de los mismos.

lunes, 19 de septiembre de 2016

RELATOS BREVES POR JUAN JOSÉ GARCÍA BERDONCES


EL BANCO DE LA VIDA.
Noto que cada vez me hago más amigo de los bancos. De los bancos de los parques, de los paseos, de las aceras anchas, de las grandes avenidas, de los paseos marítimos. Últimamente es un idilio el que estoy viviendo con ellos. Soy de esos que les gusta gastar zapatos por la ciudad y cuando veo un banco, siento una atracción irresistible a sentarme en él. Nunca me siento en el centro, lo hago en un extremo, como si le dijera a los que pasan a mi lado: “Mira cuánto banco libre hay, te puedes sentar”. Me atraen, especialmente, los de madera, los de madera vieja. Deteriorados por el sol y el aire, con la pintura resquebrajada. Les paso la mano suavemente, como mimándolos. Nos sentimos el uno para el otro. Quizás nos una la edad.
 
El banco tiene su vida, como yo la mía. Nació árbol en una montaña o en un valle, al natural o in vitro. Tuvo una muerte propia de árbol. Otros tienen una muerte propia de humanos, porque alguien incendió su bosque. “Recuerdo mi juventud cuando los copos de nieve adornaban mis hojas, cuando las ardillas comían mis frutos, cuando los pájaros cantaban en mis ramas. El destino me ha llevado a ser banco, no me quejo. Mi relación con los humanos no ha sido mala del todo. En mí se sientan los jóvenes a enhebrar su futuro, los viejos a desmenuzar su vida, los amantes a olvidarse del mundo. De todos aprendí. ¡Si yo encontrara la forma de contártelo!”
 
Estoy sentado en un banco. Es un banco cualquiera, en un barrio cualquiera de esta ciudad. Veo pasar la vida en forma de perro, de niño con su pelota, de anciano con su taca-taca, de ciclista, de avión que va a aterrizar, de alguien aparcando su coche, de abuela que pasea a su nieto. Veo pasar la vida. Ya es hora de ocupar mi sitio en el palco de este inmenso cine. Ahora soy yo el que mira, el que observa. Sólo mirar, más tarde regurgitaré todas estas imágenes y pensaré algo sobre ellas. Nada especial. Hasta ahora he sido yo el que ha pasado por la vida, los demás miraban. No me daba cuenta que me miraban. Era yo una imagen.

Recuerdo a mi abuelo sentado en un banco en la plaza de mi pueblo, con la garrota entre las piernas y las dos manos apoyadas en su mango. Siempre sentado en el mismo banco. ¡Cómo tomamos los humanos querencia a nuestras cosas! Esa es una imagen muy fuerte, nunca la olvidé, siempre la llevo la primera en mi memoria.
 
“El banco de la vida” va a ser una serie de relatos que voy a escribir desde un banco, desde un banco cualquiera. Iré desmenuzando la vida, la que he vivido y la que estoy viviendo. No espero que nadie me de las gracias por estos escritos, pues lo hago porque yo lo necesito. García Márquez dijo: “Somos lo que recordamos”. Por eso escribo, por si algún día no recuerdo. Necesito que al menos una persona los lea y puede ser que esa persona exista. ¿Serás tú?
Juan José García Berdonces.
El Prat, 8 de septiembre de 2016.
EL BANCO DE LA VIDA.
Háblame.

No sé cómo se les llama a los que pasean ensimismados en sus cosas, meditando sus pequeños caminos de cada día, hasta hablando a no se sabe quién. Se escurren entre las gentes sin siquiera apreciar la diversidad de vida que pasa por su lado. Son personas que viven hacia dentro, porque dentro es donde pasa todo.

Así iba yo por la calle, cuando noto que alguien, que venía detrás de mí, me coloca la mano en el hombro. Me sobresalté, al principio, porque es un gesto que no me lo hacen muy a menudo. Me paro en seco y al girar la cabeza veo a una mujer de unos 50 años, que no reconocí. 
- Hola, Juanjo. ¿No me conoces?
La verdad es que en ese momento no la reconocí y sentí algo de vergüenza. Su cara ya no era redonda, el pelo lo tenía descaradamente corto y sus ojos parecían que acababan de llorar.
- Soy la madre de Lucy. Es que mi marido ha muerto.
Me quedé rígido, sin saber qué decir. Preparé mi mente para decir esas cosas que siempre decimos en estas ocasiones. La miré a la cara fijamente y esperé, estúpidamente firme, una explicación.
Ella me cogió del brazo y comenzamos a andar. Me sentí bien, familiarmente bien. Ya no había barreras, como si el sentimiento discurriera ahora por un camino más seguro. Anduvimos unos pasos en silencio, en un agradable silencio. Vimos un banco y nos sentamos.


