PROLOGO

Se pretende que sea éste un espacio dedicado a entretener y deleitar (... a través de la fotografía fundamentalmente) ... a dar a conocer (...o traer al recuerdo) ciertos monumentos o espacios situados en el término o cercanías de Lahiguera. ...a llamar la atención por el estado de abandono y deterioro de muchos de ellos, ...y si llegara el caso, a remover la conciencia de todos los que somos "herederos" de tales monumentos y espacios, y que con nuestra aportación ayudásemos a la conservación de los mismos.

miércoles, 13 de septiembre de 2023

EL MIEDO A LA FIEBRE AMARILLA EN JAÉN Y SU PROVINCIA EN EL SIGLO XIX.

 SU EXTENSIÓN POR ANDALUCÍA Y EL RESTO DE ESPAÑA.

El siglo XIX comienza en la Baja Andalucía con una epidemia, que por sus características, la población de su tiempo la incluía en el grupo de las pestes, y que en un primer momento las autoridades sanitarias no le dieron nombre, luego fue llamada fiebre amarilla.

En la capital giennense, desde que se tuvo conocimiento  oficial del contagio de algunas poblaciones importantes de Cádiz y Sevilla, la Junta de Sanidad estableció en diciembre de 1800 un reglamento con medidas drásticas a adoptar a fin de prevenir el contagio de la ciudad, basadas en el manifiesto de 26 de octubre de ese año que hizo Juan Soler, cónsul y agente del Rey en Turquía, y comisionado por el Gobernador del Consejo en lo concerniente a la policía y precauciones ante la epidemia. Básicamente eran las mismas precauciones que se adoptaron en épocas anteriores frente a la peste:

- El control de las puertas de la ciudad de Jaén, quedando abiertas sólo las puertas de  Martos, puerta Barrera, Alcantarilla, Sol, Ángel, y Santa Ana.

- En cada una de ellas se establecía una diputación, compuesta de un eclesiástico y un “seglar de la nobleza, y de otras clases decentes”, junto  con una guardia formada por tres hombres como mínimo.

- Todas las puertas se abrirían al toque de campana, excepto la puerta de la Alcantarilla, por donde salían los leñadores a las cuatro de la mañana; y se  cerrarían a las nueve de la noche las puertas mayores y las puertas menores media hora  más tarde. En las puertas principales y en los portillos se prohibían las  comidas y bebidas, excepto “un vaso de agua y una tinaja de chocolate  para el sujeto que por necesidad o costumbre le acomode tomarla”.

- La guardia se encargaba de detener a los pasajeros junto con sus bestias y pertenencias, exigiéndoles el pasaporte o carta de sanidad, sin el cual no podían entrar en la ciudad, por muy “distinguidas y autorizadas”  que fuesen.

- Los que viniesen de los pueblos invadidos se les sometía obligatoriamente a una rigurosa cuarentena sin tiempo especificado, así como sus  pertenencias o equipajes, en las casas lazaretos destinados por la Junta de Sanidad. Los efectos sospechosos se llevaban a la ermita de San Lázaro, evitándose todo contacto con ellos y “sin omitir jamás la de lavarse con vinagre”, por lo que siempre debía de haber suficiente provisión de vinagre en las casas de la diputación y en las guardias.

- Los que llegaban enfermos eran detenidos hasta ser reconocidos por el médico nombrado a tal efecto. Si la enfermedad era ordinaria y el enfermo era pobre se internaba en el Hospital San Juan de Dios, si no lo era  se le dejaba en libertad. (1) Archivo Municipal de Jaén, Legajo 90. Junta de Sanidad: Reglamento formado por la____de esta M. N. y Leg. Ciudad de Jaén, á fin de preservarla de la epidemia contagiosa reinante en diversos pueblos de la Baja Andalucía. Imprenta de D. Pedro de Doblas. Jaén, 1800.

Epidemia de fiebre amarilla en Cádiz, año 1800. Pintura de Theodore Géricault.

En 1811, la fiebre amarilla comenzó a extenderse de nuevo, esta vez se desarrolló en Cartagena y amenazaba la provincia por su extensión a Murcia.

Para evitar la extensión de esta “terrible enfermedad” por Andalucía, en esta  época invadida por los franceses, el General en Jefe del Ejército del Mediodía en España ordenó la formación de una Comisión de Sanidad en todas las capitales, a cuya cabeza se hallaba el prefecto o el corregidor, dependientes de la comisión central de Sevilla, que debían adoptar las instrucciones de ella. La  comisión de sanidad de Jaén estaría presidida por el prefecto Joaquín de Uriarte y Landa. (2) Archivo Municipal de Jaén, Legajo 90. Comunicación del General en Jefe del Ejército del Mediodía al Prefecto de Jaén, trasladada por éste a la Junta de Gobierno Municipal de Jaén. Jaén, 6 de noviembre de 1811.

Con la retirada de los franceses de la provincia, el 23 de julio de 1813 se instaló una nueva Junta de Sanidad con la misión de prevenir a la población del contagio y estuvo en vigor hasta 1821. Esta junta estaba presidida por el corregidor, José Alonso de Villasante y compuesta por el comandante de Armas, el Administrador General de Rentas Reales, el Párroco más antiguo de la ciudad,  el médico titular y un secretario. La Junta intentó establecer un cordón sanitario provincial, solicitando al Comandante de Armas acantonamientos de tropa en los lugares limítrofes con Granada, desde la villa de Alcaudete hasta la de Quesada, pues temía que pudiesen penetrar a través de la provincia de Granada personas provenientes de Gibraltar y otros sitios sospechosos. Esta zona se consideraba “infestada de ladrones”.

