Iba pa
Santo, pero...
Hay un
momento en la vida en el cual tomamos conciencia de nuestra existencia y de la
muerte. A mí, ese momento llegó el día en que vi por primera vez el entierro de
una niña, en cuyo pequeño ataúd blanco, yacía inerte, cubierta de flores, con
un rosario de perlas blancas entre las manos y con los ojos abiertos vidriosos
e inexpresivos. Su rostro, tan pálido como su mortaja y la caja mortuoria donde
yacía, despertaron en mí un extraño sentimiento de tristeza, compasión y miedo.
Los llantos de sus padres me estremecieron y me dieron ganas de irme lejos de
aquella calle repleta de gente, pero al mismo tiempo, sentía una curiosidad que
me lo impedía. A la hora del entierro de aquel día gris y ventoso, llegó el
cura, que en aquellos tiempos era el padre Antonio, el sacristán y dos
monaguillos vestidos para la triste ocasión. El sacristán llevaba el acetre con
agua bendita y el hisopo dentro. Los llantos de la familia se incrementaron y
algunas mujeres lloraban en silencio. Al cabo de unos minutos, salieron por la
estrecha puerta de la casa cuatro hombres, dos a cada lado del ataúd, cogidos a
una de las asas de las que estaba provista la pequeña caja. La gente entonces
despejó la salida y se colocaron a ambos lados del féretro. Después todos
fueron poniéndose detrás y yo también, que seguí al cortejo fúnebre, primero
desde la casa mortuoria a la iglesia donde el cura rezó un breve responso en
latín y con el hisopo vertió agua bendita sobre la pequeña caja mortuoria, en
cuya parte superior había una cruz que me pareció de cartón, también de color
blanco con ribetes y adornos dorados; al mismo tiempo, que remataba el cura muy
solemnemente el responso con un “Pater noster” repetido un par o tres de veces.
Después pronunció unas palabras de consuelo para la familia que yo no entendí
muy bien, excepto cuando afirmó que la niña ya era un ángel y estaba en el
Cielo. El silencio era casi absoluto y sólo se escuchaban de cuando en cuando
suspiros y el llanto, no del todo contenido, de los familiares.
No había
mujeres. Las mujeres no iban a los entierros por entonces. Se quedaban en la
casa mortuoria rezando el Santo Rosario. Yo pensé, que si algún día me moría
como aquella niña, me gustaría que mi madre estuviera allí conmigo, y mi abuela
Manuela, que tanto me quería. Finalmente, los cuatro hombres que habían llevado
el ataúd, y que habían dejado en el suelo de la iglesia mientras duró el
funeral, lo cogieron por cada una de las cuatro asas, de las cuales iba
provista la caja, como dije, y salieron lentamente de la iglesia. Todavía no
había visto un cementerio ni había asistido a ningún entierro. Así que con un
sentimiento, mezcla de curiosidad morbosa y compasión, me encaminé con el resto
de la comitiva sin saber muy bien a donde llevaban a la niña muerta. Yo hasta
entonces, como vivía en la casa que había junto a la iglesia, había visto algún
entierro, pero por mi edad, no le había prestado atención, porque todavía no
tenía consciencia de la muerte ni sabía que contenía aquella caja negra que
llevaban a veces cuatro hombres y que al llegar a la puerta de la iglesia la
dejaban en el suelo y el cura y el sacristán rezaban y le echaban agua por
encima. Pensaba que serían alguna procesión más de las que se hacían a menudo
en el pueblo.