- Hace una semana que murió. Llevaba un año y medio con la enfermedad. Él pensaba que no se iba a morir. Luchó hasta el último momento. Hicimos todo lo posible, pero no pudo ser. Ya está todo. Se fue. ¡Era tan bueno conmigo!
-Me metí en la cama con él, lo apreté contra mi cuerpo, lo atraje hacia mí todo lo que pude y coloqué mi cara sobre la suya. Sabía que el tiempo era ya corto. Estaba tranquilo. “No me dejes dormir, háblame, cuéntame cosas, aunque ya las hayamos hablado, no me dejes solo.” Le hablé de los niños, del último examen que hizo Lucy, que no le había ido muy bien; de la novia de Fran, una suerte de niña; de la perrita, que no hacía más que ladrar cada vez que oía el ascensor. “¿Te acuerdas de la primera vez que lo hicimos, en la playa? ¡Cómo acompañaba el ir y venir de las olas! ¡Qué compás más bien llevado!” Se me escapó una sonrisa que más bien me pareció un sacrilegio. Él me corrigió. “No quiero tristezas, lo que tenga que ser será.” Abrió la puerta la enfermera y al vernos abrazados la volvió a cerrar. Lo besé, entonces. Lo besé en el cuello, en la frente, en la boca. Él sólo movió un dedo, que me rozó levemente el brazo. A mí, me pareció la mejor de las caricias. En ningún momento dejé de hablar y cuando me tomaba una pausa, una suave queja carraspeada salía de su boca. Decidí cantarle la canción que nos enamoró. Acerqué mis labios a su oído y empecé a cantársela. La voz me salía temblorosa y entrecortada. ¡Todo eso me parecía tan extraño! No terminé de cantársela, porque la mano que tenía apoyada en mi cadera se deslizó lentamente hasta tocar el colchón. Triste presagio, pensé para mí. Lo puse boca arriba, coloqué mi oído en su pecho y no escuché nada. Le abrí la camisa del pijama y volví a hacer lo mismo. No oí nada. Allí ya no había nadie. Me quedé un rato más con mi marido, le pasé la mano por debajo del cuello, apoyé mi cara en su frente caliente y lloré largamente hasta que empecé a hacerme a la idea.

- ¿Qué pensabas en ese momento?
- No pensé, hablaba. Le susurraba al oído como si me oyera. Desde una pena infinita le decía: “Cariño, no sé cómo te la vas a apañar ahora, con lo comodón que tú eres, meterte en ese agujero de piedra que te están preparando; cómo te protegerás del frío, si en invierno necesitabas hasta tres mantas; cuándo te rascaré las espaldas, para relajarte después de un día de trabajo. ¡Y nuestra Lucy!, ¿has pensado en ella? ¡Cómo corría hacia ti cuando oía que habrías la puerta de la calle, para sentarse en tus rodillas y contarte cómo le había ido el colegio! ¡Cómo vivirá sin ti, si tú lo eres todo para ella! Yo no sabré ocupar ese lugar. ¡Qué sola me has dejado! ¿Has pensado en mí? Dilo. ¿Has pensado?
 Se produjo, entonces, un silencio. Los dos mirábamos al frente, viendo cómo pasaba la gente, ajena, mientras nosotros nadábamos en ese vacío que nos inundaba. 
Salió de su letargo y poniendo su mano, fría, sobre mi brazo, me dijo: “Juanjo, amigo, nunca entenderé esto. Me refiero a la vida. ¡Cómo de golpe te abandona alguien que teníamos como parte de nuestro propio ser! ¡Cómo es que nuestra mente no está preparada para eso! Todo es engañoso. Vivimos consentidos en una vida que se acaba cuando menos lo esperas. Me hubiera gustado ser otra cosa, algo que no sea consciente de su final.”
Y ahora, ¿cómo te las arreglarás?- le dije por cambiar un poco el tema.
- Eso no me preocupa. Él lo dejó todo bien dispuesto, no creo que vaya a pasar necesidad. Mi problema va a ser otro. Pero, te digo una cosa, lo que más me jode es que sé que un día todo esto se va a ir enfriando y yo no quiero. Quiero que todos los días sean como hoy. No me importa el sufrimiento. Quiero vivir todos los días en este sentimiento, porque el día que no lo sienta como hoy, entonces, sí que habrá muerto de verdad. Lo hecho mucho a faltar, mucho. Nunca pensé que esa necesidad de él fuera tan impresionante. Hasta he llegado a pensar si el amor no es más que la necesidad que tenemos de estar con alguien. ¡Qué asco de cabeza, que todo lo cambia!