La Junta Suprema de Sanidad, creada en 1720 para un fin específico, terminaría siendo una importante institución dedicada de forma global en España a la política sanitaria en el siglo XVIII.

La Junta, se crearía en octubre de 1720 en tiempos de Felipe V, con un objetivo concreto: intentar preservar a España del contagio de la peste que se había extendido por Marsella al fallar el control sobre un barco procedente del Levante. Dependía del Consejo de Castilla, el único Consejo del sistema polisinodial de los Austrias, que mantuvo su poder en el organigrama de la Administración central de la Monarquía.

Cuando La Junta Suprema de Sanidad fue creada desarrolló una activa política de vigilancia marítima y terrestre, a través de estrictos controles, establecimientos de cuarentenas y lazaretos, quemas de objetos potencialmente contagiados, expurgos, etc., para evitar el desastre de la expansión de la enfermedad. Pero cuando el peligro desapareció se terminó el objeto concreto para el que se había creado esta Junta, como el de tantas otras en otros ámbitos del poder que se creaban para una cuestión y, una vez finalizada su misión, eran suprimidas. Pero este no fue el caso. La Junta comenzó, poco a poco, asumiendo nuevas funciones, hasta que adquirió un gran poder en el ámbito sanitario e higiénico en España.

La Junta requirió los servicios de asesoramiento de otros organismos vinculados con la sanidad. Fundamentalmente, se valió del Real Protomedicato, la institución dedicada a velar por el ejercicio de la medicina y la formación de los médicos. Pero también tenían competencias en esta materia la Junta Superior de Cirugía y la Junta Superior de Medicina. En todo caso, en el ámbito sanitario también se dio en el siglo XVIII lo que se produjo en otros sectores de la administración: intento de potenciar el sentido ejecutivo de la misma con nuevos organismos centralizadores, pero sin terminar de abolir otros de origen anterior. Se intentaba imponer una suerte de nuevo absolutismo de corte francés, pero sin romper totalmente con el pasado, por lo que siguió habiendo algunos problemas con las competencias. En este sentido, cuando se puso en marcha la inoculación de la vacuna, sería competencia de la Junta Superior de Cirugía, sustituida por la Junta Superior de Medicina.

La Junta creó la institución de un inspector de epidemias, un instrumento ejecutivo eficaz. También formaría comisiones y juntas específicas, formadas por facultativos, para temas concretos. Por otro lado, habría juntas provinciales y municipales dependientes de la Suprema.

La Junta creó un conjunto de normas, y recopiló las anteriores en un esfuerzo centralizador y racionalizador, propio del siglo XVIII. En este sentido, se destacaría en la normativa de sanidad marítima, muy importante porque era el vehículo principal de llegada de enfermedades epidémicas. Se creó una red de lazaretos en los principales puertos, es decir, hospitales aislados para tratar las enfermedades contagiosas más graves. Debemos recordar, en relación con su labor legislativa, que era un organismo típico del Antiguo Régimen, que creaba autos-acordados con carácter legal, y que poseía funciones también judiciales en las materias de su competencia.

La Junta reforzó su poder a finales del siglo XVIII cuando la fiebre amarilla azotó el sur peninsular, pero en 1805 fue suprimida por una Real Orden de marzo, aunque la Real Cédula de 25 de agosto de 1809, en plena Guerra de la Independencia, volvió a poner en marcha el organismo. En el Trienio Liberal se desarrolló una amplia legislación sanitaria, creando el primer sistema nacional de salud con una Dirección General de Sanidad, pero, en realidad, no se pone en marcha un sistema nuevo hasta 1847, asentado el Estado liberal, momento en el que desaparecería la Junta Suprema de Sanidad. (3) Varela Peris, Fernando: El papel de la Junta Suprema de Sanidad en la política sanitaria española del siglo XVIII, Dynamis: Acta hispanica ad medicinae scientiarumque historiam illustrandam, Nº. 18, 1998, páginas 315 a 340.

Fumigaciones realizadas en Leganés (Madrid) contra la enfermedad de la fiebre amarilla en las dependencias de las tropas españolas retornadas de Cuba, en el siglo XIX. Publicado por Le Monde Illustré en fecha 23 de noviembre de 1878.

También la zona limítrofe a la provincia de Córdoba fue objeto de atención por parte de la Junta, por lo que el Comandante de Armas de nuevo fue requerido para proteger con partidas de tropa desde Alcaudete hasta Andújar. (4) Archivo Municipal de Jaén, Legajo 90. Secretaría de la Junta de Sanidad, 1813-1821.

En 1819, se entabló un debate entre las juntas de Sanidad provincial y municipal de Jaén en torno al ganado de cerda y la prevención frente a una epidemia de fiebre amarilla que afectaba a otros lugares. La Junta Municipal manifestaba la importancia vital que tenía para muchos vecinos “de la plebe” la crianza del cerdo, considerando que era más opuesta a la salud “la falta de mantenimiento que la sobrecarga del aire de algún hálito fetoroso”, pues el hambre conducía a la enfermedad, recordando la Junta Municipal el conocido proverbio de: “Después de la guerra, hambre; después de la hambre, peste”.

Era evidente que las reclamaciones de muchos vecinos influyeron en esta decisión, así como las observaciones médicas sobre epidemia, por contagio, e infección. Aunque la Junta Municipal consideraba que todo foco de mal olor se debía evitar, así como sacar de la ciudad los cerdos, era aconsejable permitir a los pobres la permanencia de aquellos dentro del casco urbano, con la consiguiente limpieza de las zahúrdas.