Como la
iglesia estaba cerca del cementerio, llegamos pronto y en aquella especie de
corralón grande que yo veía a veces desde una ventana de mi casa, mal cuidado y
en cual había una palmera, un par de cipreses y otras plantas, vi que la gente
se arremolinaba alrededor de algo. Los cuatro hombres habían dejado el pequeño
y blanco ataúd en el suelo sobre dos gruesas cuerdas separadas. Me acerqué y
aunque una persona mayor evitó que me acercara más, pude ver un hoyo
rectangular profundo. Quizás no lo era tanto, pero cuando se es tan chico, las
cosas parecen más grandes. Entonces, cuatro hombres cogieron cada extremo de
las cuerdas y levantaron con ellas lentamente la caja y la pusieron justo en el
centro del agujero. Poco a poco fueron soltando aquellas cuerdas y el pequeño
ataúd fue adentrándose en el hoyo hasta que desapareció de mi vista. Cuando
estuvo sobre la firme superficie del agujero, los hombres tiraron de las
cuerdas y las volvieron a dejar en el suelo. La gente entonces empezó a coger
tierra de la que habían sacado al hacer el hoyo y la echaba encima del ataúd.
Fue tal el estremecimiento que sentí al oír estrellarse aquellos terrones sobre
el ataúd, que salí corriendo hacia mi casa completamente traumatizado. No
entendía porque enterraban a la niña en un agujero tan hondo, e iba pensando
mientras corría, que si yo me moría, le diría a mis padres que no me enterraran
en un hoyo tan profundo y que prefería que me tiraran al cañalizo, como hacían
con los burros y los mulos cuando se morían.
A partir de
ese momento supe lo que era la muerte de los demás y el destino que tenían los
muertos. Además, supe que bajo aquellos montones de tierra que había en aquel
enorme corralón que yo veía a veces desde mi ventana, había una persona muerta
y enterrada como la niña que había visto unos momentos antes. Para acabarlo de
arreglar, cuando empecé a ir al colegio y a la iglesia, tanto los maestros como
los curas, decían que aquellos que morían en pecado arderían eternamente en los
infiernos. Encima.
Cuando oye
uno eso la primera vez, que sucede a temprana edad y cuando la madurez tanto
física como intelectual queda muy lejos de su plenitud, como todo el mundo
sabe, el niño recibe ese bombardeo de amenazas constantes sobre el infierno
infinito y la mano implacable de Dios con los que no cumplen sus Sagrados
Mandamientos y no observen con humildad y obediencia los mandatos y enseñanzas
de la Santa Madre Iglesia. Con este triste y difícil futuro para los pecadores,
y dando completamente por ciertas esas terribles amenazas que nos llegaban de
todas partes, pero sobre todo de los curas y los maestros, como decía, uno se
plantea ya a esa temprana edad, ciertas previsiones de futuro y piensa en
dedicar toda su capacidad intelectual, todo su esfuerzo físico y lo que haga
falta, para que cuando llegue el momento, no convertirse en materia combustible
del sagrado crematorio.
No me
preocupaba tanto en aquellos años, conseguir la placentera Gloria, como
librarme del temido fuego eterno del Infierno. No comprendía muy bien como Allí
las cosas estaban tan polarizadas y no hubiera alguna otra opción intermedia de
castigo o premio. No comprendía por qué el castigo no era proporcional al
pecado que se cometía, porque era evidente, que no todos los malos eran malos,
malos, ni todos los buenos, eran buenos, buenos. Así que ya empecé a esa corta
edad, a pensar que el sistema judicial donde se impartía justicia divina, era
injusto y que no merecía, a mi infantil entender, el mismo castigo un pobre
hombre que roba para sobrevivir o para que vivan sus hijos, y un repugnante
estafador que chupa la sangre de sus semejantes con el objeto prioritario de
tener muchos más bienes materiales de los que necesita para vivir. Tampoco era,
a mi infantil y torpe entender, tan merecedor de tan terrible castigo, aquella
persona que cometía actos impuros, que ya a tan temprana edad sabía a qué se
refería dicha impureza, que a otra persona que matara a un semejante. Pero ya
se sabe que la Divinidad no admite discusiones y que Allí las cosas son como
son sin la más remota posibilidad de cambiar. Así que tanto los impuros como
los asesinos, arderían a los mismos grados de temperatura y el mismo tiempo: la
eternidad.