Ya nos habíamos levantado y caminábamos hacia la esquina donde nos teníamos que separar. Justo antes de despedirnos me dice:
- ¿Sabes qué? Me dijo mi marido que lo incinerara y que las cenizas las tirara en una playa que él jugaba cuando era pequeño. Pues mira, no le voy a hacer caso, las tengo en una estantería del comedor. No las pienso tirar en ningún sitio Me sirven de compañía y sobre todo le hablo, le hablo todo el día. Nunca le hablé tanto como en esta semana que lleva muerto. Qué necesidad. ¡Lo siento tan dentro de mí, que parece que no se haya ido!

Cuando nos despedimos, la miré mientras caminaba y ya no era la misma de antes. Sus andares me parecían extraños, su pelo rabiosamente corto me parecía extraño, toda ella me parecía extraña. La vida o la muerte o las dos cosas a la vez, algún día, te cambian tanto el paso, tanto, tanto, que ya empiezas a ser otra...
Juan José García Berdonces.
El Prat, 12 de septiembre de 2016.
EL BANCO DE LA VIDA.
Dos horas en la comuna.
 
No entiendo la vida sin tener una relación directa con la naturaleza. 
Entiendo mejor la vida si los que vivimos en un espacio reducido no nos mandamos los unos a los otros. 
A las nueve en punto pongo en marcha el motor de mi coche. Coloco la palma de la mano en el pomo de la palanca de cambio, la acaricio suavemente y meto primera. Tengo un pensamiento positivo. Empezamos bien el día. Sólo dos semáforos y ya estoy en medio de los cañaverales que me señalan la senda. A mi izquierda me acompaña un camino de arena lleno de personas que andan, corren y pedalean. A esas horas todos vamos en la misma dirección. Me siento acompañado. A mi derecha, el cementerio. Me santiguo. Es un mensaje a unos cuantos amiguetes que tengo allí dentro, para que cuiden de mí. Me llevo bastante bien con ellos. Es lo único que conozco más allá del horizonte. Atravieso la línea de vuelo de aterrizaje de los aviones, que ya sólo les falta diez segundos para tocar tierra. Les deseo que hayan tenido buen viaje. Un amplio canal de agua me va a acompañar hasta el final de mi pequeño viaje. 
 
Cuando llego a la comuna, una pandilla de gatos amigos salen a recibirme. Tengo que andar con cuidado los últimos metros. Son gatos reconvertidos al socialismo rural. El gato que un día fue señorito, viviendo a pan y cuchillo y que un día perdió el favor de su señor, viene a nuestra comuna. No sé quién le enseñó el camino, tal vez el hambre. A todos los gatos trato por igual, menos a una que es mi favorita. La llamo Rosalinda. No soy perfecto. No la elegí yo, ella me eligió a mí. La mujer es siempre la que elige al hombre. Mi relación de amor con ella es muy especial. Le doy de comer aparte. La llevo a mi choza y en un rinconcito le echo su comida. Si alguno se le acerca, le lanza un certero directo a la mandíbula. Tan tierna y tan feroz. Apenas da dos bocados y se viene a rozarse con mis tobillos una y otra vez, mientras me cambio de ropa. Yo lo interpreto como un acto de amor. Algún entendido me dijo el otro día que eso era marcar el terreno. “Me has jodido”, le dije. Está claro que los entendidos no entienden los misterios de la vida. Le paso la mano por el lomo, tan electrizante, mientras ella afila sus uñas en la madera. 
Cojo la azada y me peleo con la tierra durante un buen rato. Le doy a la hierba, clavo las cañas y recojo las judías. Sudo abundantemente y bebo agua con limón. Mi cuerpo se siente bien y mi alma agradecida. Me encuentro en un medio que me da y no me quita, que me recuerda mi origen y mi destino. Estoy en casa. Me dice mi doctora (Yo siempre trabajo con doctoras. Debo tener algún complejo inconfesable) que el ejercicio del huerto no le sirve, que tengo que andar. Los técnicos, siempre los técnicos. ¿Estudiarán los médicos la relación entre la felicidad y la salud? 

