En la carpeta correspondiente a este
año de 1834 aparece sólo un pliego donde el SELLO DE OFICIO tiene forma
rectangular y en el centro aparece el escudo real con el texto en círculo
alrededor del escudo que dice: HISP. ET IND. R. en el lado de la izquierda
y FERD. VII D. G. en la derecha, y 1834
abajo.
En el lado izquierdo del escudo
aparece: SELLO DE OFICIO y en el lado derecho 4 MRS AÑO 1834.
A nivel del Reino de España, es
preciso puntualizar que tras la muerte de Fernando VII, la Reina María Cristina confirmó
en sus puestos a todos los Ministros nombrados por su esposo tras los sucesos
de La Granja. Con
ello se pretendió dar al reinado de Isabel II una apariencia de continuidad del
periodo anterior. Este hecho queda aún más claro en el manifiesto redactado por
Cea, en la que se prometía la continuidad doctrinal acompañada de
transformaciones administrativas, que mejorasen el funcionamiento del país y
fomentasen la riqueza. Pero tales propuestas desagradaron tanto a los
absolutistas como a los partidarios de la Constitución.
Las reformas se concretaron en la
creación del Ministerio de Fomento (21-12-1833), a cuyo frente se colocó a
Javier de Burgos, un motrileño antiguo afrancesado, que se aproximó a Fernando
VII en los últimos tiempos del monarca.
La evolución de la guerra, los
acontecimientos internacionales y el regreso de los exiliados contribuyeron a
crear un clima que propiciaba un cambio político obligado.
Por si fuera poco a todo esto se
añadía el enfrentamiento que existía entre el Gabinete real y el Consejo de
Gobierno, creado el primero por el testamento de Fernando para auxiliar a la Reina en las tareas
políticas que le esperaban.. En esta situación vuelve a ocurrir como en 1808,
que la opinión más generalizada se pronunciaba por la necesidad de reunir Las
Cortes para que fuese la que dictaminase sobre la marcha de los
acontecimientos. El golpe definitivo lo dieron dos manifiestos firmados por los
Capitanes Generales de Cataluña y de Castilla la Vieja, en los que pedían los
cambios sugeridos antes por Cea, una vez perdidos los apoyos internos y
externos, se optó por dar paso a Francisco Martínez de la Rosa (15-1-1834), entregando
así el poder a un político que ya había ocupado responsabilidades en el Trienio
Constitucional. Martínez de la
Rosa consolidó su prestigio personal en los primeros momentos
con la firma el Tratado de la Cuádruple Alianza y la intervención militar en
Portugal: con estas acciones de política exterior se evidenciaba que España
salía del aislamiento internacional, en el que estuvo durante el reinado de
Fernando VII.
Las reformas se iniciaron desde el
primer momento con la elaboración de un marco constitucional que garantizase
ciertos derechos a los ciudadanos. El Estatuto Real elaborado no fue una nueva
constitución, ni siquiera una Carta Otorgada, como se había venido
considerando, sino más bien una convocatoria a Cortes, que concedía pocas
posibilidades de participación política a los elegidos en ese proceso político,
porque La Corona se reservaba la iniciativa política. Por esta causa el texto
elaborado en el Estatuto Real no satisfizo las aspiraciones de los liberales
que constituían el principal apoyo del trono, aunque al establecerse mediante
él ciertos cauces de participación política, se abría la posibilidad de
plantear las aspiraciones del cambio político deseado por el pueblo.
Imagen de campesinos
En el artículo 32 del Estatuto Real
se estableció la posibilidad de presentar peticiones al Rey, y fue precisamente
a través de este artículo como se plasmó la voluntad de cambio político con las
peticiones. Estas peticiones abarcaron varios campos de actuación: la reposición
de los que habían sufrido depuraciones tras el Trienio(compradores de bienes
desamortizados, funcionarios depurados); eliminación de supervivencias
feudales(supresión de ciertos títulos nobiliarios, disolución de mayorazgos,
señoríos); cambios políticos (reconocimiento a las Cortes de la capacidad para
elaborar su propio reglamento; la Ley de Ayuntamientos que tanta repercusión
tuvo en la formación y constitución de los Ayuntamientos (como veremos en actas
e años posteriores en nuestro pueblo); cambios en la Milicia Nacional;
en la declaración de derechos de los ciudadanos, etc.
Nos referiremos brevemente a la
institución de la Milicia Nacional,
pues es uno de los hechos más importantes nacidos de este gobierno. La razón
fue que después de los sucesos de La
Granja en 1832, se habían creado en algunas ciudades, unos
grupos armados de carácter liberal (Voluntarios de Isabel II,..) para
contrapesar la fuerza de los Voluntarios Realistas; aunque tras la muerte de
Fernando VII y la disolución de los Realistas, se planteó la necesidad de crear
una institución semejante a la Milicia
Nacional. Las primeras disposiciones sancionaban en carácter
fuertemente restrictivo para el alistamiento en esta milicia, pero los
acontecimientos evolucionaron y se procedió a una mayor apertura del mismo.
Imagen de duelo frecuente en este tiempo |
La petición del reconocimiento de
los derechos cívicos, antes aludida, constituyó uno de los principales motivos
de enfrentamiento con el Gabinete de Gobierno, en especial por parte de la
prensa; los periódicos arremetían continuamente contra el Gobierno, acusándolo
de restringir las libertades en general y de imprenta en particular, que era
considerada la piedra angular del edificio liberal.
Aunque el problema más grande del
gobierno era la Guerra
Carlista, las dificultades del Ministerio eran numerosas. En
primer lugar se descubrió una conjura
organizada por la llamada Sociedad Isabelina, que pretendía el restablecimiento
de la Constitución, aunque se practicaron algunas detenciones, el juicio no
resolvió nada. Otro segundo hecho turbador de la paz social fue la matanza de
frailes que tuvo lugar en Madrid del 17 de julio de este mismo año de 1834.
(Tras la agudización de la epidemia de cólera, las gentes de Madrid asaltaron
diversos conventos asesinando a algunos religiosos, y culpándolos de ser ellos
los que habían infectado las aguas de Madrid.) Quizá la participación del clero
regular en la Guerra
Carlista pudo influir en esta explosión de cólera popular
contra los religiosos.
A modo de resumen de este periodo
liberal del reinado de Isabel II, podemos decir que se articulaba en diferentes
niveles e instituciones, aunque hubo otros poderes: la Corona, el Ejército, la
prensa, la Iglesia, el poder económico de las grandes fortunas y la burguesía de
los negocios industrial y comercial, y la Milicia Nacional que
desempeñaron papeles importantes aunque desiguales y, en el campo estrictamente
político, fuera del orden constitucionalmente previsto.
Entre 1834 y 1836 el liderazgo natural de todos ellos lo ostentó Martínez de
la Rosa, aunque
de una manera que poco tiene que ver con le líder de un partido actual. Él era
quien controlaba el principal periódico Moderado (La Abeja), quien redactó el
manifiesto electoral y quien, en definitiva, ocupó la presidencia el gobierno
en 1834 y 1835. Eran unos años en que el partido moderado no tenía sedes, ni
organización y con una escasa disciplina entre sus propios miembros hasta tal
punto que incluso para ellos era difícil
dar la nómina correspondiente a los diputados provinciales o nacionales del
partido.
Visto el panorama político
correspondiente al año 1834, y puesto que el paso desde el poder absolutista al
régimen democrático, no llega a consolidarse y hacerse visible hasta 1868; pues
si las reformas políticas programadas no acabaron de imponerse del todo, mucho
menos lo hicieron las reformas sociales destinadas a establecer en España un
nuevo orden, basado en la igualdad teórica de los ciudadanos y en la abolición
de los tradicionales privilegios de una minoría. Por ello nos conviene
hacer un repaso de la situación del
Reino de España hasta ese periodo citado como democrático. El estudio de la
penuria económica, y el problema económico del país con una considerable
inflación a cuestas, nos pondrá en
antecedentes para comprender la situación económica de esos años y siguientes.
Campesino volviendo de la faena. |
Cuando se estudia el reinado de Fernando
VII, se olvida con frecuencia la enorme dificultad económica en la que se
desenvolvieron los políticos y los gobernantes de la época, tanto absolutistas
como liberales. Para comprender en toda su dimensión este difícil periodo de
nuestra Historia es menester tener en cuenta la ruina total en la que cayó el
país, porque de lo contrario acabaríamos por achacar únicamente a los cambios
políticos, o peor aún, a la incapacidad de los dirigentes, o a su torpeza,
todas las calamidades por las que atravesó España durante el primer tercio del
siglo XIX.
Los últimos años del siglo XVIII
contrastan considerablemente con la tendencia económica general que se había
seguido, al menos, desde 1750. Las guerras y las revoluciones finiseculares
provocaron una crisis económica. Esta crisis se caracterizó por tres factores
esenciales:
a) por la sobreabundancia del
crédito y de la circulación fiduciaria;
b) por la gran subida de precios; y
c) por la insuficiencia del
presupuesto para atender a los gastos.
La subida de precios produjo en un principio un
proceso expansivo, que benefició a los grandes propietarios que tenían acceso
directo a la producción de sus tierras. Por su parte, los que las tenían
arrendadas, trataron de subir las rentas a sus colonos. Los que verdaderamente
salieron perjudicados fueron los jornaleros. En el sector urbano, la inflación
benefició a pocos y perjudicó a la mayoría, porque los productos alimenticios
se encarecieron más que los manufacturados. Los funcionarios y todos aquellos
que recibían un salario fueron los que más perdieron.
La vida en la ciudad. |
Pierre Vilar pretendía
demostrar que lo que ocurrió a finales del siglo XVIII no fue un fenómeno de
inflación, sino más bien de exceso de crédito. Pero para muchos efectos viene a
ser lo mismo. Abundaba el dinero y escaseaban los fondos del erario público.
Las grandes monarquías de Occidente padecían una escasez de numerario cada vez
mayor, sobre todo a causa de las guerras, y arbitraron como solución de
urgencia la emisión de papel de deuda. Una solución hubiese sido la de aumentar
los ingresos del Estado mediante la reforma del sistema fiscal. Pero esa medida
tropezó en España con la oposición de la Corona, que se negaba a tomar en
consideración una reforma que estuviese basada en la nivelación de los reinos y
las provincias privilegiadas y en la eliminación de las exenciones de la
nobleza y del clero. Así es que los ministros de finanzas se decidieron por la
medida más fácil de emitir vales reales, y más tarde decretaron la circulación
obligatoria de ese papel con una función más o menos parecida a la de nuestro
papel moneda.
La emisión de papel se produjo en Francia, en forma de los famosos "assignats", y también en Gran Bretaña. En España, como en estos países, se recurrió a la misma medida. Para atender a los gastos provocados por la intervención en la guerra de la Independencia de Estados Unidos de América, Carlos III emitió entre 1780 y 1782 vales por un valor total de 450 millones de reales. Carlos IV emitió vales en 1795 por valor de 963 millones para hacer frente a los gastos de la guerra de la Convención, y en 1799, autorizó una nueva emisión de 796 millones, a raíz de la reapertura de hostilidades con Gran Bretaña. Sin embargo, estas medidas, que no solucionaron la penuria de las arcas reales, contribuyeron a acelerar la desconfianza de los tenedores, que advirtieron la no convertibilidad del papel, y aceleraron el proceso inflacionario.
La curva de precios en España alcanzó su punto máximo en 1799, año en el que el índice, con base 100 a comienzos del siglo XVIII, llegó a tener el valor de 198, llegando casi a duplicar el valor de los precios en general. Durante los primeros años del siglo XIX, los precios siguieron creciendo hasta alcanzar un índice de 221 en 1812. Además de la indiscriminada emisión de los vales y sin descartar las razones climáticas de sequía y heladas, que sin duda jugaron un papel relevante en esta carestía y de las cuales existen abundantes testimonios contemporáneos, no podemos dejar de lado las consecuencias de las guerras, ni la muy importante de la emancipación económica de América. Esta tuvo lugar años antes de que las colonias obtuviesen su emancipación política, y se produjo como consecuencia de la imposibilidad de que España pudiese abastecerlas a causa de la guerra con Inglaterra. El 18 de noviembre de 1797, Carlos IV se vio obligado a emitir el decreto de Libre Comercio de las colonias con los países neutrales, que autorizaba a sus posesiones ultramarinas a comerciar directamente con los países que no intervenían en la guerra. Las colonias se dieron cuenta que la ruptura del monopolio les permitía un mejor comercio con otros países, sobre todo con los Estados Unidos, y un más rápido y más barato abastecimiento, con lo que se resistirían a volver al antiguo sistema una vez vuelta la normalidad. En efecto, España ya no pudo dar marcha atrás a esa medida y desde entonces se puede decir que perdió ese mercado trasatlántico que había sido una de las bases fundamentales de la riqueza económica de la Monarquía durante siglos. La falta de salida para los productos manufacturados, las consiguientes quiebras de fábricas y talleres y la falta de trabajo, afectaron sin duda al fenómeno de la inflación. El nuevo siglo comenzaba con graves problemas económicos que no harían sino agravarse en los años siguientes.
La emisión de papel se produjo en Francia, en forma de los famosos "assignats", y también en Gran Bretaña. En España, como en estos países, se recurrió a la misma medida. Para atender a los gastos provocados por la intervención en la guerra de la Independencia de Estados Unidos de América, Carlos III emitió entre 1780 y 1782 vales por un valor total de 450 millones de reales. Carlos IV emitió vales en 1795 por valor de 963 millones para hacer frente a los gastos de la guerra de la Convención, y en 1799, autorizó una nueva emisión de 796 millones, a raíz de la reapertura de hostilidades con Gran Bretaña. Sin embargo, estas medidas, que no solucionaron la penuria de las arcas reales, contribuyeron a acelerar la desconfianza de los tenedores, que advirtieron la no convertibilidad del papel, y aceleraron el proceso inflacionario.
La curva de precios en España alcanzó su punto máximo en 1799, año en el que el índice, con base 100 a comienzos del siglo XVIII, llegó a tener el valor de 198, llegando casi a duplicar el valor de los precios en general. Durante los primeros años del siglo XIX, los precios siguieron creciendo hasta alcanzar un índice de 221 en 1812. Además de la indiscriminada emisión de los vales y sin descartar las razones climáticas de sequía y heladas, que sin duda jugaron un papel relevante en esta carestía y de las cuales existen abundantes testimonios contemporáneos, no podemos dejar de lado las consecuencias de las guerras, ni la muy importante de la emancipación económica de América. Esta tuvo lugar años antes de que las colonias obtuviesen su emancipación política, y se produjo como consecuencia de la imposibilidad de que España pudiese abastecerlas a causa de la guerra con Inglaterra. El 18 de noviembre de 1797, Carlos IV se vio obligado a emitir el decreto de Libre Comercio de las colonias con los países neutrales, que autorizaba a sus posesiones ultramarinas a comerciar directamente con los países que no intervenían en la guerra. Las colonias se dieron cuenta que la ruptura del monopolio les permitía un mejor comercio con otros países, sobre todo con los Estados Unidos, y un más rápido y más barato abastecimiento, con lo que se resistirían a volver al antiguo sistema una vez vuelta la normalidad. En efecto, España ya no pudo dar marcha atrás a esa medida y desde entonces se puede decir que perdió ese mercado trasatlántico que había sido una de las bases fundamentales de la riqueza económica de la Monarquía durante siglos. La falta de salida para los productos manufacturados, las consiguientes quiebras de fábricas y talleres y la falta de trabajo, afectaron sin duda al fenómeno de la inflación. El nuevo siglo comenzaba con graves problemas económicos que no harían sino agravarse en los años siguientes.
Por lo que a nosotros como pueblo
agrícola respecta interesa ver la situación de la agricultura y de paso dar una
panorámica breve sobre la industria y su desarrollo.
La realidad más precisa sobre la
agricultura es que España quedó maltrecha después de las catástrofes acaecidas
en los primeros años del siglo. La estructura de la propiedad agraria era una
de las causas del atraso que registraba la agricultura en España, pero ahora
este atraso se veía acentuado por la falta de atención que se le había prestado
a los cultivos durante la guerra y a los destrozos causados en el campo por la
contienda.
Durante el primer tercio del siglo
XIX cambió poco la estructura de la propiedad y los métodos de cultivo. La
desamortización qué llevaron a cabo el gobierno de José Bonaparte y las mismas Cortes
de Cádiz, fue muy limitada. La extinción de los mayorazgos durante el Trienio
Constitucional no perjudicó a los titulares, sino que por el contrario les
reportó las ventajas inherentes a la disponibilidad para repartirlos entre los
herederos, cederlos, venderlos o disponer de ellos a su antojo. Con ello
esperaban los liberales imprimir un mayor dinamismo a los bienes inmobiliarios
y potenciar la economía. Pero el campo estaba muy castigado por las altas
rentas que pagaban los colonos y la pesada carga de las contribuciones, sobre
todo cuando la deflación hizo su aparición y la baja de los precios de los
productos agrícolas incapacitaron al campesino para pagar estos tributos.
Un patio de vecinos |
El campesino se quejaba de la baja
estimación que se daba a sus productos, porque además los artículos
alimenticios habían descendido de precio en una proporción mayor que los
productos manufacturados, por lo que la posición del agricultor tendía a
hacerse todavía más precaria. Sin embargo, eso no fue obstáculo para que, como
afirma J. Fontana, la producción agrícola se recuperase rápidamente, y
especialmente la cerealística, después de la guerra de la Independencia. El
hecho de que las medidas proteccionistas dictadas a comienzos del Trienio
liberal tuviesen como propósito proteger la producción nacional frente a la
importación de granos desde el exterior, parece indicar que aquella era
suficiente para abastecer la demanda que se generaba en el país. Ese aumento se
debió a las nuevas roturaciones y a la especialización de la producción
agraria. Otros productos extendieron su producción en estos años, como el maíz
y la patata. Hubo cultivos, no obstante, que no pudieron recuperarse en tan
corto espacio de tiempo, como el del olivar, que sufrió la tala sistemática
durante la contienda y su reposición requería bastantes más años para
completarse. Lo mismo le ocurrió a las vides catalanas o andaluzas, destruidas
o abandonadas durante bastante tiempo.
Agitaciones campesinas andaluzas. |
En cuanto a la ganadería, ésta
sufrió grandes transformaciones. La cabaña lanar disminuyó considerablemente a
causa de la guerra. Según estimaciones de la época, el número de ovejas merinas
quedó reducido a casi la tercera parte. Una cosa parecida ocurrió con la
ganadería estante, aunque ésta se recuperó notablemente durante los años que
siguieron al conflicto. A finales del reinado de Fernando VII se calcula que
había en España algo más de dos millones de cabezas de este tipo de ganado.
La industria española se vio muy
afectada durante este periodo a causa de los efectos destructores de la guerra
y a causa también de la pérdida de los mercados coloniales. Si a esto se le
añade la falta de capitales para las inversiones y la caída del consumo, se
tendrá una explicación razonable de la ruina de este, por entonces, incipiente
sector de la economía española. La industria textil fue la más dañada. La
emancipación de las colonias dificultaba la importación del algodón, puesto que
la mayor parte de la materia prima para la fabricación de las manufacturas de
este producto procedía de las Indias. Por otra parte, América había sido el
mercado natural de esta producción y ese mercado dejaría ya de ser territorio
exclusivo para las exportaciones españolas. En los años centrales del reinado
de Fernando VII, la situación era muy distinta. La Comisión de Fábricas de
Algodón de Barcelona quedó reducida a dos miembros y la producción se vio
sumida en la ruina. Por si esto fuera poco, el crecimiento del contrabando a
través de los Pirineos y de la colonia inglesa de Gibraltar. La situación
parece que comenzó a remediarse a partir de los últimos años de la década de
1820, cuando comenzaron a introducirse en Cataluña las primeras máquinas
movidas a vapor.