Por eso me
planteé muy seriamente hacerme santo como única garantía válida para conseguir
mis propósitos. El problema era cómo, porque la verdad, vocación lo que se dice
vocación, tenía más bien poca, porque pese a mi corta edad, ya había
descubierto ciertos pecados a los que me costaría mucho renunciar, por muy
pecaminosos que fueran; por tanto, debería ingeniármelas para que sin renunciar
a dichos pecados, el camino hacia la Gloria lo tuviera asegurado.
Había dos
caminos: el del martirio, donde se entra a la Gloria por la vía rápida y sin
problemas, pero que no me gustaba nada, pero lo que se dice, nada; y la otra
mucho más llevadera y algo más facilona, aunque no exenta también de duras
dificultades: empezar desde abajo, o sea, desde el escalón más bajo de la
jerarquía clerical: la de monaguillo. Siempre creí que había un tipo de
santidad de tipo jerárquico, que se empezaba por enrolarte en la primera
iglesias que encontraras y ¡ala!, primero de monaguillo, luego sacristán... y
así hasta llegar a lo más alto, de cuyo lugar, a la Gloria, solo mediaba un
paso. Quizás llegué a establecer esta división en las formas de llegar a la santidad,
influido por la imagen física que conocía de todos los santos y santas, que
estaban ataviados en sus correspondientes altares con la indumentaria
eclesiástica (curas, obispos, monjas...) unos, y los otros, con evidentes
signos de tortura y martirio.
Así que
aprovechando de que el sacristán era vecino mío (más que vecino, compartíamos
casa) le confesé un día mis deseos de entrar en la plantilla de monaguillos de
la iglesia. Me dijo en un principio, que era muy pequeño y que la sotana me
arrastraría mucho, además, me dijo, que tendría que madrugar los sábados y los
domingos y que tendría que asistir a todas la novenas vespertinas, bautizos,
bodas, entierros, etc. Le dije con toda la seguridad del mundo, que no me
importaba, que quería ser monecillo y que quería empezar lo antes posible.
Antes de una
semana, ya estaba mi madre metiéndole a la sotana casi una cuarta y zurciéndole
algunos agujerillos que tenía. La lavó, la planchó y me la probé, y debería
estar monísimo, porque mi madre se me quedó mirando, me abrazó muy fuerte y me
dio un beso. Debería ser porque por entonces, todas las madres soñaban con
tener un hijo cura, y claro, yo no lo era por razones obvias, pero algo es
algo, debería pensar mi madre.
Aquello no
había empezado y ya me gustaba. Vestido con de aquella guisa, incluso acrecentó
mi autoestima... empezaba a sentirme ya un poco santo, o sea que las cosas no
podían ir mejor.
Bueno, entre
olor a incienso, a cera quemada, ronquidos de devotas, madrugones y otras
yerbas, transcurrieron mis primeros meses de monaguillo. Aprendí a contestar al
cura (en la Santa Misa, claro) en latín, que no es moco de pavo, a cambiarle el
misal y a estar en el momento y lugar exacto con las vinajeras (que contenían
agua de "los grifos" y vino de garrafa) o no era así? bueno, después
de tantos años, la verdad es que me cuesta un poco recordar con exactitud los
detalles. Lo cierto es que era un genio, modestia aparte, con la patena en la
mano, con el misal rojo, que pesaba casi más que yo, de un lado para otro, tañendo
la campanilla en el momento que el cura elevaba la sagrada forma todo cuanto
podía hacia el techo en el momento de la consagración, y para cualquier otra
cosa que se me reclamara. Conocía, además el nombre de cualquiera de las
vestimentas del cura: la casulla, la estola, el cíngulo, el alba... y de todos
los artilugios que se empleaban como el acetre, el hisopo, el incensario, la
patena, el cáliz, las vinajeras... Así que el barco de mi pretendida santidad,
iba viento en popa.