No estoy solo en mi espacio natural. Muchos ojos me miran. Los gatos ya han comido y sestean a la sombra de árboles y arbustos. Están gordos. Un vecino, que no pertenece a nuestra comuna, dice: “Estos gatos son unos señoritos, no han cazado un ratón en su vida. Déjalos un mes sin comida y ya verás”. Viven en modo hombre. ¿Tendrán colesterol? Los patos de cuello verde, discretos entre las cañas, juegan a zambullirse en el agua de la acequia y una bandada de palomas se dan de vez en cuando unas pasadas rasantes para ver si ya nos hemos ido. Todas estas familias y muchas más vivimos en completa armonía en este reducido espacio. No tengo queja de ellos, nos respetamos los tiempos. Las tórtolas y las cotorras emigrantes parece que se pelean en la copa de los grandes árboles, pero yo, que sólo conozco dos idiomas, paso de ellas. 

Me reúno con mis compañeros delante de la choza principal. Me siento en mi viejo banco, reciclado de un contenedor de basura. Le hemos dado una segunda vida, a pesar de que tiene una pata rota. Le tengo cariño a los bancos porque creas a tu lado un vacío que atrae. Alguien ya ha hecho fuego en un viejo bidón adaptado. Las alcachofas, las sardinas y el bacón no paran de soltar olores que estimulan nuestras ganas. Todos estamos ya sentados alrededor del bidón, como si fuera un ritual ancestral. Salivilla (Aquí todos tenemos apodos que resaltan alguna peculiaridad nuestra) trae un enorme pez que ha sacado con un rudimentario hilo de la acequia. Se lo echa a los gatos y estos no hacen ni caso. Los gatos están drogados ya por la orgía de olores que salen del fuego. Napoleón se queja de que el pedazo de tierra que le ha tocado a él está maldito. Nada de lo que siembra se desarrolla en condiciones. Se cuenta que en ese trozo, debajo de una enorme palmera, una vez, tiraron las cenizas de un tío con muy mala follá. Yo ya me lo creo todo. ¡Tantos cuentos me han contado a lo largo de mi vida! Pies Planos no le habla a Napoleón, porque el otro día Napoleón le gastó una broma pesada. Mientras Pies Planos preparaba un sulfato, Napoleón le dio una colleja y le tiró la gorra en el cubo del sulfato. Pies Planos, muy enfadado, cogió el cubo y se lo tiró al cuerpo. Esto estuvo a punto de provocar la tercera guerra mundial, si no fuera porque ninguno estaba seguro de sus fuerzas. Entre los dos suman más de 150 años. Salivilla coge a su Maruja y se la sube a sus piernas. Le echa de comer en una arruga de su pantalón y Maruja ronronea. Es su gata favorita. Le habla con una ternura, que seguramente nunca expresó en ningún contexto humano. “Las mejores palabras de su vida se las dedicó a un gato”. Podría ser un lindo epitafio.
 
La comuna no tiene nombre. Si tuviéramos que llamar a la policía, no sabríamos decirle dónde. Simplemente es un trozo de tierra que hemos dividido en siete partes más o menos iguales, que perteneció a un señor, que se llevaba mal con su familia y que, a su muerte, heredó una institución religiosa. Como los religiosos no entienden de asuntos terrenales, pues nos la dieron a nosotros. No hay mal que por bien no venga.
 
En nuestra comuna no hay mujeres, no sé si eso está penado. A mí no me importaría que las hubiera. Mi experiencia me dice que las mujeres fuera de su contexto del hogar resultan mucho más atractivas por lo que dicen. Me acuerdo cuando yo era niño, me fui unos días con una cuadrilla de aceituneros. Las mujeres, a la vez que cogían las aceitunas del suelo, no paraban de hablar del marido de ésta o de la otra o del suyo propio. Yo, aunque niño, no perdía ripio, porque no sé qué tiene el hablar picante que hasta los tontos agrada. Cuando mi madre se enteró de estas tertulias tan “guarras” me cortó el rollo de las aceituneras. Lo recuerdo como un trauma. Me gustaría trasportar eso a esta incompleta comuna, sería como continuar lo que un día se rompió tan dramáticamente, pero las oscuras golondrinas nunca vuelven, ni el cartero siempre llama dos veces. 
 
Terminado el festín, cogemos el coche, la bici o las sandalias y para casa. Pongo la mano en el pomo del cambio, lo acaricio suavemente y el coche se mueve lentamente marcha atrás. Paso junto al árbol que está junto a la entrada de la comuna. Un día lo abracé, desde entonces no quiero ser otra cosa.
Juan José García Berdonces.
El Prat, 19 de septiembre de 2016.


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