Los mismos efectos negativos
sufrieron las fábricas textiles existentes en Sevilla y Cádiz, donde la
producción había alcanzado unos niveles considerables a finales del siglo
XVIII. En un informe que elaboró la ciudad de Sevilla en 1823 para Fernando VII,
se hacía referencia a la ruina en la que habían quedado la multitud de fábricas
de textiles a consecuencia de la competencia ilícita que le hacía a su
producción el cuantioso contrabando que se introducía desde Gibraltar.
Una de las más importante industrias
de la época, la Fábrica
de Tabacos de Sevilla, cuya materia prima procedía también fundamentalmente de
América, padeció también las consecuencias de la emancipación. Las reducciones
salariales que se vio obligada a adoptar a consecuencia de la crisis, le
llevaron a reclutar mano de obra femenina (las famosas cigarreras) sobre la que
recaería en lo sucesivo la elaboración del tabaco.
En resumen, habría que concluir afirmando que
la situación de la economía española en la época de Fernando VII, al menos
hasta 1827, es de postración y de crisis. Abundan los testimonios sobre este
ambiente de pobreza. El aumento del número de indigentes fomentó, no sólo la
mendicidad, sino las actividades ilícitas, como el contrabando y el bandolerismo.
El mal afectó también a los funcionarios del Estado, que se quejaban de la
pérdida de la capacidad adquisitiva de sus salarios. Y aún más graves fueron
las consecuencias de este panorama en el elemento castrense, puesto que el
retraso de meses en el cobro de sus salarios contribuiría a provocar un
ambiente de malestar, que tendría su reflejo en la actitud díscola que algunos
militares mostrarían con frecuencia en los cuarteles y fuera de ellos.
Según una de las estadísticas más
fiables de la época, como era el llamado Censo de Godoy de 1797, la población
española ascendía, a fines del siglo XVIII, a diez millones y medio de
habitantes. El recuento de población de 1822 nos proporciona una cifra de
11.661.867 habitantes para toda España, y en 1834, es decir al año siguiente de
la muerte de Fernando VII, y año que reflejamos en este artículo, la población
española había alcanzado los 12.162.172 habitantes.
Teniendo en cuenta estas cifras,
parece que el primer tercio del siglo XIX puede definirse como un tramo cronológico
en el que la población muestra un comportamiento dubitativo, dentro de un
proceso general de crecimiento que puede haberse acelerado después de la última
epidemia de cólera, que se registró en 1833. La explicación de este fenómeno
habría que centrarlo en tres causas fundamentales: la Guerra de la
Independencia y sus efectos; las consecuencias de las epidemias de 1800, 1821 y
1833; y la incidencia de las guerras civiles entre 1814 y 1823 y posteriormente
en 1827.
De todas
formas, la utilización de los datos oficiales no permite realizar muchas
precisiones sobre el comportamiento demográfico de este periodo. Sería
necesario disponer de las suficientes gráficas de nacimientos-bautismos y de
defunciones-entierros para obtener un panorama mucho más claro del crecimiento
de la población. Se han realizado estudios en este sentido en Andalucía,
Cataluña y Galicia, pero sus resultados no son suficientes para aplicarlos al
total de la nación.
En todo caso, lo que hay que tener
en consideración es que en esta etapa la población española era mucho más
reducida que la de los países de su entorno, cosa que llamaba la atención de
los extranjeros. Según los datos que recogió el diplomático francés
Boislecomte, los Países Bajos contaban con 4.659 habitantes por milla cuadrada
en 1825, Gran Bretaña 3.875, Francia 3.085 y Portugal 1.815; España sólo tenía
1.636. Una de las cosas que también podía sorprender a los visitantes
extranjeros era la concentración de la población en grandes núcleos urbanos y
la inexistencia de grandes casas de campo o de castillos.
Grupo de cortesanos en el teatro liberal Isabelino |
Respecto a como
trascurría la vida de los españoles de este tiempo hay que decir que había un
cierto número de personas (el 30% de la población nacional aproximadamente,
algo más de la mitad de los cuales vivía en los pueblos) que se dedicaba al
sector de los servicios, a los trabajos artesanales y a la naciente industria
aunque ésta era escasa y muy limitada. Artesanos, tenderos y criados domésticos
constituían una microsociedad dentro de cada pueblo. Estos grupos, sobre todo,
vivían en aquellas poblaciones que constituían cabecera de comarca y que vienen
a coincidir con las sedes de los partidos judiciales que organizó, tras la
muerte de Fernando VII, Javier de Burgos. En aquellos años y desde antiguo,
Andújar se había convertido en una población creciente, que terminó
considerándose cabeza de partido judicial en este año de 1834, del que siempre
participó nuestra Higuera cerca de Arjona.
El comportamiento social y
demográfico de los españoles en los tres primeros cuartos del siglo XIX es más
parecido a la segunda mitad del siglo XVIII que al siglo XX. Se apunta una fase
de transición en la que todavía hay algunos rasgos propios de las sociedades
del Antiguo Régimen.
La población del Antiguo
Régimen se caracterizaba por tasas de natalidad y mortalidad muy cercanas entre
sí, lo que llevaba a un crecimiento natural muy débil o incluso, en algunos
períodos, a retrocesos como consecuencia de catástrofes demográficas
producidas, fundamentalmente, por epidemias de enfermedades infecciosas o
hambres colectivas en malos años de cosecha.
En España (si exceptuamos zonas
concretas, como parte de Cataluña y Baleares) la transición demográfica se dio
durante el siglo XIX de un modo imperfecto, sobre todo por las altas tasas de
mortalidad sólo superadas en el continente por Rusia y algunas zonas del Este
europeo. Aun así, la tasa de mortalidad había descendido relativamente en
comparación con las tasas propias del Antiguo Régimen. Será ya en el siglo XX
cuando desciendan bruscamente.
El crecimiento de la población fue
posible por el mantenimiento de unas tasas de natalidad bastantes altas durante
el siglo XIX, aunque también habían decrecido relativamente. Al tiempo, en la
misma centuria, hubo un paulatino y leve descenso de la mortalidad relativa a
causa sobre todo de mejoras higiénicas y médicas, aunque esporádicamente la
sociedad tuvo que sufrir crisis más propias del Antiguo Régimen como las
epidemias de cólera y las hambrunas, fenómenos analizados por Antonio Fernández (1986).
Las primeras produjeron en 1834, 1855, 1865 y 1885 unas 800.000 víctimas
mortales. Las segundas, que se pueden datar en torno a 1817, 1824, 1837, 1847,
1857, 1867 y 1877 según la cronología elaborada por N. Sánchez Albornoz,
producen una mortalidad difícil de calcular, elevada en cualquier caso. La
mortalidad infantil, uno de los indicadores que reflejan los cambios o
persistencias del modelo antiguo, disminuyó pero se mantuvo en niveles aún muy
altos.
Hay que tener en cuenta que, en
buena parte de los países del mundo occidental, el aumento demográfico fue
unido a un proceso previo o paralelo de modernización económica. En España
éste fue más lento que aquél. La consecuencia inmediata será el desequilibrio
entre recursos y población, que impulsará a la emigración, especialmente a
partir de la segunda mitad del siglo XIX.
Hecho un análisis del periodo
correspondiente al reinado de Fernando VII, conviene entrar en la descripción del
crecimiento demográfico del periodo de regencia de María Cristina como reina
regente en nombre de la futura reina su hija la Reina Isabel
En el reinado de Isabel II podemos
distinguir dos etapas en cuanto al aumento de la población, tomando como
referencia el promedio anual de crecimiento. En la primera, entre 1834 y 1860,
el porcentaje medio de crecimiento anual fue del 0,56%; en la segunda, entre
1860 y 1877, el porcentaje fue del 0,36%.
Asistimos pues a una fase de mayor
crecimiento entre 1834 y 1860 que entre 1860 y 1877, con porcentajes en esta
última parecidos a las primeras décadas del siglo. Sobre la relación entre
crecimiento económico y demográfico durante el siglo XIX, ha habido un
debate historiográfico que se puede resumir en las posturas de J.
Nadal y V. Pérez Moreda. Para el primero, el crecimiento demográfico en este
período constituye una falsa pista, si se toma como indicador de los cambios
económicos del país. El crecimiento demográfico, al menos hasta mediados del
siglo XIX, no estuvo relacionado con ningún tipo de modernización industrial de
la economía del país y responde más bien a mayor producción de alimentos por
extensión de los cultivos y a cambios políticos que pudieron convivir
con una economía de tipo antiguo.
A
comienzos del siglo XIX la agricultura era la base de la riqueza nacional: el
56% del total de la producción (el 82% si incluimos la ganadería). No obstante,
la producción agrícola del Antiguo Régimen estaba
limitada por la organización y explotación de la propiedad que tenía una serie
de características:
1) Un pequeño mercado de bienes libres puesto que las leyes
amortizaban los patrimonios de la Corona, los nobiliarios y eclesiásticos y
prohibían la enajenación de los propios, baldíos, realengos y de una serie de
instituciones de beneficencia e instrucción. Esto implicaba un defectuoso
reparto de la riqueza agrícola: Había pocas tierras en propiedad de los
labradores que debían recurrir al arrendamiento y, por tanto, a la explotación
indirecta sin el estímulo que le hubiese producido la propiedad.
2) Explotación
que se llevaba a cabo sin cálculo de costos y producción y sin visión de futuro
que tendían a la esquilmación de tierras. Las deficientes técnicas de cultivo
se manifestaban en la gran extensión del barbecho, la escasa o nula
mecanización y de abonado artificial que se comienza a usar poco aún en la
segunda mitad del siglo XIX.
3) Los excedentes no invertidos en nuevas tierras eran
consumidos por los beneficiarios de las rentas, habitualmente por la nobleza y
el clero, en gastos suntuarios y no productivos. Salvo casos excepcionales, el
campo no se mejoraba.
4) Los
agricultores se enfrentaban a las ventajas de los ganaderos: que se
manifestaban en la prohibición de cerrar los campos, para que una vez alzada la
cosecha puedan pastar los ganados, en las dificultades de roturar montes y
baldíos y en la alta utilización de pastos comunes, que no se podían roturar, por
la ganadería trashumante.
5) El resultado final era la existencia de una gran parte de
tierras sin cultivar. Por las deducciones de un censo fiscal en 1803, el 61,7%
de las tierras se dedicaban a pastos y tierras comunales (muchas de ellas
cultivadas) y el 15,5% eran montes y ríos. Sólo el 22,8% se dedicaba a
cultivos.
Entre
los cultivos había una preponderancia de los cereales que aparecen en casi
todas las regiones, aunque predominaban en Castilla la Vieja, seguida de La Mancha y Aragón. El olivo
se concentraba en Andalucía interior, Aragón, Cataluña, Extremadura y Mallorca.
La vid, que en mayor o menor medida se producía en toda España si bien con
calidades muy desiguales, se extendía especialmente por Andalucía litoral,
Cataluña y Galicia, penetrando poco a poco hacia La Mancha y La Rioja. La trilogía
anterior eran los cultivos básicos, pero había también leguminosas, cáñamo,
lino y productos de huerta.
Pérez Moreda entiende que hay una relación
mutua. La extensión y diversificación de los cultivos y las medidas que lo
permitieron (reformas liberales que afectaron a la tierra y los impuestos como
el diezmo), efectivamente, ayudaron a sostener el ritmo de crecimiento de la
población, pero justamente se dieron en gran medida como una primera respuesta
ante un problema de presión creciente de la demanda de alimentos motivada por
el aumento demográfico. Parece evidente que no hay un automatismo entre cambios
económicos y demográficos o viceversa, aunque casi siempre mantienen una cierta
relación.
Mercado callejero. |
Otro aspecto a considerar es la
desigual distribución geográfica de la población que tenderá a una dualidad por
un lado, entre el centro y la periferia, y, por otro, entre el Norte y Sur. Una
constante en la edad contemporánea española, aunque se inicia en el siglo
XVIII, es la corriente centrífuga. Dentro de la periferia, hay que destacar una
mayor vitalidad natural y capacidad de atracción de población en las regiones
del norte. El motivo fundamental es un desfase entre ambos conjuntos
regionales. La periferia, y especialmente el Norte, tenían una economía más
fuerte, un mayor grado de desarrollo y ello afecta, lógicamente, a los cambios
sociales y a la demografía.
Ya en siglo XVIII el número de
habitantes es mayor en la periferia, sobre todo en el Norte, a pesar de su
menor extensión, lo que se acentuará a lo largo del período contemporáneo, por
causas diversas entre las que destacan:
- Crecimiento económico mayor y más
sostenido de diversas zonas costeras, con menores fluctuaciones de los
abastecimientos alimenticios y de los precios, lo que supone una menor
incidencia de las crisis de subsistencias, como puso de manifiesto
Gonzalo Anes.
- Mayor crecimiento biológico por un
mayor descenso de los índices de mortalidad, debido, entre otros motivos, al
crecimiento económico referido antes. Como han puesto de manifiesto los
estudios de Nicolás Sánchez Albornoz, en torno a 1870 el saldo vegetativo era
considerablemente más elevado en la mayor parte de las provincias de la
periferia, especialmente en el Norte, que en las del interior. En líneas
generales, las provincias del interior crecen vegetativamente entre un 2 y un 7
por mil anual, las periféricas mediterráneas alrededor de un 10 por mil y la
fachada norte entre un 11 y 13 por mil. Canarias, un caso excepcional, crece
casi un 22 por mil. Tomando otros indicadores, por ejemplo la tasa media de las
décadas de los cincuenta a los setenta, varían los porcentajes pero a grandes
rasgos se mantienen las diferencias de población. Si bien zonas, como
Extremadura, debido a su alta tasa de natalidad mantienen un crecimiento
vegetativo bastante alto hasta los años cincuenta (8,4 por mil) para descender
desde entonces: 5,2 por mil hasta 1900.
- Despoblamiento o estancamiento de
muchas ciudades del interior con bastante vitalidad en la Edad Moderna.
Algunas de estas pérdidas fueron espectaculares. Casos, por ejemplo, de
Segovia, Toledo o Medina del Campo. Emigración interna del centro a
la periferia (salvo enclaves como Madrid y algunos menores como Valladolid) y
especialmente a las regiones industriales del Norte.
Buena parte de la población rural
eran artesanos en mayor o menor medida, pues lo más frecuente era que en cada
familia se desarrollase alguna actividad artesanal. En el mundo rural de
mediados del siglo XVIII y primera mitad del XIX, cada familia, cada pueblo,
por pequeño que fuese, tendió al autoabastecimiento. Se trataba de transformar
los productos agrícolas o ganaderos que el medio proporciona. En otros muchos
lugares de la España de la época, se da detalle de la ausencia de panaderías en
muchos de los pueblos porque en cada casa se tenía su propio horno donde se elaboraba el pan. Sólo en años y épocas de
escasez funcionaba una panadería local que se abastecía del trigo del pósito.
Igualmente, muchos de los propios vecinos confeccionaban su propio calzado
(sandalias, albarcas) fijando la piel a la suela con lañas de grueso alambre.
A veces eran los pastores quienes
llevaban a cabo esta tarea, pues estos mismos eran quienes curtían las pieles.
La mayor parte de las familias se agenciaba los materiales necesarios para
construir sus propios zurrones, zamarras, etc. o recurrían a los pastores si no
sabían hacerlos. En muchas casas había un telar con el que, además de fabricar
tejidos de lino basto que vendían, y hacían telas para el gasto de sus casas.
Si nos restringimos a quienes hacen
de tal actividad su principal fuente de ingresos, el número de artesanos es
limitado. Normalmente los artesanos se concentraban en los pueblos mayores que
hacen de cabecera de comarca. En los pueblos medianos había molinos de agua
para molturar los cereales, hornos de teja y ladrillo, algunas alfarerías (para
orzas, tinajas, botijos, etc.), algunos carpinteros, carnicerías, varios
pescadores de río, cierto número de fraguas (para fabricar y reparar
herraduras, arados, cancelas y todos los utensilios de hierro).
El zapatero trabajando en su taller. |
En zonas rurales había también un
cierto número de industrias más cualificadas, a mitad de camino entre el
sistema doméstico y el de factoría. En el sector más difundido, el textil, era
frecuente en muchas comarcas españolas la existencia de una industria rural
dispersa de carácter familiar. Existían telares diseminados en casas
particulares fundamentalmente a cargo de las mujeres. La minería proporcionaba
trabajo a bastantes miles de personas en muchos pueblos. Esta actividad
frecuentemente iba unida a la siderurgia. Había numerosas ferrerías,
especialmente en el norte de España, e industrias con mayor estructura
empresarial, por ejemplo, la fábrica de Orbaiceta (Navarra), establecida por el
Estado en 1784 para producir municiones, o la que se instaló, por iniciativa
privada, en Alcaraz, un pueblo junto a la Sierra del Calar del Mundo, que perteneció a la
provincia de Jaén, y hoy pertenece a la actual provincia de Albacete, dedicada
a la producción de latón utilizando como fuente energética la fuerza hidráulica
y el carbón vegetal. En esta última, como ha estudiado Juan Helguera,
trabajaban unos 100 operarios.
Estamos en tiempos del reinado de
Isabel II, y de ello dan buena prueba los nuevos sellos de oficio en los que es
preceptivo redactar las actas de los Ayuntamientos. En este caso debajo del
sello de oficio aparece como marcado por
sello de tinta negra el texto:
Valga para el reinado de S. M. la Señora Doña Isabel II
y una rúbrica
ACTA DE LA REUNIÓN DE LOS SS
JUSTICIA Y AYUNTAMIENTO DE LA
HIGUERA CERCA DE ARJONA DE FECHA SIETE DE ENERO DE MIL
OCHOCIENTOS TREINTA Y CUATRO.
Asuntos a tratar: Elaboración de un
cuaderno según la
Real Instrucción de 1789 sobre registro de multas y
condenaciones que se impongan en el año 1834 por contravenciones de caza y
pesca.
El texto del acta como en todos los demás de los años
revisados esta manuscrito en papel timbrado.
“Acuerdo de 7 de Enero…
En la villa de la
Higuera cerca de Arjona en siete días del mes de Enero de mil ochocientos treinta y cuatro,
reunidos los SS. Justicia y Ayuntamiento de esta villa, en su Sala Capitular
como lo tienen de costumbre,
asistidos de mí el Secretario, por el
Sr. Presidente se hizo presente era de necesidad formar un Cuaderno según se
previenen la Real
Instrucción de mil setecientos ochenta y nueve en su artículo
once para que sirva de registro en los asientos de las multas y condenaciones que se impongan por esta
Justicia en todo el año de la fecha en las contravenciones de caza y pesca y en
vista de ello se acordó por los dichos
SS. que se forme dicho cuaderno siendo su cabeza este acuerdo y conste de dos
hojas con la presente rubricadas por el Síndico procurador gral. y el
Secretario; y se nombra a Antonio Cortés de Depositario para que recaude dichos
fondos y ponga su cuenta fin de año con las formalidades de Instrucción y se le haga saver para su aceptación.
Lo acordaron y firmaron los referidos SS. de que doy fe.=
Aparecen las rubricas de los siguientes Sres.:
José Calero. Diego Ruano.
Gervasio Pérez. Antonio Gavilán. Dice: La X es de Juan Bernardo
García. Francisco de PaulaTorredongimeno
Ante mi
Sebastián Pérez.
Después aparece la
siguiente diligencia:
Nor…
En la
Higuera cerca de Arjona en el mismo día mes y año yo el
Secretario notifiqué lo mandado a Antonio Cortés en su persona y dijo aceptar
el nombramiento y lo firma conmigo de que certifico.
Aparece la rúbrica de Sr. Antonio Cortés.
Hemos
de considerar en este punto que frente al proceso administrativo del Antiguo Régimen, caracterizado por su falta de uniformidad y cierta
confusión de poderes, el Estado liberal intentó la unidad administrativa y la
división de poderes.