El cura que
había por entonces en Lahiguera, era Don Martín. Un cura santo donde los haya y
que los ciudadanos del pueblo en pleno, fuimos a recibirlo a la carretera de
Arjona, con la banda de música, autoridades y demás, cuando vino una soleada
tarde otoñal, si mal no recuerdo. Don Martín era un buen hombre, que pese a su
timidez siempre tenía una sonrisa en los labios y un saludo cariñoso para todo
el mundo. No destacó tampoco, como ninguno de los que conocí, por su celo y
preocupación por los pobres, desamparados, enfermos, etc. de Lahiguera, esa es
la verdad, pero tenía un no sé qué que inspiraba bondad y espiritualidad.
No sé si por
mandato de sus superiores o por qué, pero lo cierto es que los curas que
ejercieron su sacerdocio en Lahiguera, en aquellos tiempos, siempre se pegaron
a los señoritos y jamás vi a ninguno de ellos darse un paseo por el barrio de
las cuevas o por la parte alta del pueblo, en cuyos lugares, predominaban los
casos de familias en la más absoluta de las miserias. Ni tan siquiera aparecían
para reconfortar espiritualmente al hambriento, al niño enfermo, ni a nadie que
oliera a pobre.
Pese a todo,
reitero mi afirmación de que Don Martín fue un santo, comparado con su
predecesor y también con el que le sucedió en el cargo.
El sucesor
de Don Martín, se llamaba curiosamente como su antecesor, Antonio; éste, Don
Antonio a secas, sin que le precediera al nombre ningún tipo de “parentesco”.
Este hombre
no fue recibido con la alegría y el júbilo que lo fuera Don Martín en el día de
su llegada. La llegada de Don Antonio fue mucho más discreta y desapercibida.
No sé si porque la marcha de Don Martín no cayó demasiado bien a la mayoría de
higuereños, o porque tanto al nuevo párroco como a las autoridades de entonces,
les pareció mejor hacerlo así. La cuestión es que de la noche a la mañana nos
encontramos los higuereños con un nuevo cura y toda su familia, compuesta por
un hermano soltero, su padre viudo, y no estoy muy seguro si también tenía una
hermana. (me parece recordar que el que tenía una hermana era Don Martín).
Este cura,
tanto por su corpulencia como por su arrogante forma de andar y de mirar a los
demás, más que cura parecía obispo. Además era una persona autoritaria y
arrogante que miraba a todo el mundo por encima del hombro. Tampoco brilló este
sacerdote por su humildad, por la entrega a los demás o por llevar una vida
austera y sencilla en lo personal, sino más bien todo lo contrario. Además, muy
pronto tocó la fibra sensible de los higuereños que siempre han sido muy
tradicionales y amantes de sus costumbres: prohibió en seco y sin que diera una
explicación razonable y convincente, un “Viva Nuestro Padre Señor de la
Capilla” cuya tradición se perdía en los tiempos, al final de una novena que se
le hacía a este Cristo entre los días 13 y 22 de marzo. Ya con este hecho, Don
Antonio se ganó la antipatía de medio pueblo y parte del otro medio. No se
comprendía como algo que entrañaba tanta emotividad, devoción y cariño hacia El
Señor de la Capilla, aquel hombre que acababa de llegar al pueblo, le prohibía
y les recriminaba, como si aquel “viva” fuera el peor de los sacrilegios, o en
el mejor de los casos, una horterada de pueblerinos ignorantes.