Esta decisión fue rebatida por Carlos Pérez, médico consultor de la Junta Superior de Sanidad de Jaén. Aunque también consideraba que el ganado de cerda no podía producir directamente la fiebre amarilla, se debían poner en práctica las medidas de higiene pública como forma de precaver las enfermedades, pese a los perjuicios que pudiesen ocasionar la salida de los cerdos de la ciudad a algunos vecinos pobres, que, por otra parte, podían subsanarse. (5) Archivo Municipal de Jaén, Legajo 90. Junta Municipal de Sanidad: Reflexiones político-médicas...

No era ésta la única disensión entre ambas juntas. En realidad, existían fuertes tensiones entre sus componentes, otras veces, el celo en la adopción de medidas ante la epidemia era por parte de la Junta Municipal. Así vemos que la Junta Superior de Sanidad amonestó a la Municipal, entre otras cosas, por al “odioso estremo de adoptar medidas estrepitosas y alarmantes”, como la “desconocida y extraordinaria” disposición de diputaciones dobles en las puertas de la ciudad, basándose en un rumor sobre la existencia enfermedades sospechosas en Torredelcampo. (6) Archivo Municipal de Jaén, Legajo 90. En documentos de Sanidad, 1819-1820.

La epidemia de fiebre amarilla no llegó a Jaén, pero los rumores, los cordones sanitarios, las medidas preventivas y sus consecuencias socioeconómicas hacían mella en la población más necesitada. El miedo a la epidemia y la ansiedad consecuente, ya de por sí, producían un efecto pernicioso sobre la población.

La fiebre amarilla era, y lamentablemente es, una enfermedad vírica con una larga historia en la región africana del golfo de Guinea, que había llegado a América a finales del siglo XVIII a través de los transportes de esclavos. El año 1821 la ciencia médica desconocía cómo se contagiaba y cuando se producía un estallido de casos (el salto de la categoría endémica a la epidémica), los sanitarios se limitaban a aplicar métodos paliativos con resultados escasos. 

Medico Cubano, Carlos Finley Barrés descubridor en el año 1881 de que la fiebre amarilla se transmitía con la picadura de la hembra fecundada del mosquito Aedes aegypti.

No sería hasta sesenta años más tarde (1881) que el médico cubano Carlos Finley Barrés descubriría que la fiebre amarilla se transmitía con la picadura de la hembra fecundada del Aedes aegypti, un mosquito originario de las zonas pantanosas del golfo de Guinea, entre otros lugares tropicales del planeta, que hacía más de un siglo que ya formaba parte del paisaje zoológico de Cuba.


Fiebre amarilla es una enfermedad vírica aguda, hemorrágica, que es endémica en áreas tropicales de África y América Latina. Es difícil diferenciar muchas veces entre casos de fiebre amarilla y otras fiebres hemorrágicas virales como arenavirus, el hantavirus, o el dengue.

Los síntomas aparecen entre 3 y 6 días después de la picadura de un mosquito infectado. En una fase inicial causa fiebre, dolor muscular y de cabeza, escalofríos, pérdida del apetito y náuseas o vómitos. Para la mayoría de los pacientes estos síntomas desaparecen después de 3 a 4 días. Sin embargo, el 15% entra en una segunda fase, más tóxica dentro de las 24 horas siguientes a la remisión inicial. En esta fase, vuelve la fiebre alta y varios sistemas del cuerpo son afectados. La función renal se deteriora. La mitad de los pacientes que pasan a la fase tóxica mueren a los 10 -14 días, el resto se recupera sin daño orgánico significativo.

No existe un tratamiento específico para la fiebre amarilla. La vacuna es la medida preventiva más importante y es segura, asequible y muy eficaz. Proporciona inmunidad efectiva dentro de los 30 días para el 99% de las personas vacunadas y una sola dosis es suficiente para conferir inmunidad sostenida y proteger de por vida contra la enfermedad.

El periodo de incubación es de 3 a 6 días. Muchos casos son asintomáticos, pero cuando hay síntomas, los más frecuentes son fiebre, dolores musculares, sobre todo de espalda, cefaleas, pérdida de apetito y náuseas o vómitos. En la mayoría de los casos los síntomas desaparecen en 3 o 4 días.

Sin embargo, un pequeño porcentaje de pacientes entran a las 24 horas de la remisión inicial en una segunda fase, más tóxica. Vuelve la fiebre elevada y se ven afectados varios órganos, generalmente el hígado y los riñones. En esta fase son frecuentes la ictericia (color amarillento de la piel y los ojos, hecho que ha dado nombre a la enfermedad), el color oscuro de la orina y el dolor abdominal con vómitos. Puede haber hemorragias orales, nasales, oculares o gástricas. La mitad de los pacientes que entran en la fase tóxica mueren en un plazo de 7 a 10 días.

El diagnóstico de la fiebre amarilla es difícil, sobre todo en las fases tempranas. En los casos más graves puede confundirse con el paludismo grave, la leptospirosis, las hepatitis víricas (especialmente las formas fulminantes), otras fiebres hemorrágicas, otras infecciones por flavivirus (por ejemplo, el dengue hemorrágico) y las intoxicaciones.

En las fases iniciales de la enfermedad a veces se puede detectar el virus en la sangre mediante la reacción en cadena de la polimerasa con retrotranscriptasa. En fases más avanzadas hay que recurrir a la detección de anticuerpos mediante pruebas de ELISA o de neutralización por reducción de placa.

Representación de la muerte cabalgando encima de un mosquito (circa 1900). Archivo histórico del Ayuntamiento de Barcelona.

El virus de la fiebre amarilla es un arbovirus del género Flavivirus transmitido por mosquitos de los géneros Aedes y Haemogogus . Las diferentes especies de mosquitos viven en distintos hábitats. Algunos se crían cerca de las viviendas (domésticos), otros en el bosque (salvajes), y algunos en ambos hábitats (semidomésticos).