La
nueva división provincial fue realizada en 1833 por Javier de Burgos. Los
territorios provinciales se basaron en unidades históricas, corregidas por
circunstancias geográficas, extensión, población y riqueza. España se organizó
en 49 provincias con el nombre de sus respectivas capitales. Hubo seis
excepciones: los archipiélagos, Navarra, Álava, Vizcaya y Guipúzcoa, que
conservaron su denominación antigua y sus antiguos límites debido, sobre todo,
al criterio histórico que primó.
Citamos
la división provincial del motrileño Javier de Burgos porque supuso un paso
adelante en la administración de cada nueva provincia, tal como veremos a lo
largo de la trascripción de las actas del Ayuntamiento de la Higuera cerca de Arjona en
el futuro.
Al frente de cada provincia se colocó el Subdelegado
de Fomento (posteriormente denominado Jefe Político y Gobernador Civil desde
diciembre de 1849) que representaba al gobierno de la nación. La Diputación era el
órgano de gobierno de la provincia. En 1834 las provincias se dividieron en
partidos judiciales.
Aunque
este fue el esquema general, en cada período político, según estuvieran en el
poder progresistas, moderados, Unión Liberal, varió la interpretación sobre
quiénes deberían elegir a los representantes de cada poder y las competencias
de las instituciones. El régimen común tuvo algunas excepciones, como las
provincias forales, especialmente Navarra después de la Ley de 1841.
El modelo progresista de 1810-1813 se reformó en 1842 y 1856, pero apenas
estuvo en vigor. Era partidario de una cierta descentralización provincial. A
pesar de que el Gobernador era un delegado del Gobierno, la Diputación ejercía un
cierto control. Así, en 1841, bajo la Regencia de Espartero,
estuvo vigente la instrucción de febrero de 1823. El Jefe Político presidía con voto la Diputación Provincial,
que tenía competencias propias (obras públicas provinciales, fomento de
agricultura, industria y comercio, etc.) y ejercía tutela sobre ayuntamientos
en aspectos como la revisión de los presupuestos anuales, los repartimientos
contributivos, propios, positos, abastos, etc.
El
moderantismo formuló de manera más clara sus propuestas en 1845. El
Gobernador, como en el caso anterior, era un delegado gubernamental. La Diputación tenía una
función más consultiva. En el período moderado, de acuerdo con la Ley de 1 de
enero de 1845, la
Diputación Provincial era presidida por el Jefe Político, que
se reservaba más atribuciones que en el período progresista. El número de
miembros de la Diputación
variaba en función de los partidos judiciales. Los electores eran los mismos
que elegían los diputados a Cortes. En 1849 el Gobernador sumó las funciones
del Intendente.
El triunfo de los progresistas en 1854 supuso la vuelta a la legislación de 1823 y el
restablecimiento de las diputaciones de 1843 que veían aumentadas sus
facultades administrativas en la provincia. Los gobiernos de O'Donnell y Narváez, en 1856,
reproducían el modelo moderado de 1845 que, con ligeras reformas, se mantuvo
hasta la revolución de 1868.
La
administración provincial se fue organizando lentamente en las décadas que
corresponden al reinado de Isabel II. El
escaso número (no llegaban a 5.000) de funcionarios que contaban todas juntas
en 1860 prueba esta afirmación.
En cada
provincia el Estado tenía una administración civil presidida por el gobernador.
Por el número de funcionarios destacaba el ministerio de Hacienda (administradores, comisionados del Tesoro,
inspectores y recaudadores con los auxiliares necesarios). De manera creciente
se fueron estableciendo dependencias de los ministerios de Gobernación y
Fomento.
El número de funcionarios del Estado que trabajaban en las
provincias en torno a 1860, según el Censo, era de unos 26.000, a los que habría
que sumar los 5.000 de Madrid ya citados. La distribución era desigual. Las
provincias que menos tenían eran Álava (117), Navarra (163) y Vizcaya (170);
las que más La Coruña
(1.314), Valencia (1.534), Barcelona (1.127) y Cádiz (1.278). Provincias medias
podían ser, por ejemplo, Zamora (411) y Guadalajara (769). La larga mano del
Estado era mucho más corta e ineficaz de lo que se podría pensar. En todo caso,
en el período que corresponde al reinado de Isabel II, debido al proceso de
centralización y racionalización administrativa todo nos lleva a pensar en el
aumento de la presencia del Estado y la creciente profesionalización de los
funcionarios. Si al principio de siglo (en 1797), los funcionarios de todas las
administraciones no llegaban a 30.000, eran 60.000 en torno a 1860 y superaban
los 90.000 en 1877.
El
ministerio de Gracia y Justicia, por su propia idiosincrasia, estaba organizado
a través del sistema de tribunales en las capitales de provincia y en las localidades que eran
cabecera de partido judicial, aunque también contaba con delegados provinciales
en lo que se refería a los asuntos eclesiásticos.
Las lavanderas en el río. |
En el
último escalón estaba el municipio. El modelo electivo surgido de las Cortes de Cádiz, sufragio universal en segundo grado, fue útil para el derrocamiento del Antiguo Régimen. Pasada esta fase, los liberales, tanto moderados como
progresistas, se pusieron de acuerdo en 1834 para introducir la adopción de la
base electiva directa al tiempo que restringían radicalmente el número de
electores a través del sufragio censitario.
El
modelo moderado se basaba en la administración pública napoleónica, el
doctrinarismo francés, que adaptó para España una escuela de juristas próximos
a los moderados. Su máxima, recogida del administrativista A. Oliván, era que
"sin administración subordinada no hay gobierno". La modernización
del país se transmitiría desde el gobierno hasta el último pueblo. ¿Será
conveniente, se pregunta en el preámbulo del proyecto de ley municipal de 1838,
que el impulso reformista encuentre los mayores obstáculos cuando llegue al
último eslabón? El ideal era una administración racional y eficiente en la que,
cuando hubiera contraposición de intereses, prevalecieran los públicos sobre
los privados y los nacionales sobre los locales. La figura clave era el
alcalde. Era, ante todo, un representante del Gobierno por línea
jerárquica desde la Corona a través de los jefes políticos o gobernadores. El
gobierno podía reforzar su poder nombrando un alcalde corregidor para sustituir
al ordinario. Los ayuntamientos, formados por los concejales electos entre los que
el gobierno designaba alcalde sin tener en cuenta el número de votos obtenidos,
tenían una función consultiva. Como observa
Concepción de Castro (1979), resulta sintomático cómo las leyes moderadas
limitaron el número de sesiones municipales. Nos encontramos que en el
Registro de Actas Municipales de la
Higuera cerca de Arjona solo hubiese una correspondiente a
este año de 1834.
La
reelección podía ser indefinida. Las autoridades locales se integraban en la
burocracia estatal y quedaban sustraídos de la justicia ordinaria en el
ejercicio de sus funciones. El alcalde, cualquier concejal o el ayuntamiento en
pleno, podían ser suspendidos gubernativamente por motivos que la ley nunca
especificaba. El sufragio censatario de los moderados tendía a restringir el
voto a los mayores contribuyentes de cada localidad. Las reclamaciones
electorales no las resolvía el poder judicial, sino el gobernador o jefe
político.
Los
progresistas hicieron de la elección de alcaldes una de sus banderas en los
procesos revolucionarios de 1840, 1854 y 1868. Coincidían
con los moderados en la subordinación de las autoridades locales al gobierno
central. Las diferencias entre ambos partidos eran de grado, especialmente a
partir de 1856. El alcalde
concentraba la autoridad ejecutiva de cada municipio, pero conservaba su origen
netamente electivo. Con relación a los moderados, los ayuntamientos tenían más
aspectos en los que eran autónomos respecto al gobernador. En principio, se
prohibía la reelección, aunque la admiten (con vacancia de un año) a partir de
1856. Los funcionarios o cargos electivos respondían ante la justicia ordinaria
en delitos cometidos en el ejercicio de sus funciones. La posibilidad de
suspensión gubernativa del ayuntamiento o cualquiera de los concejales se
legislaba concretando las causas y circunstancias para evitar la arbitrariedad.
Los progresistas ampliaron notablemente el concepto de clases medias. Excluyeron sólo a quienes dependían de un jornal, pero
renunciaron al voto universal. Las reclamaciones electorales serían resueltas
por los jueces.
Vida de la calle. |
El
modelo moderado estuvo vigente casi todo el reinado de Isabel II, salvo
los períodos de 1840 a 1843 y 1854 a 1856. Desde
1856 rige de nuevo, sin interrupción, hasta 1868, al asumirlo la Unión Liberal con
ligeras variaciones introducidas por José Posada Herrera, diputado
asturiano, buen orador, que ocupo al cargo de Ministro de Gobernación con
Istúriz en el poder. Como la legislación moderada apenas cambió y los
alcaldes seguían siendo gubernamentales, la alternancia entre unionistas y moderados, entre 1856 y 1868, deterioró las estructuras caciquiles. El
modelo moderado, adecuado al gobierno de un solo partido, no lo fue para dos
partidos próximos pero rivales y sin pacto previo. Los caciques locales
dividieron sus fuerzas, lo que benefició a progresistas, demócratas y
carlistas, que obtuvieron mayoría en muchos consistorios municipales en los
años sesenta.
El número de funciones y funcionarios de los ayuntamientos
crecía año tras año. La administración municipal contaba en 1860 con 30.602
funcionarios que tenían esta actividad como principal, más otros muchos miles
que contratados temporalmente realizaban trabajos para los ayuntamientos. Sin
embargo, los fondos de muchos municipios, especialmente los rurales, sufrieron
un recorte al desamortizarse los bienes de propios, lo que les hizo depender aún más del gobierno.
El
mundo de la política local, comarcal o provincial tuvo cierta vitalidad. Aunque
en ella estaban inmersos unos pocos ciudadanos, mayor o menor en número según
fuese mayor o menor el censo electoral (entre el 0,15 o el 7%), tuvo una
actividad real. Obviamente, la vida política tenía mucha incidencia en el
gobierno municipal o, proporcionalmente, en el de la diputación provincial. Sin
embargo, había una desconexión casi total con el gobierno del país. Las
elecciones para la representación parlamentaria, aunque en ocasiones eran
reñidas y reflejaban la tensión política de cada comarca o distrito electoral,
carecían de la suficiente representatividad en la medida en que el control de
la cámara se llevaba a cabo fundamentalmente desde algunos despachos
madrileños.
En todo
caso, la imagen de una sociedad desmovilizada debe ser matizada. Tanto en el
medio urbano como en el rural, hay un sector de la población, fundamentalmente
las clases medias y altas, que en unos
u otros momentos formaron parte del censo electoral, que se interesa por los
asuntos públicos. Ello no quería decir que pertenecieran a los nacientes
partidos políticos. Por una parte, hay que señalar el fenómeno carlista, que merece una consideración específica. Además, a través
de: las tertulias, más o
menos institucionalizadas, de los ateneos, de los
casinos, y las sociedades económicas, sociedades patrióticas, y de la lectura o
participación en los periódicos locales... se influía
y se intervenía en la opinión pública que acaba confluyendo en las
campañas electorales y en la crítica de la vida política. Sin embargo, no hay
que olvidar que nos estamos refiriendo a un sector relativamente pequeño de la
sociedad. La gran mayoría permanecía ajena a lo que estaba sucediendo y no
participaba directamente ni se podía aún considerar una auténtica opinión
pública.
Granada 5 de Diciembre
de 2014.
Pedro Galán Galán.
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Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1954, recogido luego bajo el título
«Alejandro Oliván y los orígenes de la Administración española contemporánea»,
en su volumen La Administración española, Instituto de Estudios
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Pérez Moreda, V.: "Evolución de
la población española desde finales del antiguo régimen", en Papeles de
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Sánchez-Albornoz, N.
(Compilador): La modernización económica de España, Madrid, 1995.
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Sánchez Albornoz, N.: Españoles hacia América: La Emigración en Masa,
1830-1930.
Vilar, Pierre: Historia de España (2005) Editorial: Crítica
130 comentarios:
Sencillamente, me parece buenazo e interesantísimo.
Un fuerte abrazo.
MELITON
Pedro, muchas gracias por este artículo nuevo. Intentaré echarle una leída completa más tarde. Parece muy interesante todo lo que he leído y con fuerza histórica.
Un abrazo con cariño.
Aurelia.
Estás hecho un gran historiador.
Saludos.
Herminia.
¡¡Muchas Gracias!! He leído tu pots y como es habitual en ti, sabes transmitir a la perfección la historia, de tal manera que nos introduces en la misma con bastante facilidad. Me ha parecido maravilloso en la forma y en el contenido; la verdad es que no conocía tantas características de la situación general del reino de España en esos tiempos. ¡Felicidades!
Un abrazo.
José García.
Me gustaría hacer este breve comentario con idea de perfilar el nombre y personas que fueron bastante decisivos en estos años y agruparlos en los partidos correspondientes:
Los liberales del reinado de Isabel II (1833-1868), escindidos entre el moderantismo (Martínez de la Rosa, Alejandro Mon, Ramón María Narváez, Luis González Bravo) y el liberalismo progresista (Juan Álvarez Mendizábal, Salustiano Olózaga, Baldomero Espartero, Pascual Madoz); hubo también partidos intermedios, como la Unión Liberal (Leopoldo O'Donnell).
El término "isabelino" se utilizó como contraposición al término "carlista" para identificar a los partidarios de la construcción de un Estado liberal, más o menos progresista o moderado, frente a los defensores del Antiguo Régimen que representaban ser los carlistas. También se utilizó, durante algún tiempo, el término "cristino" (por la reina regente María Cristina de Borbón).
Ignacio Javier Carrión.
El liberalismo español no nace en las Cortes de Cádiz. Antes de que estas Cortes se convocasen había en España no ya liberales, sino incluso grupos liberales. Ahora bien, no es menos cierto que nunca el liberalismo se había expresado en España de una forma tan clara y contundente como en Cádiz lo hizo. Las Cortes de Cádiz proporcionaron una magnífica ocasión para que los liberales españoles manifestasen sus anhelos de innovación y diesen una respuesta global a los problemas políticos, constitucionales, económicos y sociales de España.
Saludos.
Pedro Pablo Peña.
María Cristina de Borbón llegó a Madrid en diciembre de 1829 con un objetivo preciso, debía proporcionar descendencia a su tío, el rey de los españoles, el cual había enterrado ya a tres esposas sin lograr un heredero. La recién llegada tenía entonces veintitrés años y como sabemos era hija del Rey Francisco de Nápoles y de la infante María Isabel, hermana de su futuro marido en rey Fernando. Para las costumbres de la época se iba haciendo mayor y tenía a sus espaldas un matrimonio frustrado con su primo, Carlos Luis, rey de Etruria y futuro rey de Parma. Sin embargo las malas lenguas le suponían una probable fecundidad; tenía un carácter vivaz, una expresión agradable y un atractivo que todos los que la conocieron consideraban cercano a la hermosura. Había recibido la educación habitual en las hijas de los reyes de entonces: algunas nociones de historia, geografía y gramática, rudimentos de francés, de pintura y de música. A ella le gustaba especialmente montar a caballo y era despierta, elocuente e ingeniosa.
Isabel Sancho García
La matanza de frailes en Madrid de 1834 fue un motín anticlerical que se produjo el día 17 de julio de 1834 en la capital de España durante la regencia de María Cristina y la primera guerra carlista (1833-1840) en el que fueron asaltados varios conventos del centro de Madrid y asesinados 73 frailes y 11 resultaron heridos, a causa del rumor que se extendió por la ciudad de que la epidemia de cólera que la asolaba desde fines de junio y que se había recrudecido el día 15 de julio se había producido porque «el agua de las fuentes públicas había sido envenenada por los frailes». “El resultado de poco más de doce horas de violencia” fue una “orgía de sangre y venganza”. “Era la primera vez que la Iglesia se veía sometida a las actitudes incontroladas de sus mismos fieles. Como percibieron los contemporáneos, estos hechos demostraban, sobre todo, la pérdida de prestigio de los religiosos en la católica España, tal como sucedía en los demás países”.
Jesús Calvo.
Fueron muchos los liberales que se enfrentaron al exilio, que se inicia en 1814 y se repitió en 1823, y al que salieron tanto los afrancesados (Juan Antonio Llorente, Juan Meléndez Valdés, Leandro Fernández de Moratín, Alberto Lista, Mariano Luis de Urquijo, etc.) como los patriotas gaditanos.
Los liberales escogieron sobre todo Londres, varios de ellos bajo la protección de Lord Holland (los anteriormente citados, otros previamente expatriados, como José María Blanco White, y muchos otros: Antonio Alcalá Galiano, Joaquín Lorenzo Villanueva, Jaime Villanueva, José Canga Argüelles, Vicente Salvá, Antonio Puigblanch, Francisco Javier Istúriz, etc.)
Otros eligieron Gibraltar, cuya proximidad les permitía intervenir en las conspiraciones insurreccionales (la de Torrijos, 1831, por las mismas fechas fue ajusticiada Mariana Pineda, que se convirtió, como Torrijos, en un mártir mítico para los liberales españoles), y donde también posteriormente tuvieron origen algunos evangelizadores protestantes (que pudieron entrar en España tras la revolución de 1868, como Juan Bautista Cabrera, y Manuel Matamoros).
Felipe García Sancho.
Francia fue un destino muy elegido por los liberales exiliados, donde llegaron a convivir liberales afrancesados y patriotas en ciudades como París y Burdeos, donde pasó sus últimos años Goya, en contacto con Leandro Fernández de Moratín y un grupo de españoles entre los que estaban comerciantes y financieros como Juan Bautista Muguiro y Martín Miguel de Goicoechea, que emparentó con el pintor.
En Portugal se radicó otro grupo de exiliados liberales españoles. En la colonia española de Lisboa conoció Espronceda a la que sería su mujer, Teresa Mancha, hija de un militar liberal exiliado (1826-1827).
La diáspora liberal española fue decisiva para la internacionalización de la clase política y la difusión de ideas y prácticas políticas, en ambas direcciones, así los españoles se impregnaron de la cultura europea al tiempo que exportaban una particular imagen romántica de España, y su exotismo, que suscitaban un interés serio por su estudio y que dio lugar al hispanismo. La difusión exterior de la Constitución de Cádiz de 1812 fue tal, que llegó a imponerse como modelo constitucional para en las revoluciones de 1820 en Portugal e Italia.
Gabriel Robles.
A pesar de la juventud de María Cristina, tenía en todo caso, la inteligencia y la experiencia suficientes como para saber que su vida en la Corte española no iba a ser fácil. Fernando VII era un hombre prematuramente envejecido, con una salud muy quebrantada por largos años de gota y de excesos de todo tipo. La experiencia de la niñez de Fernando, dominada por el todopoderoso Manuel Godoy, supuesto amante de su madre, le llevó a desconfiar de cualquier influencia demasiado cercana y poderosa. Su manera de reinar consistió siempre en dividir y enfrentar entre si a cuantos le rodeaban, de forma que potenció en todos ellos, a través del desconcierto y del terror, el más abyecto servilismo. Ladino, desconfiado y cruel, dado al humor grueso y a las aventuras nocturnas, el rey de España no era desde luego una figura atrayente. Sin embargo, podía ser muy manipulable si se sabía atender bien a sus deseos.
Javier Alberto Gallego.
Desde la última experiencia matrimonial de Fernando VII con la muy devota princesa alemana, Josefa Amalia de Sajonia, casada con él cuando apenas tenía dieciséis años, el rey dejo muy claro, a todos los que quisieran oírle, que quería a su lado alguien que se acomodase más a su gusto por los placeres y por la diversión.