Don Antonio,
eso sí, modernizó, desde el punto de vista tecnológico, la iglesia de abajo de
Lahiguera. Dotó al recinto de un moderno sistema de megafonía, sobre todo en la
iglesia de la parte baja del pueblo, como he dicho; y como hacía con una
tómbola que fundó, cuyos artículos de regalos provenían de la generosidad de
los higuereños y que explotaba en las fiestas de San Juan, también hizo negocio
con el sistema. Para ello instaló unos buenos y potentes altavoces en cada una
de la torres de las dos iglesias. Entre la iglesia de abajo, que era donde
tenía instalado todo el sistema, extendió un cable que alimentaba el altavoz de
la torre, recién inaugurada, de la iglesia de arriba. De esta forma, quedaba
cubierto desde el punto de vista sonoro todo el pueblo, o casi. Así que el
siguiente paso, era sacar provecho económico del sistema y amortizar, primero,
los gastos que dicha instalación habían supuesto para las arcas de la iglesia,
y después... después sólo Dios sabe a dónde irían a parar los muchos ingresos
que obtendría con la idea que tenía en la cabeza, que no era otra que la de
emular a las emisoras de radio y sus famosos programas de discos dedicados. Se
hizo el cura entonces con una buena colección de discos de vinilo y estableció
un servicio público de discos dedicados. Así que tanto para los cumpleaños,
aniversarios de boda, primeras comuniones, onomásticas, o por cualquier otro
evento, se podía dedicar una canción al módico precio de diez Ptas. la
dedicatoria, que si tenemos en cuenta que la misma canción había veces que se
le dedicaba a quince o veinte personas y duraba menos de cinco minutos, y se
dedicaban entre quince o veinte canciones, el negocio no podía ser más redondo
y productivo.
Bueno, como
mi intención no es la de prolongar este relato indefinidamente aunque se me
queden algunas cosillas en el tintero, acabo este capítulo de recuerdos
infantiles, explicando a todo aquel o aquella que tenga a bien leer este
escrito, como acabaron las aspiraciones que tenía este humilde higuereño en
llegar a santo.
Fue una
cálida mañana en Misa de diez y todo transcurría con normalidad. Don Martín
celebraba la Sagrada Eucaristía con la solemnidad y el misticismo que le ponía
este santo hombre al asunto. Las devotas ocupaban, en sus correspondientes
reclinatorios, las primeras filas. Unas de rodillas y otras cómodamente
sentadas, pero siempre con cara de trance, que a mí siempre me resultaban muy
cómicas porque pensaba que aquellas mujeres iban a la Iglesia para quedar bien
con el cura. Su condición social les exigía la asistencia diaria a misas,
novenas y demás actos litúrgicos , aunque como es natural, algunas de ellas,
estarían de tanto rezo y tanta devoción cristiana, hasta el moño, por no decir
algo más irreverente. Eso le debería pasar a una señora de mediana edad, y que
posiblemente la noche anterior no durmió lo bien o el tiempo suficiente, o que
aquella Misa le importaba un rábano, la cuestión es que se quedó
placenteramente dormida como si estuviera en su casa. Con la cabeza hacia atrás
y con esa cara que ponemos las personas cuando dormimos, la señora me estaba
haciendo tanta gracia que tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no reírme a
carcajadas. Miraba para otro lugar, pensaba en cosas tristes, intentaba auto
convencerme de que una carcajada en medio de aquel silencio y el aquellos
solemnes momentos, podía ser fatal para mis aspiraciones. Pensaba que una
carcajada en aquellos momentos acabaría con la poca santidad que había
adquirido y con la que pudiera adquirir en el futuro. El sacristán que estaba a
mi lado y que se había percatado tanto como yo de la siestecita que se estaba
echando la señora, me hizo una indicación con el codo que estaba junto al mío y
con una mirada lo suficiente expresiva, me indicaba que mirara hacia los
bancos. Miré y la señora continuaba con su plácido sueño que a juzgar por la
serenidad que reflejaba su rostro, o estaba soñado con los angelitos, lo cuál
sería muy lógico, si tenemos en cuenta el sagrado lugar donde estaba la señora
hartándose de dormir, o estaba sumida en el más dulce y excitante sueño erótico
en cuyo caso, la lógica no era tan clara como en el caso anterior. Pero
realmente lo que me llegó a producir unas enormes e incontenibles ganas de dar
una carcajada, fueron sus potentes y ruidosos ronquidos que contrastaban de
forma dramática, pero muy cómica, al menos para mí, con la solemnidad del acto
y el silencio clamoroso que se respiraba en el recinto. Estoy hablado de una
época preconciliar en lo que a la Eucaristía y a sus formas de administrarla se
refiere, donde la Misa se celebraba con el sacerdote de espaldas a la
comunidad, por tanto, la mayoría del tiempo, los feligreses se mantenían fuera
del alcance visual del cura. Circunstancia esta, que aprovechaban las señoras y
algún señor, que todo hay que decirlo, para echarse una cabezadita que siempre
cae bien a esas horas de la mañana.