Hay tres tipos de ciclos de transmisión:

Fiebre amarilla selvática: En las selvas tropicales lluviosas, los monos, que son el principal reservorio del virus, son picados por mosquitos salvajes que transmiten el virus a otros monos. Las personas que se encuentren en la selva pueden recibir picaduras de mosquitos infectados y contraer la enfermedad.

Fiebre amarilla intermedia: En este tipo de transmisión, los mosquitos semidomésticos (que se crían en la selva y cerca de las casas) infectan tanto a los monos como al hombre. El aumento de los contactos entre las personas y los mosquitos infectados aumenta la transmisión, y puede haber brotes simultáneamente en muchos pueblos distintos de una zona. Este es el tipo de brote más frecuente en África.

Fiebre amarilla urbana: Las grandes epidemias se producen cuando las personas infectadas introducen el virus en zonas muy pobladas, con gran densidad de mosquitos y donde la mayoría de la población tiene escasa o nula inmunidad por falta de vacunación. En estas condiciones, los mosquitos infectados transmiten el virus de una persona a otra.

Mosquito Aedes Aegypti chupando la sangre humana.

La instauración temprana de un buen tratamiento de apoyo en el hospital aumenta la tasa de supervivencia. No hay tratamiento antivírico específico para la fiebre amarilla, pero el desenlace mejora con el tratamiento de la deshidratación, la insuficiencia hepática y renal y la fiebre. Las infecciones bacterianas asociadas pueden tratarse con antibióticos.

El virus es endémico en las zonas tropicales de África y de América Central y Sudamérica.

Las grandes epidemias de fiebre amarilla se producen cuando el virus es introducido por personas infectadas en zonas muy pobladas, con gran densidad de mosquitos y donde la mayoría de la población tiene escasa o nula inmunidad por falta de vacunación. En estas condiciones, los mosquitos infectados transmiten el virus de una persona a otra.

La fiebre amarilla puede prevenirse con una vacuna muy eficaz, segura y asequible. Una sola dosis es suficiente para conferir inmunidad y protección de por vida, sin necesidad de dosis de recuerdo.

Un buen tratamiento de apoyo en el hospital aumenta la tasa de supervivencia. No hay tratamiento antivírico específico para la fiebre amarilla.

La estrategia para eliminar las Epidemias de Fiebre Amarilla es una iniciativa sin precedentes. Con la participación de más de 50 asociados, la alianza EYE presta apoyo a 40 países en riesgo de África y las Américas para prevenir, detectar y responder a los casos sospechosos y a los brotes de fiebre amarilla.


La fiebre amarilla es un mal que confiere al semblante del enfermo un macilento viso amarillo, el mismo color de la bandera de aviso que enarbolaban los barcos al llegar a puerto con víctimas de esta enfermedad. Era también llamada “vómito negro”, por la expulsión de sangre coagulada que, entre sus terribles síntomas, sufrían con frecuencia los infectados.

Es una enfermedad vírica infecciosa aguda de corta duración y gravedad variable. Los casos leves pueden presentar un cuadro clínico indefinido; los casos típicos se caracterizan por la aparición repentina de fiebre, escalofríos, cefalea, dorsalgia, mialgias generalizadas, postración, náusea y vómito. La ictericia es moderada al inicio y se intensifica después. Casi todas las infecciones ceden en esta etapa, pero después de un lapso breve de remisión, de varias horas a un día, algunos casos presentan síntomas hemorrágicos tales como epistaxis, hemorragia gingival, hematemesis (vómito negro o en posos de café), melena e insuficiencia hepática y renal. Entre el 20% y 50% de los casos con ictericia son mortales. La tasa de letalidad en la población autóctona de las regiones endémicas es de 5%, pero puede alcanzar un 20% a 40% en algunos brotes. El diagnóstico de laboratorio se hace por aislamiento del virus, por demostración del antígeno vírico, sus anticuerpos o genoma.

El virus de la fiebre amarilla, del género Flavivirus, familia Flaviviridae, se trasmite en las zonas urbanas, por los seres humanos y los mosquitos Aedes aegypti; en las zonas selváticas, principalmente por los monos y mosquitos. Los seres humanos son los principales huéspedes amplificadores en el ciclo urbano. Su modo de transmisión es a través de la picadura de mosquitos. No se transmite por contacto ni por los vehículos comunes. El período de incubación varía entre tres a seis días. 

La ictericia es uno de los síntomas que se muestra en los ojos y piel de los enfermos de fiebre amarilla.

La sangre de los enfermos es infectante para los mosquitos desde poco antes de aparecer la fiebre y durante los primeros tres a cinco días del cuadro de la enfermedad. La enfermedad es altamente transmisible en los sitios donde coexisten muchas personas susceptibles y abundantes mosquitos vectores. La Organización Mundial de la Salud aconseja medidas acordes al Reglamento Sanitario Internacional para su aplicación a barcos, aeronaves y vehículos de transporte terrestre provenientes de zonas de fiebre amarilla, así como la cuarentena de animales, a veces se exige la cuarentena de monos y otros primates silvestres procedentes de zonas endémicas de fiebre amarilla. Para los viajeros internacionales muchos países exigen el certificado internacional de vacunación contra la fiebre amarilla para la entrada de viajeros que proceden o se dirigen a zonas endémicas; si no se satisface tal requisito, serán aplicables las medidas de cuarentena de una duración de hasta seis días. La Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda la inmunización para todos los viajeros que vayan a zonas no urbanas en países donde la enfermedad afecta a seres humanos o donde se cree que está presente en primates no humanos.