El retrato que se le hizo llegar de su alegre sobrina napolitana María Cristina, parece que le colmó de expectativas halagüeñas. Unas expectativas que para su hermano y hasta entonces heredero, el infante Carlos María Isidro, se volvían sombrías. Carlos era fanáticamente religioso, sobrio y virtuoso en su vida privada, la figura de don Carlos contrastaba notablemente con la de su hermano el rey Fernando. Carlos, casado desde 1816 con su sobrina, la infanta portuguesa María Francisca de Braganza, tuvo con ella tres hijos: Calos Luis, Juan y Fernando. Todas las fuentes históricas coinciden en señalar que el carácter enérgico de su esposa portuguesa ejercía una gran influencia sobre el carácter de Carlos, un carácter más bien débil y apocado. Una energía y una influencia que María Francisca compartía con su hermana María Teresa de Braganza, princesa de Beira con quien en 1838 acabó casándose Fernando, unos años más tarde de morir su primera esposa María Francisca.
Mi cordial ¡Enhorabuena por todos los seguidores!
Esperanza Escolano.
Para el círculo cortesano de palacio, el nuevo matrimonio de Fernando VII con María Cristina, era cualquier cosa menos una buena noticia. Las esperanzas de acceso al trono del hermano del rey peligraban y, con ellas, el proyecto político de los llamados “apostólicos”, para quienes el evidente carácter contrarrevolucionario de la política fernandina no saciaba sus ansias de reacción. Anclados en el Consejo de Estado y en los cuerpos de voluntarios realistas, que en realidad era un auténtico cuerpo paramilitar formado en 1824 con el objetivo explícito de combatir la revolución. Los absolutistas extremos llevaban casi una década protagonizando conspiraciones dispersas y hostigando cualquier intento reformista, por tímido que fuese. La limitadísima amnistía de 1824, forzada por las potencias de la Santa Alianza, así como la introducción de algunas reformas de la Hacienda, imprescindibles para evitar el derrumbe absoluto de la economía del reino, se convirtieron para los absolutistas en anatemas, pues para ellos no había otra cosa que creer fanáticamente en el realismo puro.
Antonio Criado.
En la obra ingente de las Cortes, plasmada en centenares y centenares de Decretos y Órdenes y en una extensísima Constitución, se organizaba una sociedad cimentada en la igualdad jurídica, una economía de mercado y un Estado de Derecho. Al menos en el papel, pues, desaparecían la sociedad estamental, las trabas al desarrollo económico y la Monarquía absoluta.
Este ambicioso proyecto transformador lo defendieron los Diputados liberales con un apasionado sosiego, que todavía hoy, tantos años después asombra. Este proyecto se desarrollaría a lo largo de nuestra historia contemporánea, cuyo comienzo suele fecharse, con razón, en el período en que se gesta la opera magna gaditana. Pero este desarrollo estuvo sujeto a no pocos retrocesos y a profundas rectificaciones. El proyecto doceañista, en efecto, se archiva durante la Monarquía fernandina, salvo el breve paréntesis del trienio.
José Luis Jiménez.
Entre 1830 y 1835 una epidemia de cólera, que se había originado en la India hacia 1817, se extendió por toda Europa. A España llegó en enero de 1833, siendo la primera población afectada Vigo a donde probablemente la habían llevado barcos ingleses. A finales de 1833 se había extendido por Andalucía y desde este foco o desde Portugal había pasado a Castilla traída por las tropas del general José Ramón Rodil y Campillo que habían ido a combatir a los miguelistas portugueses y a los carlistas. Al mismo tiempo se extendía por los puertos del Mediterráneo diseminada por un navío militar procedente de Francia. Durante los dos años que duró la epidemia causó más de cien mil muertos en toda España y medio millón de personas enfermaron. El ejército de Rodil, procedente de la frontera de Portugal, fue siguiendo el trayecto de la epidemia de cólera que tenía a Andalucía aislada y que había obligado a establecer cercos sanitarios en La Mancha, pero no por ello se le impidió la entrada en Madrid, desde donde iba a dirigirse al norte para relevar a las tropas del general Vicente Genaro de Quesada que no lograban controlar a los sublevados carlistas.
Nicolás Santaella.
En Madrid los primeros casos de cólera se dieron a finales de junio de 1834 y aunque el gobierno de Francisco Martínez de la Rosa negó su existencia abandonó rápidamente Madrid el 28 de junio, junto con la regente María Cristina de Borbón-Dos Sicilias y la familia real, para refugiarse en el palacio de La Granja en Segovia, lo que causó una gran indignación entre los habitantes de la capital. A esta sensación de desamparo se sumó el calor del verano, el aumento de los precios de los alimentos y los rumores de inminentes ataques carlistas, lo que aumentó el descontento popular. El día 15 de julio llegaba la noticia a Madrid de que el ejército de Rodil tampoco había logrado contener a los carlistas y que el pretendiente Carlos María Isidro de Borbón había entrado en España proclamándolo en un manifiesto desde Elizondo.
Santiago Ríos.
Comenzó a circular el rumor por Madrid de que la causa de la epidemia era el envenenamiento de las fuentes públicas, ya que “a muchas personas el cólera se manifestaba después de beber agua”, según relata un testigo. La idea de que el envenenamiento de las aguas era la responsable de la enfermedad se dio también en otros lugares del mundo entre las clases populares urbanas convencidas de que detrás de ello estaban las clases altas que querían reducir el número de indigentes. En Manila, en 1827, se atribuyó el supuesto envenenamiento a súbditos ingleses y algunos fueron asesinados; en París, en marzo de 1831, se culpó a los frailes y a los legitimistas siendo algunos de ellos perseguidos, y en 1833 a los taberneros con la complicidad de la policía, siendo arrojados varios agentes al Sena.
Victoriano Cortés.
La falta de reconocimiento de grados y empleos de muchos de los que habían combatido la experiencia constitucional inaugurada en 1820, y el no restablecimiento de la Inquisición, tras la reacción de 1823 sumaron más frustración y resentimiento en el ala más radical del absolutismo monárquico. En el año 1826 apareció el denominado Manifiesto de los Realistas Puros, en el que se denunciaba la traición de los ministros de Fernando VII, e incluso del propio rey, a los principios puros de la religión y el trono por los que se había combatido durante el llamado Trienio Liberal. Estaba claro que las estrechas relaciones de don Carlos con aquellos grupos ultramontanos era un secreto a voces, en ese nido de intrigas.
José Carlos Martínez
En abril de 1834 la regente María Cristina de Borbón-Dos Sicilias promulga el Estatuto Real una especie de carta otorgada con la que pretendía ganarse el apoyo de los liberales para la causa de su hija, la futura Isabel II, que entonces contaba con cuatro años de edad, y cuyos derechos sucesorios no habían sido reconocidos por los carlistas, los partidarios del hermano del rey recientemente fallecido Fernando VII, Carlos María Isidro de Borbón, que no aceptó la Pragmática Sanción de 1830, y que abolía la Ley Sálica que no permitía que las mujeres reinaran, por lo que perdía sus derechos al trono en favor de la hija de su hermano. Tras la muerte de Fernando VII, a finales de septiembre de 1833, el pleito sucesorio derivó en una guerra civil, la primera guerra carlista, que pronto se convirtió en un conflicto político e ideológico, entre los partidarios de mantener el Antiguo Régimen, los absolutistas que en su mayoría apoyaban a don Carlos , los "carlistas" , y los defensores de un cambio más o menos radical hacia un “nuevo régimen”, que defendían los derechos al trono de Isabel II, por lo que eran llamados “isabelinos” o “cristinos”, por el nombre de la regente.
Carmen García.
Tras la muerte de su tercera esposa, María Amalia de Sajonia, el rey anunció en septiembre de 1829 que iba a casarse de nuevo. Según Juan Francisco Fuentes, "es muy posible que las prisas del rey por resolver el problema sucesorio tuvieran que ver con sus dudas sobre el papel que venía desempeñando en los últimos tiempos su hermano don Carlos... Sus continuos achaques de salud y su envejecimiento prematuro, en 1829 tenía tan sólo 45 años, debieron persuadirle de que se le estaba acabando el tiempo. Según su médico, Fernando hizo en privado esta confesión inequívoca: «Es menester que me case cuanto antes»".
Laura Castaño.
El Estatuto Real es considerado por algunos como una norma necesaria en un periodo de convulsión y transición donde se precisaba un acuerdo entre las distintas facciones políticas presentes en España. Pero esas mismas tensiones lo convirtieron en un texto de breve aplicación hasta la llegada de la Constitución de 1837. Cuando en el Palacio de la Granja de San Ildefonso se produce la sublevación de los Sargentos el 13 de agosto de 1836 la norma es derogada y se restaura la Constitución de 1812.
Lucas Silva.
Uno de los apoyos de los "carlistas" era que, la mayor parte de los miembros de las órdenes religiosas que, (además de compartir las ideas absolutistas de los carlistas, sintetizadas en su triple lema "Dios, Patria, Rey"), temían que la llegada al poder de los liberales pusiera fin a su existencia. Como señaló Julio Caro Baroja en su estudio pionero sobre el anticlericalismo en España: "Los vítores a don Carlos iban unidos a vivas a la Inquisición, y las concentraciones de aldeanos aleccionadas por gente de Iglesia se daban por doquier, sobre todo en Cataluña, principal teatro de operaciones de las rebeliones de 1827".
Juan Carlos Sola.
Justo el día en que llegaron a Madrid las malas noticias sobre la marcha de la primera guerra carlista la epidemia se recrudeció, “muriendo los enfermos a centenares, con las circunstancias horrorosas compañeras de tal cruel plaga”, según relata Alcalá Galiano. Los principales afectados eran los habitantes de los barrios más empobrecidos donde habían fallecido más de quinientas personas diarias desde el día 15. A lo largo de ese mes de julio las víctimas por esta epidemia fueron 3.564 personas y descendieron a 834 en el mes de agosto.
María Jesús Duran.
Aprobado por Real Decreto, el Estatuto se convierte en una carta otorgada donde la Corona, fundándose en un poder absoluto, delega funciones en otros órganos del Estado. Por ello el conjunto de poderes (poder legislativo y poder ejecutivo) están en manos del soberano. El artículo primero, que trae razón de la norma con la que pretende sustanciarse el Estatuto, no hace mención a la Constitución de 1812, sino a la Nueva Recopilación, evitando así pronunciarse sobre la validez de aquella y efectúa una convocatoria de las Cortes que se constituirán por Próceres de la Nación y Procuradores del Reino. Éste es el primero de los equilibrios con los que se pretende contentar tanto a los partidarios del absolutismo como a los liberales.
Manuel Pardo Marín.
Desde algunas posiciones se ha querido sustentar la característica de que el Estatuto de 1834 avanzaba un paso al compartir la soberanía nacional entre el Rey y las Cortes, si bien el artículo 24 y el 30 dejan claro que la convocatoria y disolución corresponde al Monarca, no pueden deliberar sobre asunto alguno que el Rey no les haya sometido a juicio (artículo 31) y la aprobación de las leyes siempre requerirá la sanción real sin que deba justificar las razones para no hacerlo (artículo 33).
Por otra parte, el sistema de sufragio censitario concede el derecho a voto a unos 16.000 votantes, todos varones, algo menos del 0,15 por ciento de la población, rechazando así una de las aspiraciones de los liberales: la extensión del cuerpo electoral a la población.
José Alfonso Vásquez.
Pronto se hizo evidente que con meras reformas administrativas no se iba a poder hacer frente a la amenaza del carlismo, y la de los liberales retornados de exilio, a causa, entre otras razones, del déficit creciente de la Hacienda y el consiguiente aumento de la deuda pública. Así María Cristina el 15 de enero de 1834 sustituyó a Cea Bermúdez por el liberal "moderado" Francisco Martínez de la Rosa, quien mantuvo al absolutista "reformista" Javier de Burgos al frente del Ministerio de Fomento. El proyecto del gobierno de Martínez de la Rosa, apoyado por Javier de Burgos, fue iniciar una controlada transición política que, en palabras del también moderado Marqués de Miraflores, consistía en «seguir el camino de las reformas empezadas, pero sin tratar lo más mínimo de variación de las formas de gobierno». De esa forma se pretendía resolver la contradicción existente en el bando "cristino",que una monarquía absoluta buscara el apoyo de los liberales que pretendían transformarla en una monarquía constitucional. La pieza maestra de esa estrategia reformista fue la promulgación del "Estatuto Real" en abril de 1834.
Juan Miguel Montalbán.
En Madrid, según relata un testigo, se culpó primero a “algunos muchachos semimendigos y algunas mujerzuelas que se acercaban a las fuentes, y de este concepto provino la prisión de unas cigarreras, el asesinato que se cometió en la persona de un mozo de la ínfima clase a las 3 de la tarde del 17 en la Puerta del Sol, y la persecución de otros muchachos en las fuentes de Lavapiés, Relatores y otras”. Pero pronto se extendió el rumor de que esos “semimendigos” y esas “mujerzuelas” estaban al servicio de los frailes que eran los auténticos culpables. También corrió la noticia de que se había disparado desde los conventos contra las masas que se dirigían hacia ellos, relacionándolo con el apoyo que los religiosos daban a los carlistas. El rumor de que «el agua de las fuentes públicas había sido envenenada por los frailes», sobre todo por los jesuitas, se vio reforzado por el hecho de que algunos de ellos en los días anteriores habían explicado la epidemia de cólera como «el castigo divino contra los descreídos habitantes de la ciudad, mientras que la gente del campo quedaba libre por ser fiel y devota».
Manuel Jesús Fernández.
Parece algo chocante que en nuestro pueblo se hable de pesca; la hubo, aunque ahora nos parece increíble. En el Diccionario de Pascual Madoz, de mediados del XIX, al describir Lahiguera no dice nada de la pesca; pero en el mismo diccionario cuando hace referencia a la vecina Arjona, se afirma que en el arroyo Salado se pesca, siendo la misma una fuente de ingresos. Si en Arjona se pesca en el Salado, en las mismas aguas nuestros antepasados pescaron. De épocas más antiguas han aparecido anzuelos en la Atalaya.
Gracias por tu trabajo, Pedro.
El Estatuto Real fue una ley promulgada en España en abril de 1834 por la regente María Cristina de Borbón a modo de carta otorgada, como la que rigió en Francia la Monarquía de Luis XVIII, por la que se creaban unas nuevas Cortes a medio camino entre las Cortes estamentales y las modernas, ya que estaban integradas por un Estamento de Próceres o Cámara Alta, a imitación de la Cámara de los Lores británica, cuyos miembros no eran elegidos sino que eran designados por la Corona entre la nobleza y los poseedores de una gran fortuna; y un Estamento de Procuradores o Cámara Baja, a imitación también de la Cámara de los Comunes británica, cuyos miembros eran elegidos mediante un sufragio muy restringido que incluía a poco más de 16.000 personas, sobre una población de 12 millones de habitantes.
Saludos.
Noelia Guijarro.
El Estatuto Real no era una Constitución, en otras razones, porque no emanaba de la soberanía nacional sino de la soberanía del rey absoluto que autolimitaba sus poderes por propia voluntad, siguiendo el modelo de la monarquía restaurada en Francia después de Napoleón con Luis XVII,. No había nada parecido a una declaración de derechos y libertades ni apenas otra cosa que no fuera la mera convocatoria de Cortes. La propia terminología empleada de estamentos en vez de cámaras, procuradores en vez de diputados, denotaba una voluntad explícita de situar el régimen del Estatuto lejos de la tradición constitucional del liberalismo español.
Luis Pedro Ribas.
El asalto a los conventos transcurrió en la zona más céntrica de Madrid, entre la Puerta del Sol, la plaza de la Cebada, el convento de San Francisco el Grande y las calles de Atocha y Toledo. El primer hecho violento se produjo el día 18 de julio de 1834 a las 12 del mediodía en la Puerta del Sol con el asesinato de un joven ex realista y celador de los jesuitas; el segundo una hora después en la plaza de la Cebada donde un conocido realista es increpado y asesinado. A las cuatro de la tarde un religioso franciscano es atacado en la calle de Toledo.
Juan Vázquez Gil.
Cuando María Cristina llegó a España en 1829, el recurso a la violencia por parte de los realistas exaltados estaba apagado pero era un fuego latente; por ello desde el principio ella fue consciente de que debía forjar en torno suyo algún tipo de alianza política y cortesana. En principio su aliada natural era su hermana la Infanta Carlota, casada en un nuevo alarde de endogamia sanguínea borbónica, con otro hermano del rey, el infante Don Francisco. Desde su llegada a la Corte, María Cristina con apenas dieciséis años, la mayor de las hermanas napolitanas había demostrado tener mucho carácter y no estar dispuesta a ocupar un lugar anodino y subordinado entre sus cuñadas portuguesas María Francisca y después María Teresa. Los enfrentamientos entre ellas eran tan frecuentes y legendarios como los continuos devaneos amorosos de Luisa Carlota y las bromas pesadas con que atormentaba a su desgraciado marido Francisco de Paula, supuesto hijo de Godoy y la reina madre.
Carlos Diez.
A las primeras horas de la tarde del día 18 de julio de 1834 ya se habían formado diversos grupos integrados también por abundantes milicianos urbanos y algunos miembros de la guardia real que se han congregado en la Plaza Mayor, en la Puerta del Sol y en la Plaza de la Cebada profiriendo gritos contra los frailes. Desde allí estos grupos se dirigieron al Colegio Imperial de San Isidro regentado por los jesuitas que fue asaltado a las cinco de la tarde. El pretexto, corroborar la versión que desde el día anterior había corrido sobre dos cigarreras de la cercana fábrica de tabacos, decían que sorprendidas con polvos de veneno para echar en las fuentes y que pagadas por los jesuitas. Dentro del convento matan a sablazos a unos, apresan a otros y los linchan en las calles laterales, desnudando y acribillando con escarnio los cuerpos moribundos. La tropa llega a la media hora nada menos que con el capitán general y superintendente de policía, Martínez de San Martín, experto en reprimir motines de los liberales exaltados durante el trienio constitucional en Madrid. Les recrimina a los jesuitas el envenenamiento y busca pruebas del mismo, mientras siguen matando frailes a un palmo de su presencia. En total catorce jesuitas fueron asesinados.
Francisco Martín Plata.
Las Cortes se establecen por un sistema bicameral formadas por los Estamentos de Próceres, como cámara alta, formado por Grandes de España y electos del Rey, de carácter vitalicio, y el de Procuradores (cámara baja), elegidos por un número reducido de poseedores de rentas altas.
El Estatuto no contemplaba el sistema electoral y se remitía a leyes posteriores de diverso signo: la primera (de 1834) estableció el sufragio indirecto y censitario y la segunda (de 1836) regula un sistema de elección directa y sufragio censitario y capacitario.
Jaime Blanco Román.
Las Cortes estaban a medio camino entres una asamblea consultiva y una legislativa. No tenían capacidad auto normativa, pues el Reglamento de ambas Cámaras debía ser aprobado por la Reina Gobernadora previo dictamen del Consejo del Reino y del Consejo de Ministros. Además, se preveían constantes interferencias del Rey en el funcionamiento de las Cortes, lo que impedía el principio de autonomía parlamentaria.
Al Rey se le concedía un conjunto desorbitado de facultades:
1) Monopolio de la iniciativa legislativa.
2) Convocaba, suspendía o disolvía las Cortes.
3) Sancionaba leyes con posibilidad última de ejercer el derecho de veto.
4) Nombraba Próceres de modo ilimitado.
5) Elegía Presidente y Vicepresidente de los Estamento.
6) Nombraba y cesaba al Presidente del Consejo de Ministros y a los miembros del gabinete.
Se configura el poder ejecutivo delegado por el monarca en el Presidente del Consejo de Ministros, el Gobierno y los Ministros. Aparece un incipiente proto-sistema de parlamentarismo al necesitar la doble confianza, del Rey y las Cortes, para gobernar y la aparición de la llamada cuestión de confianza.
Antonio José Soriano.