Bueno, lo
que colmó el vaso de mi incontenible gana de reír, fue un descomunal ronquido
de esta señora que hizo volverse a Don Martín hacia los asistentes e indicar
con un gesto bastante elocuente, que la despertara alguien. ¡Madre mía si la
despertó! Otra señora que estaba a su lado, y que llevaba intentando
despertarla desde que empezó a mostrar los primeros síntomas de sueño con
delicados toque de codo, le propinó, ahora sí, un codazo que hubiera dejado
caos al más fuerte de los boxeadores si este lo hubiera recibido en el rostro.
La señora dio un salto (la dormida) que para mí, que pensó que se le había
caído un elefante encima. No pude resistir más y una sonora y descomunal
carcajada se me escapó, contagiando con ella a toda la concurrencia que estoy
seguro, que como yo, estaban desde hacía tiempo a punto de perder la compostura
y desahogarse aún y sabiendo que eso suponía el más horrendo de los
sacrilegios.
Bien, aquel
inevitable acto al que me sentí forzado, fue la causa de mi despido. Cuando
acabó la Misa, Don Martín, el santo de Don Martín, en el pasillo que conducía a
la sacristía, me cogió una oreja y me levantó del suelo un palmo, produciéndome
un verdadero trauma cuyas secuelas todavía padezco al tener esa oreja
ligeramente más grande que la otra. Me pagó el primer salario que cobré en mi
vida (cinco duros en un billete de papel) y me dijo que no volviera a pisar
aquella iglesia.
Bueno,
queridos lectores, aquí acabaron todas mis esperanzas y todas las expectativas
que me había planteado para evitar que después de estirar la pata, fuera condenado
y convertido en carne de parrilla. Volví al mundo de los malos, al de los
desesperanzados e irremisiblemente abocados a un futuro negro e incierto, donde
estaría siempre planeando sobre mi cabeza, una patológica fobia a ese infierno
con que Dios castigaba a los infieles. Y ahí andamos: ahora mucho más cerca de
la implacable sentencia divina, que por culpa de aquella mujer y sus
escandalosos ronquidos, me imposibilitó aspirar, si no a la Gloria, al menos, a
no acabar por los siglos de los siglos, como una salchicha en una barbacoa.
Amén.
Andrés Teruel Sola.
Mayo del 2016.
1 comentario:
Andrés, siento que tus aspiraciones a la santiad se truncaran. ¡Qué le vamos a hacer! Lo importante es intentarlo.
He leído con gran interés el artículo, siempre lo hago con tus escritos, siempre se aprende. No dices en qué iglesia ocurren los acontecimientos; creo que en esa época había tres donde se rendía culto: la morisca «de arriba», el templo nuevo «de abajo» y El Santo. Me imagino que sería en la cercana a tu casa.
No sabía, no recordaba, que en el Cañalizo se tiraran burros y mulos muertos. Yo iba al Arroyo el Pocillo, por la parte de la Morailla, a coger «vaquitas» para jugar. De todas formas me ha resultado chocante, por el emplazamiento, este cementerio de animales, tan cercano (solo un poco más al oeste), de las tumbas neolíticas. En uno de esos lugares mágicos de nuestro pueblo: el Chorrillo, con su pozo templario y el encanto de La Anolalina.
De los tres sacerdotes que nombras solo conocí al último, lo recuerdo muy preocupado por el tema OVNI.
Enhorabuena.
Creo que en lo de seguir de monaguillo aun estás a tiempo. Pero si es por tu salvación no sé qué decirte. Los monecillos que he conocido todos se bebían el vino del cura; seguro que tú lo probaste.
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