En la naturaleza existen dos ciclos de transmisión de la fiebre amarilla: uno selvático, en el que intervienen mosquitos Aedes o Haemagogus y primates no humanos; y otro urbano, en el que intervienen seres humanos y mosquitos, principalmente Aedes aegypti. La transmisión selvática se limita a las zonas tropicales de África (15° de latitud norte y 10° de latitud sur) y América Latina (Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador y Perú). Se estima que se habría originado en los bosques lluviosos de África central, donde la población local habría desarrollado cierta resistencia a la enfermedad. De allí habría pasado al Caribe y el continente americano, para volver a cruzar el Atlántico y provocar varios brotes, sobre todo en el sudoeste de Europa. En los últimos cincuenta años se ha mantenido en las franjas tropicales africanas y americanas y no se ha presentado ningún brote de fiebre amarilla urbana en América del Norte. No hay indicios de que alguna vez haya habido fiebre amarilla en Asia.

Desde sus áreas originarias en África ecuatorial, se estima que la fiebre amarilla se habría trasladado a América por efecto del tráfico de esclavos llevado a cabo por los europeos a partir del golfo de Guinea durante los siglos XVI y XVII, introduciéndose en las Antillas y territorios ribereños del Caribe. En 1647 ya hay noticias de brotes de la enfermedad en Barbados y poco después, en 1649, en Cuba, donde se establece, rebrotando de manera persistente. En la segunda mitad del Seiscientos se convierte ya en una mortal amenaza para los colonizadores europeos y otras poblaciones de las áreas tropicales de las Indias occidentales, expandiéndose después paulatinamente algo al norte y al sur de sus focos iniciales. Desde 1693 se documenta su presencia en las colonias inglesas de Norteamérica, donde resurge en continuadas epidemias, con grandes oleadas hasta 1762, en las que afecta a ciudades como Boston, Filadelfia y Nueva York, mientras más al sur se manifiesta episódicamente en fuertes brotes, como sucede en Cartagena de Indias en 1741, cuando la fiebre amarilla diezma a un ejército británico expedicionario que ponía sitio a la plaza española. Para entonces, el vómito negro había iniciado también su ciclo epidémico de ida y vuelta, retornando desde América a la otra orilla del océano Atlántico, al hacerse presente en las poblaciones hispanas de Cádiz y Málaga en las décadas de 1730 y 1740.

Ya hemos aludido a la temprana presencia de la fiebre amarilla en los dominios españoles, transportada desde África por el tráfico de esclavos a las Indias, donde devastó entre 1648 y 1654 los asentamientos coloniales de Cuba, Yucatán y Santo Domingo. El golpe de retorno no se hizo esperar, y en 1730-31 se dieron en la ciudad de Cádiz brotes de una “peste” desconocida en suelo peninsular, el vómito negro, traído al parecer por una embarcación americana. De efectos contenidos, en 1741 volvió a manifestarse la misma enfermedad, pero esta vez en Málaga, de nuevo llegada en una nave procedente de América, dejando en esta ocasión un saldo de 3.000 muertes. 

Vista de Málaga (1840). Cartoteca de Cataluña.

Cuando la nave, llamada el Gran Turco procedente de Cuba llegó a Málaga, se desestibó una parte de la carga que contenía el agente transmisor y se desembarcó una parte de la tripulación que había enfermado de fiebre amarilla durante el viaje. No hay cifras exactas, pero sí que debieron representar una carga viral suficiente para esparcir la enfermedad por la ciudad. El por qué las autoridades silenciaron aquella epidemia se explicaría por el miedo a repetir la ridícula gestión de una experiencia anterior. En 1804, Málaga había sufrido una epidemia de fiebre amarilla que causaría 6.884 muertes (el 15% de la población de la ciudad). En aquella ocasión, las autoridades bombardearon la población con azufre y estiércol. El cronista Díaz de Escovar (1903) diría: “El colmo de la ridiculez fue traer cuatro cañones y dispararlos, una y otra vez, en medio de aquellas calles estrechas, al objeto de purificar la atmósfera”. Díaz de Escovar se refería a aquel hecho con un siglo de perspectiva. Pero la memoria de aquella esperpéntica gestión y el miedo de las autoridades a repetir el ridículo (y a poner en compromiso su poder), la confirma el médico José de Salamanca. Al año siguiente del episodio del Gran Turco (1822), publicaba un trabajo referido a la epidemia de 1804: “Dos semanas después (...) las noticias habían llegado a Madrid (...) que no tardó en declarar una epidemia. La enfermedad estaba ya extendida por toda la ciudad”. Huelga decir que el capitán general de la Costa de Granada y su particular séquito de lameculos vieron muy comprometida su situación. Tanto la figura como la institución (con sede, precisamente, en Málaga) habían sido, tan sólo un poco antes, transformadas por el régimen borbónico con la supuesta misión de vigilar el contagio de epidemias procedentes de África y de América.

Vista de Barcelona desde el Castillo de Montjuic sobre el año 1800. Cartoteca de Cataluña.

En la fecha 29 de junio de 1821 atracó en el puerto de Barcelona el mercante El Gran Turco, procedente de La Habana. Su capitán no informó a las autoridades portuarias de que durante el trayecto oceánico habían lanzado por la borda varios cadáveres de tripulantes muertos a causa de “el vómito negro”. Como también silenciaron las autoridades de Málaga (la última escala del Gran Turco antes de llegar al puerto de Barcelona) que no tan sólo habían enterrado otros tripulantes infectados que habrían sobrevivido a la travesía, sino que la enfermedad se habría extendido por la ciudad, causando una formidable mortandad. A partir de la llegada del Gran Turco a Barcelona, y en pocas semanas, la fiebre amarilla (la denominación europea del “vómito negro”) se convertiría en una epidemia que sólo en la capital catalana causaría 6.244 muertes (el 6% de la población de la ciudad).