Otro objetivo de los amotinados fue el convento de Santo Tomás de los dominicos en la calle de Atocha, donde ya habían tenido tiempo de huir parte de los frailes. Allí además de matar a siete frailes en presencia de la tropa, que no hizo nada por impedirlo, los amotinados realizan actos burlescos vistiéndose con ropas litúrgicas y formando una danza sacrílega que continuaron por las calles de Atocha y Carretas. Hacia las nueve de la noche fue asaltado el convento de San Francisco el Grande donde fueron asesinados cuarenta y tres frailes franciscanos (o cincuenta, según otras fuentes) en medio de escenas macabras, sin que los oficiales del regimiento de la Princesa, que estaba acantonado en sus dependencias, dieran la orden de intervenir a los más de mil soldados que lo componían. A las once de la noche, fue atacado el convento de San José de los mercedarios en la actual plaza de Tirso de Molina, con el resultado de nueve o diez asesinatos más.
Ricardo Medialdea.
Francisco de Paula era un personaje que también tenía sus peculiaridades, pues de él se decía que había estado casado en secreto con una plebeya, y que tenía al menos un hijo ilegítimo, también que era masón y que durante el Trienio Liberal había demostrado ciertas simpatías por los liberales, o que al menos, había hecho alarde de ellas ante la previsión de que Fernando VII fuese derrocado y se buscase en este hermano menor Francisco, un rey más proclive a aceptar el nuevo sistema político del Constitucionalismo. Vamos que también se iba buscando su sitio en este nido de intrigas e intereses.
Nuria Cornejo.
Pasada la medianoche del 17 de julio de 1834 al 18, hubo conatos dispersos de asaltos a otros conventos, pero no hubo más víctimas. “Quedaron, sin embargo, el resto de los frailes sumidos en el terror: algunos optaron por disfrazarse y refugiarse en casas de amigos, los capuchinos del Prado optaron por la heroicidad de abrir las puertas y esperar orando”.
Julio Caro Baroja afirmó que "no menos de setenta y cinco fueron los religiosos asesinados en Madrid el 17 de julio de 1834. En San Francisco el Grande, diecisiete padres, cuatro estudiantes, diez legos y diez donados; o sea, cuarenta y un franciscanos. En el Colegio Imperial de San Isidro murieron diecisiete jesuitas: cinco presbíteros, nueve maestros y tres hermanos. En el convento de Santo Tomás, seis dominicos (cinco de misa y un lego). Por último, en el de la Merced, siete mercedarios descalzos, conocidos, y otros cuatro cuyos nombres se ignoraban en la época".
Agustín Mendoza.
Quizás fueron la influencia y la fama de su hermana Luisa Carlota y de su cuñado Francisco de Paula las que hicieron abrigar las esperanzas entre los liberales de que la nueva reina María Cristina tendría un talante más abierto que el de sus predecesoras y, por supuesto, que el del pretendiente Carlos y sus partidarios. María Cristina no hizo nada por desmentirlo, ella en todo caso, cumplió bien con su cometido de asegurar la descendencia a Fernando VII pues en un plazo de brevedad difícil de superar. A los cinco meses de celebrarse el matrimonio real, se anunció que la reina estaba embarazada de cuatro meses.
Sonia López Peña.
En la madrugada del día 18 de julio, se declaró el estado de sitio y se hizo público un bando: «Madrileños: las autoridades velan por vosotros, y el que conspire contra vuestras personas, contra la salud o el sosiego público, será entregado a los tribunales y le castigarán las leyes». En la tarde de ese mismo día se produjeron nuevos intentos de asaltos a conventos que fueron evitados por la presencia de las tropas, aunque fueron saqueadas varias dependencias de los jesuitas y el convento de los trinitarios. El día 19 de julio, el gobierno de Francisco Martínez de la Rosa, ante la ambigüedad y la notoria pasividad e incluso connivencia con el motín de las diferentes autoridades, tanto la militar como la municipal, detiene y encarcela al capitán general Martínez de San Martín, que contaba con una tropa de nueve mil hombres para haber evitado los asaltos y los asesinatos, y obliga a dimitir al corregidor, el marqués de Falces, y al gobernador civil, el duque de Gor, como máximos responsables de la milicia urbana, buena parte de cuyos miembros habían tenido una participación muy activa en los hechos.
José Ramón Nogueras.
En cuanto Fernando VII supo que su esposa estaba embarazada, inmediatamente después, el 3 de abril de 1830, el rey hizo publicar la Pragmática Sanción que abolía la Ley Sálica por la cual, desde la llegada de los Borbones al trono de España en 1713, se excluía a las mujeres de la posibilidad de heredar directamente el trono. Con esta medida Fernando VII recuperaba en acuerdo de las Cortes españolas de 1789, que no había sido jamás sancionado y promulgado, y además cortaba de raíz las pretensiones de su hermano de acceder al trono. La medida se demostró previsora, porque el triunfo de María Cristina no fue completo, porque el 10 de octubre de 1830 dio a luz “un heredero, aunque hembra”, tal como definieron a la recién nacida los comentaristas de la época.
Paco Luis Hernández.
El nuevo gobernador civil de Madrid, el conde Vallehermoso, suspendió el alistamiento de nuevos batallones y meses después fueron expulsados cuarenta milicianos como resultas de su actitud en los hechos de julio, con los asesinatos de frailes. “Los comandantes de la milicia se vieron obligados ante el desprestigio de dicha institución a dirigir una exposición a la reina con el fin de salvar su buen nombre, en la que pedían su reforma para evitar la entrada en el cuerpo de personas indeseables”. Fueron sometidas a juicio 79 personas (54 civiles, 14 milicianos urbanos y 11 soldados). Resultaron condenadas a muerte dos personas –un ebanista y un músico militar, pero por el delito de robo, no por el de asesinato, siendo ejecutados el 5 y el 18 de agosto. El resto fueron condenados a penas diversas, de galeras y presidio, incluyendo a mujeres, y algunos fueron absueltos. Por los datos recogidos en los juicios se sabe que la mayoría de los que participaron en el motín pertenecían a los barrios más populares de Madrid y entre ellos se encontraban menestrales, empleados y mujeres, junto a milicianos urbanos y soldados.
Juan Elías Contreras.
Los gravísimos problemas económicos en el desgobierno económico de Fernando VII se producen entre otros factores por los siguientes: La pérdida de cosechas y rebaños, la dislocación del comercio americano, la pérdida de los recursos aduaneros y tasas en América, la destrucción de infraestructuras, la bancarrota del Estado que se fueron a unir a una política económica vacilante, desnortada y que sólo lograra enderezarse bajo los ministerios de López Ballesteros al final del reinado.
Laura Ochoa.
El 23 de julio de 1834, la víspera de la apertura de las Cortes del Estatuto Real, la policía desarticula un supuesto complot para derrocar al gobierno de Martínez de la Rosa y convocar unas Cortes auténticamente liberales, que está encabezado por “emigrados vueltos del destierro y notabilidades de la situación”, según el informe de la policía. Fueron detenidos: José de Palafox, Juan Romero Alpuente, Lorenzo Calvo de Rozas, Juan de Olavarría y Eugenio de Aviraneta. Esta conspiración fue conocida como la “Isabelina” por el nombre de la supuesta sociedad secreta que estaba detrás llamada “Confederación de guardadores de la inocencia o isabelinos”. Los detenidos fueron juzgados pero fueron absueltos por falta de pruebas por lo que el gobierno “hubo de soltarlos y quedó en ridículo”.
Pedro León Moreno.
Los historiadores están divididos en cuanto a la explicación de los acontecimientos, pues mientras unos defienden que los asaltos a los conventos y los asesinatos de frailes fueron el resultado de un complot organizado por las sociedades secretas o por la masonería, otros defienden la espontaneidad del movimiento. Los defensores de la primera tesis, como Stanley G. Payne, afirman que el rumor sobre los pozos envenenados que desencadenó el motín anticlerical habría sido propalado por sociedades secretas radicales, aunque no necesariamente la masonería. Para Manuel Revuelta González, otro defensor de la tesis conspirativa, la forma como se desarrolló el tumulto prueba que no se trató de una casualidad espontánea sino que detrás había una cabeza organizadora, las sociedades secretas, que contaron para la ejecución del motín con el apoyo de la milicia urbana, matones y mujerzuelas.
Soraya Quijada.
Otros historiadores como Josep Fontana o Ana María García Rovira, han negado que existiera un complot de juntas masónicas o de las sociedades secretas, entre otras razones, porque no existe ninguna prueba que lo demuestre. Josep Fontana dice: “no hay evidencias de que existiese ningún tipo de conjuración tras de estos sucesos, como no las hubo tras de los muchos de carácter similar que se desarrollaron de Manila a Puebla de los Ángeles, pasando por París”. Según Josep Fontana, “para comprender lo sucedido hay que penetrar en la raíz misma de un anticlericalismo, dirigido casi exclusivamente contra las órdenes religiosas, que se estaba acentuando en estos años, al comprobarse la identificación de los regulares con el carlismo, su complicidad en el armamento de partidas e incluso la participación directa de frailes en asaltos y emboscadas en los que, no se olvide este detalle, los hombres que morían del lado de los liberales procedían exclusivamente de las clases populares: eran hijos o hermanos de estas mismas gentes en toda España.
Juan José Ramírez.
Los graves problemas económicos en el mundo agrario fueron consecuencia de las siguientes medidas y circunstancias:
a.) Constantes subidas de precios que dan lugar a profundas crisis de subsistencias.
b.) La vuelta de los privilegios y los derechos y tributos señoriales entorpece la recuperación.
c.) La vuelta de la Mesta y sus privilegios
d.) La conversión de los señoríos jurisdiccionales en propiedad privada nobiliaria por sentencia del tribunal Supremo, lo que lleva a miles de campesinos a perder sus tierras en manos de la nobleza.
e.) Abandono de cercamientos y roturaciones de dehesas con rendimientos decrecientes lo que no permite abastecer regularmente al país.
Valentín Rodríguez.
En las primeras décadas del siglo XIX, la prensa no concierne más que a una ínfima minoría de españoles: el 94 % son analfabetos. La prensa nace en manos de la burguesía y se dirige a una élite que solía comprarla por suscripción, aunque hubo también prensa voceada en la calle. Se generalizará la venta callejera, más popular, en la segunda mitad del siglo. Sin embargo, lo exiguo de las tiradas, que no sobrepasaban los 1.500 ejemplares, no significa que hubiera poca difusión de la prensa. En efecto, a partir de 1808 brotaron en Madrid gabinetes de lectura, de 1833 a 1842 se instaló en la capital un establecimiento por año, donde, mediante una suscripción o cuatro cuartos por entrada, se podían leer libros y periódicos.
Juan Quesada.
Los más radicales de entre los independentistas americanos tomaron el nombre de patriotas, término que asumieron como propio los franceses que se alzaron contra la monarquía borbónica, que definían como despótica y corrupta. El mismo Montesquieu había señalado años antes que los reyes de Francia habían roto la "vieja constitución" al prescindir de los cuerpos intermedios, de las instituciones representativas. Esa idea de restablecimiento de la libertad perdida estaba en la Revolución Francesa; ahora bien, sobre un nuevo marco legal e institucional que impidiera el regreso de la tiranía. No obstante, aquel patriotismo de 1789 se convirtió en patriotismo revolucionario, en expresión de François Furet, es decir, en un patriotismo vinculado a una revolución permanente, violenta, totalitaria, cuando la definición de los principios que constituían la República, y por tanto Francia, quedaron en manos de los jacobinos.
Daniel Aguado Aparicio.
Como diría Lamennais en 1835: Allá donde el sacerdote se alía con el despotismo contra el pueblo ¿qué destino le espera?”. Una prueba de este anticlericalismo serían los numerosos romances que se difundieron días después que tendían a culpabilizar de todo a los frailes:
"(...) y como a pasos contados
(sea dicho sin rodeos)
dentro del mismo Madrid
se iba el cólera extendiendo,
no dudaron propalar
que era castigo del cielo
o la cólera divina
lo que amenazaba al suelo,
porque ya la religión
y la fe se van perdiendo
suspensa estando la entrada
de frailes los conventos,
suspensas las canonjías,
y el santo oficio suspenso,
con otras mil suspensiones
que llegarán a su tiempo...
El vulgo, siempre indiscreto,
siempre injusto, siempre atroz,
y siempre ciego instrumento
de cobardes asesinos
hizo teatro sangriento
de la venganza,
el asilo del inocente indefenso."
Un saludo.
Victoria Pérez.
Julio Caro Baroja en su obra pionera sobre el anticlericalismo en España, publicada en 1980, atribuyó a la transformación que se había producido en las mentalidades colectivas de ciertos sectores populares el origen de la matanza:
“En el proceso de crear una mitología liberal, con sus dioses, semidioses y genios del mal, lanzados muchos a dar una interpretación hostil a todas las actividades de la Iglesia, llegó un momento en que gran parte del pueblo atribuyó a ésta y a sus ministros el mismo género de consignas y de actos malignos que los predicadores, los frailes, etc., habían atribuido en otra época a los herejes y a los judíos, y más modernamente a los masones y a los miembros de las distintas sociedades secretas. El pueblo, pues, llevó a cabo una típica "proyección", atribuyendo a los enemigos políticos no sólo intenciones verdaderas, sino otras imaginadas, fabulosas y ajustadas a un procedimiento que nos es conocido, por lo repetido en circunstancias distintas, a lo largo de la Historia.”
Pura Peña.
Una posición intermedia es la que mantiene Juan Sisinio Pérez Garzón que afirma "que no es incompatible la existencia de una trama organizativa para destruir el poder eclesiástico y derribar el gobierno, con que ésta se solape y aproveche una coyuntura de exasperación popular, por el cólera, para sembrar el terror entre los frailes y servirse de una táctica de pánico para justificar el asalto a las posesiones clericales”. Según este historiador la forma como dio la noticia del motín el diario liberal El Eco del Comercio constituiría un indicio de que quién pudo estar detrás de los hechos cuando transformaba a las víctimas en “enemigos de la patria”, el linchamiento de los religiosos se reducía al concepto de “algunas desgracias” y afirmaba que en los asaltos “se dice haberse descubierto algunas pruebas que daban fundamento a las voces que han corrido en los días anteriores acerca de su plan para el envenenamiento de las aguas. Todo puede creerse de la perversidad de los enemigos de la patria, y siempre hemos previsto que ellos se aprovecharían de los momentos actuales para aumentar el conflicto en que estamos...”
Rafael García.
La historia del anticlericalismo en España suele dividirse en dos grandes períodos. Por un lado, el llamado “anticlericalismo cristiano” o "anticlericalismo creyente", como lo llamó Julio Caro Baroja, pionero en su estudio, es tan antiguo como la Iglesia misma, y se caracteriza por sus críticas a vicios y abusos concretos del clero o a su excesivo número y poder, pero que no cuestiona el papel dominante de la Iglesia en la sociedad ni su influencia en el Estado. Por el otro, el “anticlericalismo contemporáneo” o "anticlericalismo no creyente" como lo llama Caro Baroja, que surge en el siglo XVIII con la Ilustración y que cuestiona desde una óptica racionalista la sociedad sacralizada del Antiguo Régimen y el poder de la Iglesia católica, al considerarlos obstáculos para el progreso en España y en el mundo.
Juan Pérez Moreno.
Según Julio Caro Baroja:"El proceso mental que conduce al anticlericalismo es sencillo. Se parte de la creencia de que la religión católica como tal es buena, bella y verdadera: pero los que la sirven son malos, mentirosos y de fea conducta, éste es el "anticlericalismo cristiano" o "creyente"... Pero he aquí que esta primera manera de pensar se pasa, o se puede pasar, a una segunda. La inmoralidad, la falta de conducta, se atribuyen entonces a defectos de la misma organización de la Iglesia. Y después, en un tercer momento o fase, son ya los dogmas los que se atacan, entonces la segunda fase y la tercera corresponden al "anticlericalismo no creyente".
María Isabel Pérez.
Otra posición es la que mantiene Antonio Moliner Prada cuando reconoce “que los liberales radicales estaban interesados en acelerar el proceso de la Revolución y les interesaba la desestabilización política y los ataques directos a la Iglesia”, pero a continuación señala que el “odio secular acumulado contra el clero se manifestó con toda su crudeza esos días y sirvió de precedente a los motines anticlericales que se repitieron durante el verano de 1835 en algunas ciudades. Tal como señalara J. de Burgos, la matanza de frailes provocó espanto entre la clase media acomodada y la burguesía: (...) «se conmovió la policía y se consternaron las clases acomodadas y naturalmente pacíficas del vecindario de la capital». La participación del pueblo en los acontecimientos de 1835 haría ver claro a los liberales progresistas lo que habían presentido ya en 1834, la necesidad de establecer una estrategia que evitara la radicalización del proceso de la Revolución y pudiera poner en duda el nuevo orden burgués que se intentaba consolidar”.
Lucía Domínguez.
En el anticlericalismo contemporáneo, o "no creyente", los campos clerical y anticlerical, aún mezclados durante la Ilustración, se delimitan claramente a partir de las revoluciones liberales, cuando la Iglesia se convierte en uno de los defensores del “antiguo régimen”. En España ese momento se produce durante el Trienio Liberal y sobre todo en los años del decenio de 1830 con motivo de la primera guerra carlista y las desamortizaciones. No es por tanto casual que sea entonces cuando tienen lugar la primeras manifestaciones de violencia anticlerical, en 1822-1823, 1834 y 1835, que responden a la violencia clerical.
Juan Escolano.
La rápida disminución del número de frailes, que hubo después, como resultado de la desamortización de Mendizábal habría apaciguado el anticlericalismo, que no resurgirá hasta la Restauración borbónica (1875-1931) como consecuencia de la reaparición de las órdenes religiosas, especialmente en el campo de la enseñanza, gracias al apoyo que les proporcionó el gobierno de Canovas del Castillo, precisamente en un momento en que al otro lado de los Pirineos, la Tercera República Francesa procede a la completa separación de la Iglesia y el Estado y a la instauración del Estado laico.
Antonio Murillo Pérez.
Quizás sea una obviedad que el anticlericalismo haya que descifrarlo como un hecho que, en su propio concepto, no puede existir sino como réplica a un poder evidentemente clerical. Precisamente fueron textos y panfletos, elaborados por el clero con carácter militante y con fines hagiográficos, los que lanzaron, al socaire de sus primeras derrotas políticas, el anatema del anticlericalismo. Definieron así, de modo peyorativo, por su negatividad, el comportamiento y las medidas que el liberalismo adoptaba en el proceso de organización de un Estado y de un mercado desde los principios de soberanía nacional, representatividad ciudadana y libertades económica y de pensamiento. Eran principios revolucionarios que abolían siglos de monopolio cultural, de inmovilización de bienes y de taifa política. Sin embargo, desde sus primeros pasos el liberalismo español, hay que destacarlo, es católico no sólo por definición constitucional, sino también por prohibición de la libertad religiosa, una cuestión que se plantearía con excesiva tardanza.
José Joaquín Coronado.
Los ilustrados españoles no pretendían cambiar el Antiguo Régimen, por lo que no cuestionaron el papel de la Iglesia católica y del clero en la sociedad sacralizada del siglo XVIII, donde tanto las conductas públicas como privadas estaban determinadas por las creencias y los preceptos de la Iglesia católica, y donde el clero se situaba en un plano superior a los laicos, pero querían sacar del “atraso” en que se encontraba España y ponerla en el camino del “progreso”, por lo que plantearon la reforma de la Iglesia y del clero para que también desde su propia esfera contribuyeran a la difusión de “las luces”. Así criticaron todos aquellos comportamientos del clero que se apartaran de su fin pastoral, o en el caso de las órdenes religiosas denunciaron su “ociosidad” y su escasa aportación a esa misma labor pastoral, sin propugnar por ello su abolición, así como criticaron algunas instituciones eclesiásticas, como los beneficios sin cura de almas, y propugnaron la reforma, que no la abolición, de la Inquisición. Para los ilustrados, “el clérigo debe cumplir una función asistencial, debe ser vehículo de las luces (instructor del pueblo) y debe contribuir a erradicar las falsas suposiciones y el fanatismo”.
