PROLOGO

Se pretende que sea éste un espacio dedicado a entretener y deleitar (... a través de la fotografía fundamentalmente) ... a dar a conocer (...o traer al recuerdo) ciertos monumentos o espacios situados en el término o cercanías de Lahiguera. ...a llamar la atención por el estado de abandono y deterioro de muchos de ellos, ...y si llegara el caso, a remover la conciencia de todos los que somos "herederos" de tales monumentos y espacios, y que con nuestra aportación ayudásemos a la conservación de los mismos.

domingo, 29 de mayo de 2016

IBA PA SANTO... (Andrés Teruel):



Iba pa Santo, pero...

 



    Hay un momento en la vida en el cual tomamos conciencia de nuestra existencia y de la muerte. A mí, ese momento llegó el día en que vi por primera vez el entierro de una niña, en cuyo pequeño ataúd blanco, yacía inerte, cubierta de flores, con un rosario de perlas blancas entre las manos y con los ojos abiertos vidriosos e inexpresivos. Su rostro, tan pálido como su mortaja y la caja mortuoria donde yacía, despertaron en mí un extraño sentimiento de tristeza, compasión y miedo. Los llantos de sus padres me estremecieron y me dieron ganas de irme lejos de aquella calle repleta de gente, pero al mismo tiempo, sentía una curiosidad que me lo impedía. A la hora del entierro de aquel día gris y ventoso, llegó el cura, que en aquellos tiempos era el padre Antonio, el sacristán y dos monaguillos vestidos para la triste ocasión. El sacristán llevaba el acetre con agua bendita y el hisopo dentro. Los llantos de la familia se incrementaron y algunas mujeres lloraban en silencio. Al cabo de unos minutos, salieron por la estrecha puerta de la casa cuatro hombres, dos a cada lado del ataúd, cogidos a una de las asas de las que estaba provista la pequeña caja. La gente entonces despejó la salida y se colocaron a ambos lados del féretro. Después todos fueron poniéndose detrás y yo también, que seguí al cortejo fúnebre, primero desde la casa mortuoria a la iglesia donde el cura rezó un breve responso en latín y con el hisopo vertió agua bendita sobre la pequeña caja mortuoria, en cuya parte superior había una cruz que me pareció de cartón, también de color blanco con ribetes y adornos dorados; al mismo tiempo, que remataba el cura muy solemnemente el responso con un “Pater noster” repetido un par o tres de veces. Después pronunció unas palabras de consuelo para la familia que yo no entendí muy bien, excepto cuando afirmó que la niña ya era un ángel y estaba en el Cielo. El silencio era casi absoluto y sólo se escuchaban de cuando en cuando suspiros y el llanto, no del todo contenido, de los familiares. 

 

No había mujeres. Las mujeres no iban a los entierros por entonces. Se quedaban en la casa mortuoria rezando el Santo Rosario. Yo pensé, que si algún día me moría como aquella niña, me gustaría que mi madre estuviera allí conmigo, y mi abuela Manuela, que tanto me quería. Finalmente, los cuatro hombres que habían llevado el ataúd, y que habían dejado en el suelo de la iglesia mientras duró el funeral, lo cogieron por cada una de las cuatro asas, de las cuales iba provista la caja, como dije, y salieron lentamente de la iglesia. Todavía no había visto un cementerio ni había asistido a ningún entierro. Así que con un sentimiento, mezcla de curiosidad morbosa y compasión, me encaminé con el resto de la comitiva sin saber muy bien a donde llevaban a la niña muerta. Yo hasta entonces, como vivía en la casa que había junto a la iglesia, había visto algún entierro, pero por mi edad, no le había prestado atención, porque todavía no tenía consciencia de la muerte ni sabía que contenía aquella caja negra que llevaban a veces cuatro hombres y que al llegar a la puerta de la iglesia la dejaban en el suelo y el cura y el sacristán rezaban y le echaban agua por encima. Pensaba que serían alguna procesión más de las que se hacían a menudo en el pueblo. 

 



    Como la iglesia estaba cerca del cementerio, llegamos pronto y en aquella especie de corralón grande que yo veía a veces desde una ventana de mi casa, mal cuidado y en cual había una palmera, un par de cipreses y otras plantas, vi que la gente se arremolinaba alrededor de algo. Los cuatro hombres habían dejado el pequeño y blanco ataúd en el suelo sobre dos gruesas cuerdas separadas. Me acerqué y aunque una persona mayor evitó que me acercara más, pude ver un hoyo rectangular profundo. Quizás no lo era tanto, pero cuando se es tan chico, las cosas parecen más grandes. Entonces, cuatro hombres cogieron cada extremo de las cuerdas y levantaron con ellas lentamente la caja y la pusieron justo en el centro del agujero. Poco a poco fueron soltando aquellas cuerdas y el pequeño ataúd fue adentrándose en el hoyo hasta que desapareció de mi vista. Cuando estuvo sobre la firme superficie del agujero, los hombres tiraron de las cuerdas y las volvieron a dejar en el suelo. La gente entonces empezó a coger tierra de la que habían sacado al hacer el hoyo y la echaba encima del ataúd. Fue tal el estremecimiento que sentí al oír estrellarse aquellos terrones sobre el ataúd, que salí corriendo hacia mi casa completamente traumatizado. No entendía porque enterraban a la niña en un agujero tan hondo, e iba pensando mientras corría, que si yo me moría, le diría a mis padres que no me enterraran en un hoyo tan profundo y que prefería que me tiraran al cañalizo, como hacían con los burros y los mulos cuando se morían.