El doctor Andrés Mazet cuidando enfermos de fiebre amarilla en una calle de Barcelona (1821).

Los primeros agentes de transmisión y los primeros muertos de aquella epidemia fueron un grupo de calafateadores que, una vez atracado el silencioso barco de la muerte, habían subido a bordo, confiados en que allí no pasaba nada, para efectuar reparaciones precisas. El 17 de julio (veinte días después de la llegada del barco de la muerte) la enfermedad se había extendido como la pólvora en combustión por el barrio de la Barceloneta. Y el 3 de agosto, el consistorio decretaba un cordón sanitario en torno a este barrio, que resultaría inútil, pues la canícula veraniega había facilitado que los mosquitos del Gran Turco se propagaran por los barrios más próximos al puerto e infectaran los pozos de agua de las casas, de los obradores y de los hostales. En plena epidemia, también, de terror, los vecinos de los barrios costeros abandonaban, masivamente, sus casas y se refugiaban en los bosques de Montjuic, malviviendo en la intemperie.

Grabado que representa la epidemia de fiebre amarilla en Barcelona en el año 1821.

Las autoridades de la Capitanía General de la Costa de Granada sabían que el destino del barco de la muerte era Barcelona,
nadie se atrevió a señalar, formalmente, al Gran Turco. Es decir, nadie se atrevió a acusar, oficialmente, a la Capitanía General de la Costa de Granada.  

Monumento a los muertos por la fiebre amarilla en el año 1821 en Barcelona.

En este punto es importante recordar que en Madrid reinaba el absolutista e inquisitorial Fernando VII, que el año anterior (1820) le habían hecho tragar un golpe de estado pretendidamente liberal. En aquel contexto, los capitanes generales estaban exclusiva y obsesivamente entregados a desmontar conspiraciones, que desde un extremo o desde otro, comprometían el nuevo régimen y su poder personal. Y, también, es importante apuntar que Barcelona era la ciudad más conflictiva política y socialmente de todos los dominios borbónicos.

En aquel contexto de desinformación y secretismo, Josep Marià de Cabanes d'Escofet, alcalde de Barcelona, tomó el mando de la emergencia y evitó que aquella epidemia se propagara más allá de las murallas: el 17 de septiembre confinaba la ciudad. Pero, en cambio, no podría impedir que los barcos de cabotaje (catalanes y extranjeros) salieran del puerto como si no pasara nada.

Pedro Villacampa y Maza de Linaza, capitán general de Cataluña.

Pedro Villacampa y Maza de Linaza, capitán general de Catalunya, desapareció del escenario del poder, y el puerto de Barcelona se convirtió en un aspersor de la epidemia, con lo que acto seguido estallarían dos importantes focos epidémicos en el puerto de Salou (el puerto de Reus) y en el puerto fluvial de Tortosa que causarían miles de muertes.

Enfermo con vomito negro por padecimiento de la fiebre amarilla.

Tras un lapso de varias décadas sin incidencias, en 1800 la fiebre amarilla invade con violencia inusitada las poblaciones del sudoeste andaluz a partir de las localidades costeras del golfo gaditano, pasando de Cádiz y los Puertos a Sevilla y sus contornos. La epidemia adquiere tintes de auténtica catástrofe, y se cobra en pocos meses nada menos que alrededor de 60.000 vidas. Es la primera acometida, y la más letal, de una serie de epidemias del vómito negro que se ensañan sobre todo con la franja meridional del occidente andaluz y el entorno malagueño a lo largo de un lustro, con ramificaciones que se extienden asimismo hacia Murcia y el Levante.

Después de asolar ciudades y villas entre las capitales gaditana e hispalense en 1800, en 1801 la fiebre amarilla diezma la población de Medina Sidonia, acabando con casi ochocientos de sus habitantes. En 1803 azota Málaga, y en 1804 vuelve a hacerlo aun con mayor intensidad, al tiempo que la enfermedad se propaga a otras muchas poblaciones andaluzas con nefasta incidencia, en una oleada que solo queda por detrás de la de 1800 en su recuento de víctimas mortales. En esta ocasión los fallecidos ascienden a un total estimado que bascula entre cerca de treinta y los cuarenta mil, según las fuentes de los diversos informes y estudios sobre el fenómeno, entre los que sobresalen, con diferencia, los del médico Juan Manuel de Aréjula (Juan Manuel Guillermo de Aréjula y Pruzet nació en Lucena, estudió Medicina en Cádiz, se consagró como cirujano en la mar, fue científico en París y exiliado por el absolutismo del XIX).

Juan Manuel Guillermo de Aréjula y Pruzet, destacó entre otras importantes obras, su Breve descripción de la fiebre amarilla, basada en la epidemia que asoló Andalucía. Médico de campaña con el Ejército que se enfrentó a los franceses en Bailén, su liberalismo le granjeó la clandestinidad, cuando el absolutismo, y la implicación con los constitucionalistas gaditanos de 1820. Durante el trienio liberal fue Director General de Enseñanza; con la vuelta al absolutismo se exilió. Se refugió en Londres y allí murió el 16 de noviembre de 1830, después de haber intentado inútilmente su salida de la masonería. Su memoria quedó, olvidada como su cuerpo, allí.