María Elena Serrano.
Por lo que respecta a la crisis económica, comercial e industrial en tiempos de Fernando VII, a los ya mencionados destrozos de guerra, irreparables, por falta de liquidez del Estado se une la pérdida de las colonias a partir de 1816 con el resultado de un descenso enorme de los ingresos del Estado y una crisis textil en Cataluña al perder el mercado protegido colonial.
Daniel Hurtado.
La infanta Isabel Luisa llegó al mundo en una Corte donde la espesa red de consanguinidad que unía a la familia real no era menor que la tupida maraña de intrigas que la dividía. Llegó también al mundo en un país donde los liberales llevaban más de veinte años pugnando por vencer la resistencia del absolutismo borbónico representado por su padre Fernando VII y , mucho más al extremo del absolutismo estaba su hermano don Carlos que aspiraba al trono.
José Garrido.
La crítica al clero desde la óptica de “las luces” y de la razón les llevó a los ilustrados a resaltar los defectos del clero, especialmente de aquellos clérigos que más se desviaban de su auténtica misión pastoral, señalando incluso sus vicios personales, y, ante todo, la responsabilidad del clero en el mantenimiento del fanatismo y de la superstición, dos de los principales obstáculos al progreso moral, según los ilustrados. “Al mismo tiempo, comenzó a generalizarse la idea de que buena parte del clero consumía y no producía, por lo que no sólo resultaba una rémora para la sociedad, sino que además era un obstáculo para lograr la felicidad material, objetivo irrenunciable del ideal ilustrado”. Así sin defender una política abiertamente anticlerical “les contuvo su propia religiosidad, la escasa decisión para traspasar los límites impuestos por la sociedad estamental y la excesiva dependencia del poder…, además de que el control ejercido por la Inquisición impidiera a los críticos más decididos expresar resueltamente su pensamiento”.
María del Carmen Flores.
Los ilustrados iniciaron “un proceso de consecuencias insospechadas. A medida que estas ideas se van extendiendo por la sociedad, la crítica al clero es más directa, proliferan las sátiras y afloran resentimientos y venganzas. Del ideal sublime de reforma se va descendiendo a la crítica personal, recargando las tintas en los vicios del clero. Y éste queda expuesto, aún con mucho control pero de forma palpable, al odio popular, como se comprobará más adelante, cuando las masas se sientan con libertad para expresarse”. Por otro lado esta crítica al clero encontró cierto eco en la Monarquía porque servía a su política regalista de subordinación del clero y de la Iglesia a su autoridad.
Juan Carlos Bermejo.
Los ilustrados propugnaron una nueva forma de entender la religiosidad, más anclada en los valores y las prácticas de la Iglesia primitiva, y por tanto defendían un nuevo ideal de sociedad y de moral. Así que también criticaron duramente las prácticas religiosas que calificaban de supersticiosas a los ojos de la razón, sobre todo las de la religiosidad popular, de las que hicieron responsables al clero. Asimismo esta defensa del ideal de las primeras comunidades cristianas les llevó a criticar la excesiva riqueza del clero y su excesiva preocupación de los asuntos temporales que contrastaba con la pobreza y la dedicación exclusiva a los asuntos espirituales del clero de la Iglesia primitiva. Por eso criticaron al clero, y sobre todo al clero regular, de su tiempo porque no respondía a ese ideal: por su avidez por las riquezas, especialmente entre el alto clero; por su ociosidad, especialmente la de las órdenes religiosas; por su ignorancia; por su tendencia a propiciar prácticas religiosas “supersticiosas”; y por su inmoralidad, destacando especialmente los casos de incumplimiento del voto de castidad.
Ana Isabel Núñez.
El abandono de la situación económica de los militares supuso un desprestigio social, en un estrato que habitualmente había disfrutado de mucho prestigio, al punto de considerarse como una élite. Las causas que provocaron ese desprestigio fueron los constantes retrasos en sus salarios, el descenso de los mismos que deterioraba su nivel de vida, el desabastecimiento de las divisiones del ejército, unos acuartelamientos destrozados y poco rehabilitados, etc. Todos estos factores hacen que los militares vean su posición económica y su prestigio social mermado, algo inasumible para una relativa élite social del reino.
Ángel Rodríguez Luceño.
La opinión liberal se mantenía a la expectativa de los acontecimientos, y mientras tanto los partidarios del Infante Carlos hicieron todo lo posible durante el embarazo de la reina para que las Cortes hermanas de Nápoles y Francia forzasen a Fernando VII a reconsiderar su decisión de permitir que reinase una mujer, por muy hija suya que fuese. Sin embargo para cuando aquella hija nació, la revolución francesa de 1830 había despejado mucho el horizonte que se presentaba tan difuso. La subida al trono de Luis Felipe de Orleans en Francia canceló las presiones diplomáticas y familiares, al menos por parte de Francia, y abrió el camino para que la sucesión femenina del reino de España pudiese materializarse, lo que al menos consolidó a María Cristina en Palacio como la madre de la sucesora directa a la Corona de España.
José María Raya.
La reforma del clero, la creación de un nuevo tipo de clérigo, es impulsada desde la Monarquía, sobre todo por Carlos III, en aplicación de su política regalista, en lo que encuentra un gran apoyo entre los ilustrados que defienden que el clero debe dejar de constituir una carga y ser útil a la sociedad, por lo que cuestionan la vida contemplativa, uno de los principios básicos de la Iglesia oficial. Además cuestionan la riqueza de los eclesiásticos, ya que para ellos sólo encuentran justificación si sirven a las necesidades pastorales o se utilizan en la ayuda a los pobres. También atacan las falsas vocaciones (La Mojigata de Leandro Fernández de Moratín) y que en la selección de obispos y arzobispos no prime la valía personal sino la pertenencia al estamento nobiliario.
Manuela Iglesias.
De forma un tanto paradójica, teniendo en cuenta la orientación política de la corte napolitana, fue precisamente el encargado de negocios de aquel país, Ferdinando de Luchesi, quien convirtió en aquellos primeros meses en el confidente y valedor máximo de la reina María Cristina. Ferdinando de Luchesi en una serie de informes reservados aconsejó a María Cristina que utilizase toda su influencia con el rey Fernando para impedir el avance de los “apostólicos”. Además era muy importante que no se traicionase ella misma, ante ellos, mostrando su decepción por haber dado a luz una niña: “al ser venida al mundo una Princesa debe ser entendido como un hecho indiferente, de aquí a un año puede venir un Príncipe; si no se tiene esta conducta, ¿Quién podrá responder de la locura de don Carlos y de sus secuaces? En estos momentos V.M. hable claro y con firmeza y tenga en cuenta que una Madre tiene más derecho a hacerlo que una simple Mujer. V.M. no tema comprometerse…Quede V.M. tranquila que nada escapará a mi vigilancia”.
¡Buen servicio el que prestaba Luchesi a la causa cristina!
Eulogio Suárez Blanco.
La quiebra de la Hacienda Pública se produce cuando el estado ingresaba unos 650 millones de reales frente a los 800 que gastaba. Esta deuda se unía a una histórica, acumulada desde Carlos III de más de 12.000 millones de reales. El Estado estaba paralizado por la deuda y el préstamo internacional no tenía garantías de pago y fluía con dificultad. Los intentos de reforma del sistema impositivo y fiscal fueron rechazados por el rey y tan sólo se llegó a partir de 1829 al equilibrio presupuestario como forma de asegurar los pagos básicos del Estado.
Lucas Zamora.
Las críticas en muchos casos las realizaron creyentes que defendían la revalorización del papel del laico en la Iglesia y cuyo prototipo tal vez sea el ilustrado valenciano Gregorio Mayans, quien “asume con responsabilidad el cometido que cree corresponderle, tratando sobre moral y sobre Teología con la misma intensidad con que aborda cuestiones ajenas al ámbito religioso”. Y por otro lado a la crítica de los ilustrados, también se suman algunos clérigos (entre los que se encuentran varios obispos o el propio inquisidor general Felipe Beltrán), que aportan nuevos argumentos para la necesaria reforma del clero y de las prácticas religiosas, más acorde con la Iglesia primitiva, en lo que coinciden con los ilustrados. Asimismo defienden la aplicación de la regla fundacional a las órdenes regulares de pobreza, obediencia y castidad, denunciando su incumplimiento.
María José Izquierdo.
Así, poco a poco se fue configurando una imagen ideal del clérigo muy diferente del realmente existente: pobre, con auténtica vocación religiosa, completamente dedicado a su labor pastoral y preocupado por la difusión de las “luces” y del progreso material y por erradicar las prácticas supersticiosas, sometido a las leyes de la monarquía. Este ideal se corresponde con el del párroco (que es útil, está en contacto con los fieles, obedece a su obispo y limita sus funciones al ámbito espiritual y asistencial), al que se opone el clérigo regular, portador de todos los defectos a erradicar, cuyo comportamiento no se ajustaba al ideal forjado por los ilustrados ni a los deseos de la Monarquía de un clero útil.
Juan Pedro Navajas.
La crítica al clero regular coincidió con un momento de profunda crisis de las órdenes religiosas a causa de la disensiones en el interior de las mismas, que trascendieron de inmediato al público, lo que alimentó aún más su desprestigio en determinados ámbitos sociales y el deterioro de su imagen social: falta de vocación, relajación de costumbres con frailes dados a la bebida, al juego o al acoso de las mujeres; o con monjas que no observaban el voto de castidad. Pero la crítica también era económica pues los fieles también se quejaban de las rentas pagadas a los monasterios o de las peticiones de limosnas de las órdenes mendicantes.
Luis Fernández.
El fracaso de la experiencia liberal viene dado por varios motivos: la división entre exaltados (profundizar en las reformas) y doceañistas (atenerse al espíritu constitucional); el intervencionismo del rey, entorpeciendo constantemente la acción legislativa con su veto; el descontento popular hacia la acción política de los liberales y, por supuesto, la presión internacional de las potencias absolutistas, alentada por Fernando VII.
El Congreso de Verona, en 1822, decide enviar una fuerza militar a España para liberar al rey e imponer de nuevo el absolutismo. Son los Cien Mil Hijos de San Luis, que invaden el país en 1823. La escasa resistencia liberal permite al rey el 1 de octubre de 1823 firmar un decreto aboliendo todas las actuaciones del Trienio y restableciendo el gobierno absolutista.
Miguel Gómez de la Fuente.
Los llamados sucesos de la Granja desde siempre suscitaron múltiples interpretaciones que siguieron de cerca las diversas opciones políticas contemporáneas implicadas en ellos. La propia María Cristina escribió de su puño y letra una relación de aquellos acontecimientos, se dice que “según supo y recordaba” añadiendo al pie, antes de la firma,”esto lo escribo para que mis hijas tengan noticia de ello”. El carácter auto exculpatorio del documento es evidente. La reina se presenta a sí misma como alguien atrapado en una urdimbre de intrigas y de consejos contradictorios, sinceramente alarmada ante la posibilidad de que, “según me lo hacían conocer, iba a haber indudablemente guerra civil, y queriendo el bien de la Nación, que es todo mi anhelo, viéndola según me dijeron dividida en partidos, el de Carlos muy fuerte, el de los liberales que siempre se echarían a un lado más débil”. En esa tesitura imbuida sólo por su deseo de evitar que se derramase sangre, “el amor que tengo a esta nación y el deseo de verla tranquila y feliz fue lo que me hizo tomar el ejemplo de la mujer, cuyo hijo quería Salomón hacer partir, y ella gritó: no partir, no matarle, más vale dárselo a la otra entero”.
De acuerdo con el relato de la reina, Antonini y el conde de Alcudia fueron los más activos en incrementar su angustia, y su sensación de vulnerabilidad durante aquellos días en que parecía que el rey se moría.
Araceli Jiménez.
Algunos otros escritores también mostraron en sus obras una más o menos exacerbada crítica anticlerical. Es el caso de Leandro Fernández de Moratín, que en la famosa “El sí de las niñas”, según Julio Caro Baroja, "ataca la educación formalista de algunos padres, que hace que tengan hijas santurronas, beatas en lo exterior, pero de hondas pasiones y malos instintos". Un tema que vuelve a repetir en “La mojigata”, estrenada en 1804, y que fue prohibida por la Inquisición.
Mari-Luz Luceño.
Otro escritor que tuvo problemas con la Inquisición por su anticlericalismo fue Félix María Samaniego que fue recluido "por una temporada" en el convento bilbaíno del Desierto "por denuncias respecto a su irreverencia", según Caro Baroja. De su estancia allí escribió una "saladísima sátira, que se conoce hoy sólo por fragmentos en la que describe la vida que llevaban los padres carmelitas. La descripción del refectorio y la comida, presidido todo por una triste calavera":
“Verá entrar con la mente fervorosa
por su puerta anchurosa
los gigantescos legos remangados,
cabeza erguida, brazos levantados,
presentando triunfantes
tableros humeantes,
coronados de platos y tazones,
con anguilas, lenguados y salmones;
verá también, así como el primero
en la refriega el capitán guerrero
entra por dar espíritu a su gente;
verá, digo, que el mismo presidente
levanta al cielo sus modestas manos,
pilla el mejor tazón, y sus hermanos,
imitan como pueden su talante:
y al son de la lectura gangueante.
que es el ronco clarín de esta batalla,
todo el mundo contempla, come y calla.”
Un saludo para todos los lectores.
Virginia Cabrera.
Las noticias de conspiraciones entre la Guardia Real y de graves movimientos en las provincias, se sucedían sin interrupción y fue el propio Antonini el que, secundado por Alcudia, le aconsejó que lograse del rey un decreto que la autorizase a despachar con los ministros, tomando”consejo de personas sabias, es decir contando también con Carlos, ellos decían que así, viendo todos que Carlos iba acorde conmigo, se calmarían los partidos. Alcudia y yo se lo dijimos a Fernando, y éste firmó como pudo el decreto… Bien se conocía que lo que querían, era que Carlos fuese el que gobernase, porque me dijo Antonini que, a todo lo que proponía Alcudia, yo preguntase a Carlos lo que le parecía y que su dictamen fuese el que se siguiese”.
Manolo Burgos.
A finales del siglo XVIII, tras el impacto de la Revolución Francesa, la crítica ilustrada al clero y a la Iglesia se radicaliza (León de Arroyal, Juan Meléndez Valdés, Manuel José Quintana, Ramón de Salas, José Marchena...). Y algunos de esos intelectuales pueden ser calificados como libertinos por su despreocupación respecto a las prácticas de piedad, su actitud poco reverente hacia el clero y su disposición a luchar de palabra y de obra contra cualquier atisbo de influencia clerical en la sociedad. Fue el caso, por ejemplo, del director de la fábrica de seda de Murcia, José Ibarrola, que fue acusado de no ir a misa los domingos y días festivos, de acabar con la costumbre de rezar el rosario en la fábrica, de suprimir las limosnas para misas, frailes, hermandades y pobres, etc., intentando crear un espacio laico en la fábrica. Entre estos libertinos destacan Luis Gutiérrez, cuya novela Cornelia Bororquia tuvo una enorme influencia en el anticlericalismo del siglo XIX, y José María Blanco Crespo "Blanco White", quienes, según el historiador Emilio La Parra, constituirían el enlace del anticlericalismo religioso de la Ilustración y el que va más allá de la crítica a determinados comportamientos de ciertos miembros del clero para poner en cuestión la posición del clero y de la Iglesia católica en la sociedad.
Adrián Sánchez.
El descrédito del clero se puede apreciar también en los Caprichos de Francisco de Goya, algunos de los cuales son una sátira anticlerical despiadada. “La burla de Goya no se detiene en los tópicos de la crítica anticlerical, aunque también los utiliza, sino que va más allá y unas veces roza la irreverencia y otras se mofa de los votos religiosos y de ciertas funciones del ministerio sacerdotal”. Julio Caro Baroja destaca el "violento anticlericalismo de Goya, que en sus dibujos y aguafuertes hizo la más feroz y despiadada censura de la vida, hábitos, costumbres y modo de pensar de frailes, teólogos, inquisidores, profesores y curiales, dominados por el espíritu de la Iglesia tradicional, tal como se presentaba a los ojos de él y de su grupo a fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX". El fraile goyesco es espantoso, risible, chabacano, palurdo, afirma Caro Baroja. "Basta con contemplar cualquier repertorio gráfico goyesco para comprobarlo. Ya en "Los Caprichos" (1793-1796) hay alguna sátira frailesca, como la del loro predicando (número 53: "¡Qué pico de oro!"), o la del "¡Trágala, perro!" (nº 58), o la de los frailes bebiendo (nº 79: "Nadie nos ha visto")".
Rafa Solís.
El clérigo dejó de ser una figura intocable en la sociedad, desacralizando su posición pues parecía tener tantos vicios como el laico, algo impensable en una sociedad como la del Antiguo Régimen. Así las críticas de los ilustrados y de miembros del propio clero alimentaron las críticas a nivel popular. Fue lo que ocurrió, por ejemplo, con la conocida novela del padre José Francisco de Isla, Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes de 1758, cuya intención era mejorar la predicación pero su parte satírica pronto se hizo muy popular.
Pedro José Díaz.
Según Julio Caro Baroja, el "Fray Gerundio de Campazas" del jesuita Padre Isla es "la sátira antifrailesca más famosa del siglo y acaso de toda la Literatura española, y que no hace sino pintar frailes metidos en todas partes, haciendo gala de una locuacidad aterradora. Creo que el jesuita leonés no obtuvo el resultado que pretendía, y se comprende que la Inquisición mandara recoger su Fray Gerundio, porque refleja la existencia de tales vicios en el clero regular, que no podía por menos de preguntarse el que leyera aquel libro con trozos magníficos, pero, en general, pesado, qué clase de país aguantaba tales rectores de conciencia".
Ignacio Taboada.
La inestable personalidad del monarca se veía además mediatizada porque se dejaba controlar por una “camarilla” de allegados entre los que estaban clérigos, nobles ultracatólicos y absolutistas. Si se quería llegar hasta el rey o solventar un problema, la forma más fácil era acudir a la camarilla. Apenas hay presencia de ministros “reformistas” (nunca liberales, por supuesto). Tan sólo al final de su reinado aparecen Cea Bermúdez y López Ballesteros.
Genaro Díaz.
Las críticas de los ilustrados al clero contribuyeron a desacreditarlo y servirán de base para las primeras manifestaciones propiamente anticlericales del primer liberalismo que se desarrolla a partir de 1808, muchos de cuyos miembros se habían formado en las ideas de la Ilustración “La actuación de los ilustrados (con la pluma o el pincel), unida a las coplas populares, a los chascarrillos de tertulias y las conversaciones privadas y de café erosionaron la intangibilidad del clérigo. Los críticos más decididos prescindieron de las prácticas de piedad y manifestaron a las claras su pérdida de respeto hacia los eclesiásticos. A partir de esta situación, podría ocurrir cualquier cosa. En Aranjuez arrastraron a Manuel Godoy y le dieron puñaladas intentando acabar con su vida. También en aquella ocasión asaltó la turba la casa del canónigo Duro, amigo del Príncipe de la Paz, y alguno salió a la calle con el bonete del eclesiástico a la cabeza. La irreverencia había dado un paso”.
Diego Jesús Castaño.
En respuesta al encargo de María Cristina de que tantease la opinión pública y de la Corte, Luchesi le aseguraba: “V.M. puede estar persuadida de que, aunque haya nacido una Princesa, el entusiasmo es general y todos quieren ponerse a la sombra de la Bandera de V. M. Excepto algunos ambiciosos carlistas, la Nación se declara abiertamente por la reina y su directa Prole.”.El mismo Luchesi le aseguró que los liberales, dados su precaria situación y el temor a don Carlos, apoyaban los derechos sucesorios de la infanta Isabel. María Cristina debía, a su juicio, utilizar el capital político que le otorgaban las esperanzas concebidas en torno a ella y al nacimiento de su hija Isabel. La reina no podía , ni debía, comprometerse con nadie, pero podía enviar señales a sus posibles partidarios, como, por ejemplo, aconsejar al rey un indulto con motivo del nacimiento de la Infanta Isabel, “para aumentar la fuerza moral del partido de V. M.” según los consejos de Luchesi.
Un saludo para ti, Pedro.
Antonio Calero.
Por supuesto, los principales y más numerosos intentos constantes de derrocar al rey Fernando VII, y su régimen, fueron los organizados por los liberales a lo largo de todo su reinado. Entre 1814 y 1820 los pronunciamientos se asocian a nombres como Lacy, Milans del Bosch, Porlier, Espoz y Mina o Riego; tras el Trienio, Torrijos o de nuevo Espoz y Mina. Tan sólo Riego logró su objetivo. Entre los absolutistas destaca la oposición de los realistas puros o “Apostólicos” que, más tarde, se pondrán del lado de Carlos María Isidro y formarán la base del carlismo. Quizás el acontecimiento más destacable por su intensidad fuera la Guerra de los Agraviados en Cataluña en 1827.
Julio Merino.
Los ilustrados, aunque no fue su propósito, levantaron la veda de la crítica popular al clero, de su vida licenciosa, en formas de coplas de ciego, de composiciones poéticas o de conversaciones en tertulias, en las que abundó el tono sarcástico, grosero e incluso obsceno, algo que no era nuevo pero que alcanzó mayor difusión que en otras épocas. En algunos casos la crítica popular se alimentaba de las disputas entre los propios clérigos por un cargo o por un beneficio eclesiásticos o de los enfrentamientos entre conventos y parroquias en los que a veces se recurre a insultos y descalificaciones y, en los juicios, a testigos laicos que acusan a la otra parte de conductas licenciosas. En uno de estos juicios celebrado en Lérida en 1769 un testigo afirmó que los presbíteros «secuaces de los jesuitas» llevaban vida poco ejemplar, que algunos vivían con mujeres de mala nota y otros eran aficionados al «trato con mujeres bien parecidas».
Rosario Cruz.
La labor y consejos de Luchesi no cayeron en saco roto y desde entonces María Cristina comenzó a interesarse de la política diaria. Buscó y obtuvo información reservada, y más o menos fidedigna, sobre las idas y venidas de los liberales, lo que discutían entre ellos, sus personalidades más destacadas y sus divisiones internas. Poco a poco, comenzó a proyectar una imagen si se dice opaca, como todo lo que procedía de la Corte, pero no por ello menos eficaz, que la identificaba con la resistencia a los ultras apostólicos y la mostraba partidaria de un programa de moderación y reformas dentro del absolutismo. Aquella imagen adquiría verosimilitud ante el odio feroz que abiertamente le mostraban los que pronto fueron denominados carlistas, cada vez con los ánimos más agitados tras el nacimiento, el 30 de enero de 1832, de otra princesa, la infanta Luisa Fernanda.
Amalia Rueda.
Se detectaba cada vez mayor oposición dentro de la sociedad española al modelo de gobierno existente en el reinado de Fernando VII; inicialmente el descontento se manifestó por la burguesía industrial y comercial, por motivos claramente ideológicos y económicos, pero el descontento se manifestaba igualmente por parte de los campesinos propietarios, los de señorío y los jornaleros así como los militares; al final de su reinado, a los anteriormente mencionados hay que unirle la nobleza y los absolutistas, sobre todo, el clero.
Pablo Olmos.
El progresivo deterioro de la imagen del clero facilitó la proliferación de sátiras cada vez más atrevidas y procaces. Por ejemplo en 1800 cierta supuesta dama contestó a una ordenanza del arzobispo de Granada sobre la forma de vestir las mujeres en las iglesias con unas Coplas sin pies ni cabeza sobre la excomunión de trajes en las que se decía:
“Que el clero de esta ciudad
maneje la sota de oros,
que ande en comedias y toros
con la mayor libertad,
que viva con liviandad
sin decoro ni conciencia
a esto calla su Excelencia.
(...)
Que en maridable armonía,
como sabe el mundo entero,
viva el pisaverde clero
con mozas de gran valía,
y que la moneda pía
se consuma en tal licencia
, a esto calla su Excelencia.
Mas que una mujer pasee
con jubón o con camisa,
que lleve flecos a misa,
que la cabeza se asee,
que su cuerpo zarandee
con total indiferencia,
a esto gruñe su Excelencia.”
Cristian Esteban.
En el siglo XVIII la Inquisición asumió muchas denuncias del delito de solicitación, y castigó, aunque no con la severidad esperada, a los solicitantes, pero el pueblo fue consciente de la dificultad para llevar adelante un asunto de esta naturaleza. Comprobó, además, que los inquisidores se interesaban más por lavar el honor del clero y salvar la dignificación del sacramento de la penitencia que por la mujer, auténtica víctima de los abusos clericales. Tal vez sólo conozcamos una parte escasa de la magnitud de este fenómeno, cuya gravedad alcanzó tal grado que cuenta Joaquín Lorenzo Villanueva que un día el inquisidor general Felipe Beltrán le dijo: «Si no fuera por la Inquisición, el confesionario sería un burdel».
Alejandro Perea.
Pedro, te agradecemos mucho el trabajo de divulgación cultural y social que estás haciendo con el Blog y te animamos a que sigas en ese trayecto.
Un cordial abrazo desde Australia.
Dolores y Santiago.
Los ilustrados recalcaron los vicios de los clérigos sin poner en duda los sacramentos. La crítica popular va más allá y consciente o inconscientemente plantea dudas más serias. Con el estallido de la Revolución Francesa la crítica se acentuó y se hizo cada vez más cruel, también en forma de estampas y grabados. Aprovechando la ocupación por los franceses, durante la Guerra de la Convención, de algunas ciudades del País Vasco, determinados individuos dieron rienda suelta a las opiniones anticlericales más disparatadas, como el caso de un escribano de Beasáin, José Hilarión Maíz, al que la Inquisición le acusó de haber afirmado: que los curas y frailes eran unos embusteros y que lo que enseñaban era un fanatismo y no había que creerlo; que las monjas morían rabiando y que las más se condenaban. Que ninguno hacía más picardías con las mujeres que los curas y frailes; que en los púlpitos dicen bien y, en bajando, obran mal y se iban a cortejar a las mujeres a las casas. Que los clérigos lo mismo iban a decir misa después de haber pasado la noche con una moza. Que los clérigos y frailes eran unos pícaros y demonios que usurpaban a la gente pobre. Que si víspera a la noche durmió el clérigo con su criada, ¿por qué él había de ir a oír su misa? Para qué eran los clérigos y para qué servían y si era necesario que se les pusiera en la debida regla. Que no había de haber tanto clérigo ni fraile.
Piedad Borrego.
No voy a entrar en más detalles de la historia y lo acaecido en los tiempos a los que se refiere este artículo; hartos comentarios hay al respecto...agraciadamente. Me referiré a aquello que siempre llamó mi atención desde hace muchos años, cuando algunos de estos antiguos libros que hoy están en el archivo del ayuntamiento, se encontraban en la sacristía del templo, y cualquiera podía echarles un vistazo. Aquella caligrafía y firmas de los escribanos siempre quedaron marcados en mi recuerdo. Años atrás, escribir era todo un arte: muestra de ello lo tenemos en una de las fotografías que se muestran en este artículo, mostrando la firma del mencinado escribano. Gracias Pedro por ahondar tanto en nuestra historia.
Cuando fueron analizadas las “Coplas” de Granada por la Inquisición española ésta destacó que lo más grave de las mismas era decir del arzobispo que «gruñe», porque «envuelve un desprecio formal de su autoridad» ya que «gruñir» sólo se aplica a «animales inmundos». Y ello era tanto más grave por cuanto que las coplas en cuestión se difundieron con facilidad. Lo confirma la advertencia del comisario de la Inquisición de Écija al hacer la denuncia: «el tal papel se ha extendido de tal modo que no hay persona que no tenga un ejemplar».En las sátiras anticlericales se destacaba su obsesión por el sexo y por el dinero, es decir su avaricia y su lujuria y a veces la crítica va más allá de la denuncia de los vicios y roza el ataque a los sacramentos, alimentado por las denuncias del delito de solicitación en confesión. “En Confesiones de una niña (1806), una joven narra en confesión a un fraile cómo perdió la virginidad ante el acoso de un caballero y al prometer que no caerá nunca más en la lujuria, exclama el fraile: «Ese sí que es gran pecado / no la absolveré jamás»”.
María Dolores Trigueros.
La actitud de Luchesi y los efectos que tenía en la reina le valieron la destitución ante la firme postura de la corte napolitana de no reconocer la Pragmática, cuya derogación se convirtió en el más firme objetivo de su sucesor el barón de Antonini .La ocasión para lograrlo pareció llegar cuando, a mediados de septiembre de 1832, estando la Corte en el Palacio de la Granja, la salud de Fernando empeoró de forma tan alarmante que en la mañana del 14 de septiembre se consideró inminente su fallecimiento. A pesar de los intentos de ciertos historiadores, cercanos a las posiciones Carlistas, de minimizar la actuación de los diplomáticos procedentes de las cortes absolutistas, la documentación existente al respecto deja pocas dudas respecto a las presiones que éstos ejercieron para lograr que se anulase la Pragmática aprovechando la enfermedad del Rey. Entre ellos , la voz cantante la llevó Antonini, quien congregó en torno suyo al embajador de Cerdeña, llamado Solaro, y al de Austria, Brunetti, junto al confesor de la reina y dos ministros de peso dentro del gabinete tales como eran el conde de Alcudia, ministro de Estado, y Tadeo Calomarde, ministro de Gracia y Justicia.
Teresa Vallejo.
Que las críticas tenían algún fundamento lo demuestran los testimonios de los propios clérigos, como el de Juan Antonio Posse, cura párroco en localidades de la provincia de León, en cuyas memorias afirma que al llegar a su primer destino se halló con «unos curas de presentación ignorantes o criados de servicio, clérigos mercenarios, ebriosos y conjugadores (sic) y todo un clero cuya sabiduría era un poco de mal latín y algunos casos del padre Larraga, componían todo lo que por las cercanías había de más ilustrado.» La acción pastoral de este clero, sigue el mismo autor, es nula y, por consiguiente en el pueblo impera la superstición y la moral depravada: «la lascivia más impúdica, existe en todas las clases y aun desde la más tierna edad»". “El clero de su tiempo, tal como lo refleja Posse, adolece de formación intelectual y de consistencia moral. El mal lo atribuye a la educación impartida en el seminario: se imbuye la continencia sexual, pero no se les propone a los seminaristas el abandono de las riquezas y la ambición, antes al contrario, se les recalca que si se mantienen obedientes al obispo obtendrán buenos curatos. Esto se agrava por el ejemplo permanente del alto clero, en especial los canónigos, blanco de las más severas críticas de Posse. En sus memorias pinta al alto clero como ambicioso, soberbio, intrigante y venal”.
Francisco José Calvo.
La Guerra de Independencia también fue una guerra civil entre españoles, porque enfrentó a los partidarios de José I Bonaparte, llamados por sus rivales “afrancesados”, con los que no dieron validez a las abdicaciones de Bayona y no reconocían otro rey que Fernando VII, que se llamarán a sí mismos “patriotas”. En medio de este enfrentamiento se sitúa el clero que recibirá los ataques de uno u otro bando en función de si se trata de un clérigo “patriota” o uno “afrancesado”, incluidos los de unos clérigos contra otros. Esto da paso a situaciones impensables unos años antes ya que asesinar un sacerdote deja de ser un crimen sacrílego si es del campo opuesto. Fue el caso, por ejemplo, de dos sacerdotes “afrancesados”, los canónigos Juan Diego Duro y Cándido Mendívil en Toledo, que fueron «vigurizados» según se decía entonces, o sea, asesinados y arrastrados luego los cadáveres por las calles, como se puede ver en el conocido grabado de Goya “Lo merecía”, de la serie los Desastres de la Guerra.
Antonio José Gallardo.
La maniobra era perfecta: la reina María Cristina acobardada, colaboraría en demostrar al país que el infante don Carlos era el único capaz de hacerse cargo de la situación en aquellos momentos. Más aun, sería la propia reina quien firmase su sentencia de muerte como posible Regente y quién crearía las condiciones para arrebatarle el trono a su hija. En la noche del 18 de septiembre, sintiéndose sola y abandonada, acabó cediendo a las instancias de Antonini y Alcudia, que le urgieron a que lograse del rey un decreto que anulara la Pragmática, bajo la promesa de que se mantendría en secreto hasta que “Fernando muriese porque en otro caso se podría pensar de otra manera”.
El ministro Calomarde fue quien preparó el decreto y al día siguiente, Antonini le preguntó a María Cristina si pensaba abandonar España cuando el rey muriese. La reina, dando una vez más de la astucia que la caracterizaba siempre, contesto: “Según las circunstancias”.
Celia Villar.
Dentro del campo “patriota” se produjo el enfrentamiento entre los liberales, continuadores del ideal ilustrado de un clero alejado de las riquezas y de los asuntos temporales, pero que para conseguir ese objetivo proponen una medida mucho más radical, como es la de disolver las órdenes religiosas y desamortizar sus bienes, y los absolutistas opuestos a cualquier reforma que menoscabe la posición privilegiada del clero propia del Antiguo Régimen. Sin embargo en ninguno de los lados hubo un ataque a la religión, y las manifestaciones de irreligión siguieron siendo excepcionales en los años de la Guerra de la Independencia. El clero se comprometió en exceso en las disputas políticas y en las luchas periodísticas y perdió credibilidad. En el púlpito se defendió con los mismos argumentos la legitimidad de la monarquía josefina y el levantamiento en armas contra ella. Ciertos eclesiásticos incitaron a la venganza contra los afrancesados y hubo sacerdotes al frente de partidas guerrilleras, protagonistas de actos memorables de crueldad.
Juan Luis Morales.
La suerte parecía echada. De haber muerto Fernando VII en aquellos días, no había duda de que, con o sin guerra civil, el infante don Carlos hubiese subido al trono. Sin embargo, la mejoría del rey comenzó a ser evidente desde finales de septiembre y, coincidiendo con ella, llegaron a la Corte, procedentes de Andalucía, la infanta Luisa Carlota y su marido. Las versiones más tópicas sobre los sucesos de la Granja atribuyen a la enérgica Infanta Luisa Carlota una acalorada discusión con Calomarde que acabó con un par de sonoras bofetadas contestadas con el famoso: “Señora, manos blandas no ofenden” Sin embargo, su protagonismo en lo que sucedió a continuación no debió de ser tan decisivo. Con todos en la Corte, Luisa Carlota estaba esperando acontecimientos e inicialmente tampoco se atrevió a decantarse en ningún sentido definido.
Loli Álvarez.
En la Monarquía de José I se persiguió el mismo fin que el de los ilustrados, reformar el clero, pero se tuvo que enfrentar a la manifiesta oposición de la mayoría del clero debida, entre otras razones, a las actitudes anticlericales de las tropas francesas: insultos a la religión y a sus ministros, actos de irreverencia, que en muchas ocasiones llegaron al pillaje y a la profanación de los templos, y que a veces llegaron más lejos siendo asesinados algunos clérigos. En cuanto se aproximaban los franceses a un lugar el clero, encabezado por su obispo, lo abandonaba. Se entró así en una dinámica clericalismo-anticlericalismo que estuvo centrada en las órdenes religiosas a las que se culpaba del desafío a la autoridad del nuevo rey José I, por lo que en agosto de 1809 se decretó la supresión de todas las órdenes religiosas, también para hacer frente a los problemas de la Hacienda real porque sus bienes fueron declarados “bienes nacionales” y desamortizados.
Federico Prieto.
Un anónimo autor de un informe reservado sobre la infanta Luisa Carlota ofrece una versión menos heroica de su actuación, es la siguiente: Si algún mérito tuvo el tal viaje fue el de la viveza de las mulas Españolas que corren mucho y son muy sufridas, pues en cuanto lo demás, nada tiene de particular que un pariente corra a la noticia de inmediato peligro de un miembro de su familia; más creer o querer hacerlo creer que SS. MM. influyeron lo más mínima cosa en el restablecimiento del Rey, única cosa que nos salvó en aquellas críticas circunstancias, es el supino de la necedad. El restablecimiento del Rey, y solo el restablecimiento, varió el aspecto de la crisis que nos amenazaba. SS. AA. llegaron a La Granja y no hicieron más que abrazar a la Reina y dolerse con ella de la situación del Rey, irse a su cuarto y acostarse después de haber visitado a don Carlos con cara de risa, cosa que nunca había hecho… Y ¿cuándo fue cuando abrió la boca la Infanta Luisa Carlota? Cuando ya el Rey mejorado no tenía ni veía el peligro de que las Portuguesas pudieran hacerla sufrir los insultos y desaires que ella les había hecho. Entonces fue cuando, encontrándose un día con Calomarde que salía del cuarto del rey, lo insultó de modo y forma que lo había hecho el año 24, sin más diferencia que no haberle levantado la mano esta vez. Si este hecho merece el nombre de Heroico, y a sus consecuencias el que debamos la libertad los españoles, dígalo el orbe entero”.
Jorge Luis Suárez.
Casualidad ha sido encontrar este blog y cuanto me alegro de que haya sido así…Las actas de su pueblo harán historia y quizá algún día se recopilen todas por parte del Ayuntamiento y se publiquen. Sin personas que dediquen su esfuerzo como usted lo hace, no es posible que estas historias encuentren su camino en la divulgación y la oportunidad de ser dadas a conocer a todos. Como suele ocurrir en otros muchos casos estas pequeñas historias de los pueblos pueden quedar en el olvido, si no se encuentran personas como usted, dispuestas a divulgarlas, menos mal que su pueblo puede contar con su empeño y dedicación. ¡Es necesario que este ejemplo cunda en otros!
Muchas gracias por su dedicación. ¡Feliz Navidad!
Laura Ariza.
Muchas gracias a todos los comentaristas por sus comentarios, y gracias también a todos los demás lectores, por dedicar su tiempo a leer el blog, y que aunque tengan su opinión personal, no se animen a hacer comentarios. Mi única intención desde hace algún tiempo, es dar a conocer la historia de esta villa y como muchos me comentan, que no se pierda en el olvido nuestra propia trayectoria en el paso de los tiempos.
Me alegro que les guste mi trabajo a gente de tan amplia gama de pensamiento. ¡Muy agradecido por todo!
Mis mejores deseos para todos los lectores en estos días de Navidad y Año Nuevo.
Gracias de nuevo y un cordial saludo para todos los lectores y paisanos.
Pedro Galán Galán.
El Reglamento enviado a Napoleón por el clérigo afrancesado Juan Antonio Llorente se aplicó para la Iglesia Española, en una fecha tan temprana como el 31 de mayo de 1808 en el que se decía “no deben quedar en España monjes, frailes, monjas, clérigos regulares, cabildos de iglesias colegiales, parroquiales ni otro clero, en fin, que el episcopal y el parroquial… y este clero no ha de retener bienes algunos raíces sino sólo casa en el pueblo de la respectiva residencia”. En cuanto al clero secular se pretendió fortalecerlo siguiendo el ideal ilustrado de fuera el encargado de dar “alimento espiritual a un pueblo religioso, ilustrando sus conciencias en el confesionario y en el púlpito”, por eso el diezmo, su principal fuente de ingresos, no fue suprimido.
Eva Escudero.