 

Además de Málaga, se ven afectadas Vélez Málaga, Algeciras, Cádiz, Jerez y Sevilla, y hacia el interior de la región, Antequera, Ronda, Granada, Córdoba y un reguero de poblaciones cordobesas, sevillanas y gaditanas. En algunas de ellas la mortandad es ahora elevadísima, superando a veces el 20% de sus habitantes, como sucede en Vélez Málaga, donde las pérdidas rondan el 40%, en la propia capital malagueña o en Montilla. La epidemia se expande también hacia el este, afectando a Cartagena, con graves efectos, Alicante y otras ciudades levantinas, e incluso Valencia y quizás Barcelona. Durante unos años, la fiebre parece acantonarse en torno a Cádiz, produciendo rebrotes, que se entremezclan con las convulsiones de la Guerra de la Independencia, en 1810, año en que también se manifiesta la epidemia en Cartagena y Canarias, y en 1813, cuando incide igualmente en Málaga, Murcia y Alicante. El epílogo del ciclo de la fiebre amarilla en Andalucía que comienza al iniciarse el siglo sucede entre 1819, cuando vuelve a afectar a Cádiz y los Puertos y toca levemente a Jerez y Sevilla, y 1821, cuando se identifica un foco menor en Málaga. Para esas fechas, sin embargo, el peso de las epidemias de fiebre amarilla deja atrás Andalucía y se traslada a la fachada mediterránea española, y al principado de Cataluña en particular. 

Transmitida por vía marítima desde puertos americanos y levantinos, la epidemia estalla con virulencia en Barcelona y pronto se extiende por otros lugares de Cataluña, Aragón y Baleares. En la capital catalana se calcula que este pavoroso episodio, que concitó la atención internacional, ocasiona probablemente hasta 20.000 muertos, dejando también una dañina huella en Tarragona, Tortosa y Palma de Mallorca. Al cabo de estas oleadas, la fiebre amarilla tan solo reaparece de tanto en tanto de forma muy esporádica y residual, casi siempre, según la norma, en ciudades portuarias, en 1823 en Pasajes, en Barcelona y Palma en una tardía visita en 1870, y finalmente en Madrid en 1878, en sucesos que ya nada tienen que ver con los de principios de la centuria.

Breve descripción de la Fiebre Amarilla del médico lucense Juan Manuel de Aréjula y Pruzet.

La extensa recopilación de datos a que dan lugar las epidemias de Cádiz, Málaga, Sevilla y otras ciudades de Andalucía en los primeros años del siglo XIX permite una reelaboración cartográfica de sus repercusiones desde la actualidad, abriendo la puerta a nuevas interpretaciones gráficas y espaciales de su impacto. El médico Juan Manuel de Aréjula se erige aquí como el protagonista más destacado, por su exhaustivo trabajo de investigación de los brotes y por haber tenido la iniciativa de promover la realización de un plano de Málaga con la distribución de los primeros casos del vómito negro que se dieron en la ciudad. El padecimiento de la fiebre amarilla en otro punto del sur de España, pero de soberanía británica, Gibraltar, también motivaría el trazado de otras piezas significativas por las tempranas fechas de su ejecución. De Cádiz a Sevilla: la epidemia de fiebre amarilla de 1800. 

Después de varias décadas sin registrarse casos de fiebre amarilla en Andalucía, como los que se habían dado en Cádiz y en Málaga en la primera mitad del siglo XVIII, en el verano de 1800 se declara en la ciudad de Cádiz una epidemia que se propaga con rapidez entre la población y comienza a provocar numerosas víctimas mortales. Se especula entonces que el contagio de fiebres hubiese sido importado de América por varios buques procedentes de La Habana y otros puertos de ultramar que habían recalado en el fondeadero gaditano desde finales de la primavera. En un verano especialmente tórrido y con un predominio constante de fuertes vientos de Levante, la cuestión es que la “calentura amarilla” se propagó con prontitud a los puertos de la bahía de Cádiz, y casi de inmediato a Sevilla, por vía naval, empezando por el barrio de Triana, los Humeros y otros arrabales portuarios. En las semanas siguientes se expandiría por las poblaciones entre Cádiz y Sevilla, llegando en su máxima penetración hacia el interior hasta La Carlota, antes de que la epidemia cediese en los meses finales del año. Localizada en un estrecho marco regional, causó, no obstante, la mayor mortandad debida a la fiebre amarilla en la historia de Andalucía y de España. Según el médico Alfonso de María, testigo de los hechos y autor de una monografía sobre las epidemias andaluzas de la fiebre, los fallecidos sumaron algo más de 61.000. La sangría de vidas fue especialmente notable, como cabría esperar, en las grandes ciudades. 

Representación de los daños personales de la fiebre amarilla en la Real Isla de León en Cádiz en el año 1800.

Cádiz, con una población estimada de 70.000 habitantes, perdería entre un 10 y un 15%, y Sevilla, donde abundantes testimonios atestiguan sus terribles efectos, alrededor del 18% de sus aproximadamente 80.000 almas. Una cifra similar o algo más alta, quizás del 20%, correspondería a la merma demográfica por el vómito negro de Jerez de la Frontera, equivalente a la de otras localidades circunvecinas, como Lebrija y Las Cabezas. También muy elevado es el recuento de víctimas en las ciudades de la bahía de Cádiz, en la Isla de León o San Fernando, en La Carraca, El Puerto de Santa María, Puerto Real, Chiclana y otras, con significativos promedios de mortalidad del 14-15% de sus habitantes. En otras poblaciones importantes, como Morón o Utrera, y ribereñas, como Coria del Río, los porcentajes de fallecimientos son igualmente altos (12-16%), mientras que estos disminuyen claramente en la mayoría de las situadas a más altitud, como Arcos con un porcentaje sobre el 4%, y aquellas menos populosas. En síntesis, en el conjunto del área bajoandaluza afectada cabría evaluar el descenso demográfico producido por la epidemia de fiebre amarilla de 1800 en torno al 10% de sus habitantes. Sobre la base cartográfica de una de las versiones del mapa de España y Portugal de grandes dimensiones publicado por el geógrafo Tomás López a finales del siglo XVIII se presenta junto a estas líneas una visualización de las poblaciones afectadas por la fiebre amarilla en el año 1800, con signos proporcionales, para aquellas con las cifras más altas, según el número de defunciones por la epidemia que apuntan las fuentes, recogidas en la tabla adjunta.