La mejoría del Rey y el apoyo de sectores relativamente amplios de la nobleza y de las instituciones del reino aislaron de nuevo al Carlismo y volvieron a consolidar la posición de María Cristina. El ambiente de euforia contenida que se vivió a mediados de septiembre en las dependencias del Infante Carlos dejó paso a la frustración. El 1 de Octubre de 1832 fue nombrado un nuevo ministerio, dirigido por el diplomático Cea Bermúdez e integrado por hombres procedentes del sector más templado del absolutismo y, sobre todo, claramente partidarios de la sucesión en la persona de la infanta Isabel. Alcudia y Calomarde fueron alejados de la Corte, el primero con el encargo de una embajada en Rusia y el segundo mediante una orden de destierro que acabó en el exilio.
José María Segovia.
También en el lado patriota los liberales se propusieron la reforma del clero, siguiendo las medidas recogidas por la Junta Suprema Central en una Memoria sobre curas párrocos y clero secular, que después de trazar un panorama poco positivo sobre los comportamientos del clero, abogada por unas medidas que respondían a las propuestas de los ilustrados: reducir el peso del clero regular y reordenar y dignificar el clero secular. Era en síntesis la misma política que estaba aplicando José I y al igual que los “afrancesados” los liberales tuvieron que enfrentarse a la oposición radical de la mayoría del clero que se sumó al campo absolutista en las Cortes de Cádiz para defender sus privilegios. De esta forma el clero perdió el apoyo de un considerable número de españoles, que pusieron en discusión las funciones del clérigo y dejaron de reconocerle la posesión de la verdad en todos los campos, además de presentarlo como un ser asocial, egoísta, preocupado sólo de sus propios privilegios.
¡Felices Fiestas!
Sonia Mateos.
Con distintas intenciones, los historiadores que siguen la interpretación carlista o la liberal vieron en el cambio ministerial por Cea Bermúdez una especie de proyecto de transición hacia un nuevo régimen, que comenzaba a alejarse paulatinamente del absolutismo. Esta es probablemente una interpretación de los hechos que tiene más en cuenta lo que sucedió en un tiempo después que lo que estaba ocurriendo en aquellos momentos. Lo que se buscaba no era transitar hacia el liberalismo, sino neutralizar a don Carlos. Otra cuestión es que, con el tiempo, las medidas que se tomaron entonces crearan un espacio político que los liberales poco a poco, y en el contexto de la creciente debilidad de la Corona, pudieron aprovechar.
María Antonia Juárez.
Las tensiones entre la mayoría liberal de las Cortes, entre la que se encontraban algunos clérigos como Joaquín Lorenzo Villanueva, Diego Muñoz Torrero, Oliveros o Nicasio Gallego, y la minoría absolutista respaldada por la jerarquía eclesiástica opuesta a renunciar a ninguno de sus privilegios y a la posición de predominio que gozaba la Iglesia Católica en el Antiguo Régimen, comenzaron en noviembre de 1810 con motivo de los debates sobre la libertad de imprenta y continuaron a fines de 1812 cuando se empezó a aplicar el decreto de 17 de junio por el que se ponían a la venta los bienes de algunas órdenes religiosas. En esta ocasión las protestas se generalizaron y un grupo de obispos refugiados en Mallorca escribió una Pastoral muy crítica hacia las Cortes. Los obispos rebeldes no fueron perseguidos, aunque el texto fue secuestrado aplicando la ley de libertad de imprenta.
¡¡Felicidades!!.
Ángel Salazar.
El punto más crítico del conflicto clericalismo/anticlericalismo en el campo patriota se produjo en febrero de 1813, tras la aprobación de la Constitución de Cádiz, a pesar de que ésta reconoció la confesionalidad del Estado, cuando las Cortes de Cádiz decretaron la abolición de la Inquisición, como ya se había hecho en la Monarquía de José I dos años antes. Algunos obispos, con el nuncio a la cabeza, se negaron a cumplir la orden de difundir el decreto de abolición durante la misa dominical, lo que fue respondido por las Cortes con gran dureza: destierro del nuncio, castigo al cabildo de Cádiz por ser el iniciador de la protesta, persecución del arzobispo de Santiago de Compostela, etc. La ofensiva clerical de oposición a las medidas liberales que socavaban sus privilegios y su posición provocó una reacción de signo contrario anticlerical.
Juan Antonio Soler.
La primera disposición del nuevo gabinete de Cea Bermúdez, una vez nombrado, fue sustituir a todos los capitanes generales que habían demostrado su adhesión a la causa del infante Carlos por otros que asegurasen su lealtad a la infanta Isabel y a su madre María Cristina .La finalidad de esta medida era minar la fuerza social y política de los voluntarios realistas, que eran mayoritariamente partidarios de don Carlos, y atraer en lo posible a aquella fuerza que pudiese tener el liberalismo a favor de Isabel II. Al mismo objetivo tendieron las disposiciones sobre la reapertura de las universidades, clausuradas en 1830, y los sucesivos decretos reales de tímida amnistía política para los liberales que permanecían presos en el interior del país o estaban en exilio. Asimismo se retomaron buena parte de las medidas de reforma económica y hacendística que habían quedado en suspenso durante los años finales del gobierno de Fernando VII. En todo caso el gobierno de Cea se apresuró a emitir un comunicado en el que aclaraba que no se debía esperar ninguna variación política que alterase o disminuyese los derechos soberanos de la Corona.
Félix Paniagua.
Las medidas tomadas por las Cortes y por la Regencia en 1813 contra algunos obispos y sacerdotes desobedientes a los decretos de Cortes coincidió con una campaña sumamente crítica hacia el clero, especialmente contra los “frailes” tanto de conventos como de monasterios, desarrollada en la prensa liberal y en folletos, que fue posible también porque la Inquisición había sido suprimida. Uno se titulaba “Insinuación patriótica sobre los perjuicios que acarrearía al Estado el restablecimiento de los frayles, o por mejor decir, sobre lo útil y ventajosa que sería su total extinción.”
¡FELIZ NAVIDAD!
David Romero.
El 31 de diciembre de 1832, Fernando VII, ya recuperado, restableció personalmente la Pragmática Sanción afirmando, de forma explicita, que su derogación había sido producto de una conjura contra la voluntad del rey moribundo. El embajador de Nápoles, Antonini, fue sustituido y al infante don Carlos se le concedió una licencia para que, junto con su familia, se trasladase a Portugal con el pretexto de acompañar a la princesa de Beira. Unos meses después, el 20 de junio de 1833, las altas dignidades del reino juraron a la infanta Isabel como heredera legítima de su padre. La niña iba vestida de raso blanco y en ella destacaban sobre todo sus ojos azules y “sus manitas muy ásperas y en un estado muy poco natural que hacía conocer que debía padecer algún exantema, lo que a su edad tan tierna daba mala idea de su robustez y no muchas esperanzas de su existencia entre los peligros de los primeros años de la vida; era hija de un padre lleno de males que en su niñez había padecido casualmente una afección cutánea, no puede extrañar el secreto de las manos de S.M.”
Jesús Casanova.
La Historia del anticlericalismo de Julio Caro Baroja (Madrid, 1914-1995) es un libro breve que, como todos los suyos, está lleno de enjundia y de sentido común y se expresa con un estilo sencillo y fluido que hace la lectura sumamente agradable. Se trata, ya se comprende, de abocetar la historia de algo que se presupone en el título, y es que, en España, hay una actitud anticlerical que viene de siglos. Algo de tanta envergadura como lo que acabo de decir -una actitud anticlerical- requeriría una definición previa: la de “actitud” (anticlerical). Y esa definición podría dar lugar al desarrollo de un método. Julio Caro no era hombre, sin embargo, que se ocupara de esas cosas, por más que no las desconociera. Claro es que tenía un método. Pero no requería ninguna explicación previa: era el método propio de un lector empedernido no sólo de lo que nos puede ser familiar a todos, sino de libros raros y olvidados, a veces no raros sino rarísimos, que descubría en su sed insaciable de bibliófilo exquisito.
Juan José Tapia.
La influencia de las ideas de la Revolución Francesa entran en una España invadida por los ejércitos napoleónicos y se materializan en las Cortes de Cádiz de 1812 en la primera constitución liberal. Este es el momento, por primera vez en España, cuando los liberales combatiendo al Antiguo Régimen quieren quitarle el poder a la Iglesia y supeditarla al Estado. Desde el principio la Iglesia católica se opone a las Cortes de Cádiz y al Trienio Liberal porque no quiere perder sus privilegios. Es entonces cuando aparece por primera vez la violencia anticlerical dándose casos como el del cura Vinuesa en el Madrid de 1821 cuando es encarcelado por conspiración y la turba después de asaltar la cárcel lo asesina.
Manolo Gomáriz.
En otros casos, no se pedía la supresión de las órdenes religiosas pero se abogaba por una reforma radical de las mismas, como en el folleto titulado Tapaboca al redactor de la Gazeta de la Mancha, al igual que el Semanario cristiano político de Mallorca, en el que se exige la vuelta de los religiosos a la clausura, una vida moral intachable, pobreza, y la supresión de los bienes y de los recursos económicos no necesarios para su subsistencia. “En el Tapaboca se dice que desórdenes, como disponer de comadres en los conventos, besar a las mujeres y, en general, librarse a los placeres de la carne, «han cundido y existen por el presente aún con más desenfreno que en los tiempos pasados»”. En un bosquejo de los fraudes que las pasiones de los hombres han introducido en nuestra santa religión se defiende la creación de un nuevo clero secular y en la extinción de las órdenes religiosas “porque sus votos van contra los derechos del hombre y están sometidos a un soberano extranjero”.
Esther Torres.
Otro de los temas tratados es la cuestión de los bienes eclesiásticos. El texto más célebre y mejor elaborado sobre este tema está escrito por un clérigo, Antonio Bernabeu. Se trata del Juicio histórico-canónico-político de la autoridad de las Naciones en los bienes eclesiásticos, en el que Bernabeu afirma que la nación «puede sin injusticia privar al clero del derecho de poseer bienes temporales» y tiene capacidad para enajenar cualquiera de los bienes de la Iglesia, con lo que quedaba expedito el camino para la desamortización.
Beatriz Rodríguez.
Una muestra de esta contraofensiva anticlerical es el escrito de Mariano José Galindo, que dice así: …si el pueblo sigue viendo y tratando eclesiásticos soberbios, engreídos en los lucros; exigentes del respeto político, más bien que del espiritual; notados de tratos ilícitos, alumnos de Baco y Venus y populares con el seglarismo para mil aventuras de esta especie. Entonces, ¡oh, Dios no lo permita! ¿Quién ha de poder contener el torrente "de la pérdida de la fe"?».
Elías Morillas.
En la prensa liberal se siguió la misma orientación anticlerical: La Abeja Española, El Duende de los Cafés, El Diario Mercantil de Cádiz, El Amigo de la Constitución o El Conciso. El clero se valió de la prensa contraria al liberalismo para defenderse. Así se creó una disputa periodística constante, a veces agria y no exenta de insultos. Los ataques más duros y sistemáticos se centraron en tres asuntos: la Inquisición, la supuesta conspiración de los obispos para acabar con las Cortes y los supuestos manejos clericales para hacerse con los escaños a diputados en las elecciones de 1813 para la legislatura ordinaria de las Cortes. La palabra “fraile” se convirtió en sinónimo de lo más abyecto de la sociedad y el clero como potencial enemigo de la “Nación”. Se produjo, pues, la “desacralización” del clero, que creaba entre el pueblo una mentalidad y un talante nuevos en el trato con personas consideradas hasta ahora sagradas e intocables, como la obra de Pardo de Andrade, "Os rogos d'un escolar a Virxe do bo acerto para que libre a terra da Inquisicion", publicada en mayo de 1813.
¡Feliz año 2015 a todos los seguidores del blog!
José Fernando Alcántara.
La sátira anticlerical más dura y difundida de la época fue el Diccionario crítico-burlesco del que se titula Diccionario razonado manual publicado en 1811 por el bibliotecario de las Cortes Bartolomé José Gallardo. En sólo dos años, 1811 y 1812, alcanzó cinco ediciones. Su difusión y el acierto en el lenguaje lo han convertido en uno de los textos paradigmáticos del anticlericalismo del primer liberalismo y por su celebridad enlaza con otro texto de idéntico estilo, los Lamentos políticos de un Pobrecito Holgazán de Sebastián de Miñano, que hizo las delicias de los anticlericales del Trienio Liberal. "Gallardo no soporta el intento de sacralizar la sociedad ni la influencia sobre el pueblo del clero, ni su avidez de riquezas y lanza sus críticas sin distinciones...
Ricardo García Sancho.
Como era de esperar, la voz «Frailes» era la más dura. Los define como «peste de la república» y «animales inmundos» que despiden un olor especial, llamado «frailuno», inaguantable a los hombres, pero muy apetecido del otro sexo, en especial de las beatas, juicio éste que logrará notable fortuna entre los anticlericales españoles posteriores, incluso del siglo XX. (...) Del «Cristianismo» ofrece esta definición: «Amor ardiente a las rentas, honores y mandos de la Iglesia de Jesucristo. Los que poseen este amor saben unir todos los extremos y atar todos los cabos; y son tan diestros, que a fuerza de amar a la esposa de Jesucristo, han logrado el tener a su disposición dos tesorerías, que son la del arcaboba de la corte de España y la de los tesoros de las gracias de la corte de Roma.»"
Saludos y Feliz Año.
Juan Carlos Román.
Con la restauración del absolutismo por Fernando VII tras su vuelta de su reclusión en Francia a principios de 1814, la Iglesia católica recuperó bienes y privilegios y también se rearmó ideológicamente para sostener la primacía clerical en la vida política y social. El historiador J.S. Pérez Garzón le atribuye un papel disgregador “al hacer del fanatismo del púlpito y del confesionario semilla de división en la sociedad española”.
Pablo Peña.
Durante todos esos años también se acentúa la decadencia y la crisis interna del clero. Las controversias, pleitos y discusiones entre las diferentes órdenes religiosas y entre éstas y el clero secular continuaron, especialmente por la disputa de los derechos económicos, que a veces también les enfrentó con las autoridades civiles. Y además creció el conflicto con los campesinos por el pago del diezmo y de las cargas “feudales” en los señoríos eclesiásticos, especialmente de los monasterios.
Lucía Ortega.
Una prueba de esta crisis interna del clero fueron algunas pastorales de los obispos que intentaban cambiar las costumbres del clero en las que les prohibían colocarse aditamentos sobre hábitos y sotanas o asistir a espectáculos públicos o fumar en los templos, o ir acompañados de mujeres en paseos, romerías y fiestas o entrar en burdeles.
¡Feliz Año 2015!
Felix Carpio.
También existen testimonios de eclesiásticos como el chantre de la catedral de Barcelona, Cayetano Barraquer y Roviralta, que describe así lo que vio en el monasterio de Ripoll:
“Servil adorador de la verdad, debo confesar que, si bien los monjes de la congregación benedictina cesaraugustana fueron, en general, buenos sacerdotes, en sus últimos tiempos anduvieron muy distantes del espíritu de San Benito, su fundador. Nada del dormitorio común, aposentados en la mayor parte cada uno en su casa, y servido por un criado, bien que dentro de la muralla monacal. Nada del trabajo de manos, ocupados sólo en la piedad y funciones sacerdotales. Casi nada de la pobreza, alhajados como personas de clase media, y repartidas las rentas en distintos cargos. Nada del antiguo tosco sayal, vestidos con buenas lanas, con sotana ajustada al cuerpo a la francesa.”
Antonio López.
Según el historiador Emilio La Parra, en la agudización de la crisis interna del clero algo tuvo que ver la “desorientación de muchos clérigos durante la Guerra de la Independencia, pues la disolución de casas religiosas y los vaivenes de la ocupación de pueblos y ciudades por unas y otras tropas obligaron al clero a abandonar sus conventos, monasterios y parroquias y a vestir y vivir como los laicos. Por lo demás, no se resolvieron los problemas de vocación, ni el desigual reparto de las riquezas, ni la falta de instrucción de muchos sacerdotes”. Comportamientos como los de algunos monjes benedictinos que tenían criado o criada y no observaban la vida en común fuera de las horas de los rezos y que no se hacían llamar “padre” o “hermano” sino “señores monjes” o el de cierto abad que montaba orgías en su monasterio, contribuyeron a degradar la consideración social que tenía la población sobre el clero, aunque la mayoría del mismo llevara una vida diferente.
Juan Antonio Ramos.
Fuese por convicción o por necesidad, la guerra civil carlista y la consiguiente radicalización que trajo consigo evidenciaron, a principios de 1834, que el tímido programa de reformas del gabinete de Cea Bermúdez no era suficiente para sostener la causa isabelina entre los liberales. Tras escuchar a nobles como el marqués de Miraflores y a generales de prestigio, y absolutamente imprescindibles, como Manuel Llauder, Vicente de Quesada o Luis Fernández de Córdova, la Regente se decidió a dar un golpe de timón político que, en aquellos momentos, era sin duda audaz. Cesó a Cea Bermúdez y nombró para sustituirle a un antiguo liberal, ya muy moderado, Francisco Martínez de la Rosa. Poco después se publicó el llamado Estatuto Real, cuyo objetivo formal era, según expuso en el Consejo de Ministros, dotar de mayor “firmeza y esplendor al Trono” y labrar “la suerte futura de la Nación”. En la práctica, se trataba de un texto muy ambiguo desde el punto de vista jurídico-constitucional, mucho más cerca de una mera convocatoria de Cortes, graciosamente concedida por la Corona, al igual que la Carta Otorgada por el rey de Francia Luis XVIII a los franceses en 1814 con la que frecuentemente se ha comparado.
Muchos saludos para todos.
El Estatuto Real abría las puertas a un cambio gradual cuyo objetivo era favorecer, bajo la tutela de la Corona, la subordinación de las esperanzas liberales a un acuerdo con el absolutismo reformista que era, en realidad un verdadero horizonte político de la Regente y Gobernadora. Sin embargo, el efecto de radicalización que tenía la guerra civil y la evidente conciencia de su importancia por parte del liberalismo llevaron las cosas más lejos. Las Cortes que se reunieron en julio de 1834 estuvieron dominadas por una nutrida y activa mayoría liberal cuya actividad parlamentaria, a pesar de sus diferencias internas respecto al modo y carácter de las reformas, abrió las puertas para que comenzase a debatirse públicamente la necesidad de avanzar hacia un régimen plenamente constitucional.
Al mismo tiempo, y de forma más proyectiva que descriptiva, la figura de la reina niña, “la inocente Isabel”, comenzó a ser identificada simbólicamente con todas las esperanzas de cambio y de libertad frustradas desde las Cortes de Cádiz y el Trienio Liberal de 1820 a 1823.
Rafael García.
Aquella niña que los liberales invocaban en los campos de batalla, símbolo de la regeneración de la patria, de un nuevo comienzo de inocencia y de luz, no era defendida tan sólo como heredera legítima del trono, sino como compendio de todas las aspiraciones de mejora, política y social, que la lucha contra el carlismo contenía. Se luchaba por la reina porque se luchaba por la libertad, porque se temía la reacción absolutista. Se inició entonces un modelo de representación de Isabel II que, con todos los matices, se mantuvo casi inalterable durante la década siguiente.
Rosa María Méndez.
Utilizando la fórmula respetable de escritos en honor de la reina, los liberales publicaron durante aquellos años infinidad de poemas y loas que, tras su composición retórica, identificaban el trono de Isabel II con la lucha por sacudirse años de reacción y oscurantismo:
“España su gloria funda
y cifra su lealtad
en amar la majestad
de Nuestra Isabel Segunda
Con sangre se ha de escribir
con sangre se ha de sellar
Isabel ha de reinar
y Cristina ha de regir
Muera el faccioso traidor
que a Isabel no obedeciere
como se consume y muere
la niebla al salir el sol”.
Raquel Aroca.
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