Relación de Poblaciones y Víctimas mortales:

Cádiz 10.986

San Fernando 5.033

La Carraca 515

Puerto Real 1.621

Chiclana 1.328

Puerto de Santa María 3.693

Rota 1.116

Sanlúcar de Barrameda. 2.303

Trebujena 68

Jerez de la Frontera 10.192

Arcos de la Fr0ntera. 631

Espera 442

Bornos 17

Zahara 5

Villamartín 1

Paterna 86

Medina Sidonia 136

Alcalá de los Gazules 817

Sevilla 14.685

Lebrija 2.100

Las Cabezas 994

Morón 1.854

Utrera 1.689

Los Palacios 192

Dos Hermanas 70

Coria del Río 450

Mairena del Alcor 9

Arahal 180

La Carlota 147

(7) María, Alfonso de (1820): Memoria sobre la epidemia de Andalucía el año de 1800 al 1819. Cádiz.

 

En África, entretanto, en Senegal, Sierra Leona, Guinea Ecuatorial, islas Cabo Verde e incluso las Canarias, se reproducen los contagios epidémicos de manera reiterada hasta la primera mitad del siglo XIX.

Una segunda onda de mortíferas epidemias de fiebre amarilla se desencadena con la intensificación del tráfico marítimo entre América y Europa entre finales del siglo XVIII y los primeros años del XIX, causando graves estragos en las ciudades de la costa este de Estados Unidos, así como en varias de la Península Ibérica y algunos puertos más al norte. A partir de la segunda década del Ochocientos se asiste a una tercera ola de epidemias de fiebre amarilla: hasta el decenio de 1870 reaparece con virulencia en la fachada atlántica de Estados Unidos, con un período culminante entre 1850 y 1860, de consecuencias especialmente devastadoras en Nueva Orleans y otras ciudades del golfo de México; se remonta incluso a poblaciones del interior a lo largo del curso del río Misisipi.

Un episodio de fiebre amarilla en Buenos Aires, de Juan Manuel Blanes.

La fiebre amarilla castiga asimismo a los países de América central y meridional hasta latitudes tropicales, produciendo aun algunos brotes sueltos más al sur. En Europa, a su vez, vuelven a darse brotes del vómito negro hasta finales del XIX, pero cada vez con menor intensidad e inferiores repercusiones demográficas, para nada comparables a las que había tenido a principios de la centuria. Mientras varias localidades españolas todavía padecen su incidencia, se documenta por entonces su pasajera irrupción en Gibraltar, en varias ocasiones, en Marsella en 1821 y luego en otras ciudades atlánticas francesas, en Oporto y Lisboa, e incluso en contados puertos británicos, como Swansea y Southampton. Con posterioridad, mientras el doctor cubano Carlos Finlay determinaba la transmisión de la enfermedad por los mosquitos, fue muy notable la mortandad que provocó en las guerras de Cuba, quedando desde entonces como enfermedad endémica de las áreas tropicales de África y América Central y del Sur, donde, pese a la disponibilidad de una vacuna eficaz desde 1937, aún se le imputaban en el año 2013 entre 29.000 y 60.000 muertes.


Hay 47 países de África (34) y América Central y Sudamérica (13) en los que la enfermedad es endémica en todo el país o en algunas regiones. Con un modelo basado en fuentes africanas de datos, se ha estimado que en 2013 hubo entre 84 000 y 170 000 casos graves y entre 29 000 y 60 000 muertes.

Países endémicos de Fiebre amarilla:

África:

Angola, Congo, Guinea Bissau, Mauritania, Somalia, Benín, Congo República Democrática, Guinea Conakry, Níger, Sudán, Botswana, Costa de Marfil, Guinea Ecuatorial, Nigeria, Togo, Burkina Faso, Etiopía, Kenia, Ruanda, Uganda, Burundi, Gabón, Liberia, Santo Tomé y Príncipe, Tanzania Camerún, Gambia, Malawi, Senegal, Zaire, Chad, Ghana, Mali, Sierra Leona, Zambia,

América:

Belice, Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Guayana Francesa, Guayana, Guatemala, Nicaragua, Panamá, Perú, Surinam, Costa Rica, Honduras, Trinidad y Tobago, Venezuela.

La Fiebre Amarilla, la epidemia que vuelve. Vacunaciones en Brasil en fecha 22 de mayo de 2022.

Ocasionalmente, quienes viajan a países donde la enfermedad es endémica pueden importarla a países donde no hay fiebre amarilla. Para evitar estos casos importados, muchos países exigen un certificado de vacunación antes de expedir visados, sobre todo cuando los viajeros proceden de zonas endémicas.

En los siglos XVII a XIX, la exportación de la fiebre amarilla a Norteamérica y Europa causó grandes brotes que trastornaron la economía y el desarrollo, y en algunos casos diezmaron la población.

En este punto final, es oportuno señalar que las situaciones creadas por la fiebre amarilla, son consideradas como pandémicas o no en función de los conceptos adoptados previamente. La peste amarilla afectó a latitudes tropicales o climas templados de los continentes africano, americano y europeo, pero, por ejemplo, no llegó a propagarse por Asia, a diferencia de la mayor afectación global causada por otras enfermedades claramente pandémicas como son la peste, el cólera, la gripe, VIH/sida o COVID-19.

Granada 13 de septiembre de 2023.

Pedro Galán Galán.


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