 



    A partir de ese momento supe lo que era la muerte de los demás y el destino que tenían los muertos. Además, supe que bajo aquellos montones de tierra que había en aquel enorme corralón que yo veía a veces desde mi ventana, había una persona muerta y enterrada como la niña que había visto unos momentos antes. Para acabarlo de arreglar, cuando empecé a ir al colegio y a la iglesia, tanto los maestros como los curas, decían que aquellos que morían en pecado arderían eternamente en los infiernos. Encima.
Cuando oye uno eso la primera vez, que sucede a temprana edad y cuando la madurez tanto física como intelectual queda muy lejos de su plenitud, como todo el mundo sabe, el niño recibe ese bombardeo de amenazas constantes sobre el infierno infinito y la mano implacable de Dios con los que no cumplen sus Sagrados Mandamientos y no observen con humildad y obediencia los mandatos y enseñanzas de la Santa Madre Iglesia. Con este triste y difícil futuro para los pecadores, y dando completamente por ciertas esas terribles amenazas que nos llegaban de todas partes, pero sobre todo de los curas y los maestros, como decía, uno se plantea ya a esa temprana edad, ciertas previsiones de futuro y piensa en dedicar toda su capacidad intelectual, todo su esfuerzo físico y lo que haga falta, para que cuando llegue el momento, no convertirse en materia combustible del sagrado crematorio.





    No me preocupaba tanto en aquellos años, conseguir la placentera Gloria, como librarme del temido fuego eterno del Infierno. No comprendía muy bien como Allí las cosas estaban tan polarizadas y no hubiera alguna otra opción intermedia de castigo o premio. No comprendía por qué el castigo no era proporcional al pecado que se cometía, porque era evidente, que no todos los malos eran malos, malos, ni todos los buenos, eran buenos, buenos. Así que ya empecé a esa corta edad, a pensar que el sistema judicial donde se impartía justicia divina, era injusto y que no merecía, a mi infantil entender, el mismo castigo un pobre hombre que roba para sobrevivir o para que vivan sus hijos, y un repugnante estafador que chupa la sangre de sus semejantes con el objeto prioritario de tener muchos más bienes materiales de los que necesita para vivir. Tampoco era, a mi infantil y torpe entender, tan merecedor de tan terrible castigo, aquella persona que cometía actos impuros, que ya a tan temprana edad sabía a qué se refería dicha impureza, que a otra persona que matara a un semejante. Pero ya se sabe que la Divinidad no admite discusiones y que Allí las cosas son como son sin la más remota posibilidad de cambiar. Así que tanto los impuros como los asesinos, arderían a los mismos grados de temperatura y el mismo tiempo: la eternidad. 

    Por eso me planteé muy seriamente hacerme santo como única garantía válida para conseguir mis propósitos. El problema era cómo, porque la verdad, vocación lo que se dice vocación, tenía más bien poca, porque pese a mi corta edad, ya había descubierto ciertos pecados a los que me costaría mucho renunciar, por muy pecaminosos que fueran; por tanto, debería ingeniármelas para que sin renunciar a dichos pecados, el camino hacia la Gloria lo tuviera asegurado.


 




    Había dos caminos: el del martirio, donde se entra a la Gloria por la vía rápida y sin problemas, pero que no me gustaba nada, pero lo que se dice, nada; y la otra mucho más llevadera y algo más facilona, aunque no exenta también de duras dificultades: empezar desde abajo, o sea, desde el escalón más bajo de la jerarquía clerical: la de monaguillo. Siempre creí que había un tipo de santidad de tipo jerárquico, que se empezaba por enrolarte en la primera iglesias que encontraras y ¡ala!, primero de monaguillo, luego sacristán... y así hasta llegar a lo más alto, de cuyo lugar, a la Gloria, solo mediaba un paso. Quizás llegué a establecer esta división en las formas de llegar a la santidad, influido por la imagen física que conocía de todos los santos y santas, que estaban ataviados en sus correspondientes altares con la indumentaria eclesiástica (curas, obispos, monjas...) unos, y los otros, con evidentes signos de tortura y martirio.

    Así que aprovechando de que el sacristán era vecino mío (más que vecino, compartíamos casa) le confesé un día mis deseos de entrar en la plantilla de monaguillos de la iglesia. Me dijo en un principio, que era muy pequeño y que la sotana me arrastraría mucho, además, me dijo, que tendría que madrugar los sábados y los domingos y que tendría que asistir a todas la novenas vespertinas, bautizos, bodas, entierros, etc. Le dije con toda la seguridad del mundo, que no me importaba, que quería ser monecillo y que quería empezar lo antes posible.

    Antes de una semana, ya estaba mi madre metiéndole a la sotana casi una cuarta y zurciéndole algunos agujerillos que tenía. La lavó, la planchó y me la probé, y debería estar monísimo, porque mi madre se me quedó mirando, me abrazó muy fuerte y me dio un beso. Debería ser porque por entonces, todas las madres soñaban con tener un hijo cura, y claro, yo no lo era por razones obvias, pero algo es algo, debería pensar mi madre.

    Aquello no había empezado y ya me gustaba. Vestido con de aquella guisa, incluso acrecentó mi autoestima... empezaba a sentirme ya un poco santo, o sea que las cosas no podían ir mejor.
Bueno, entre olor a incienso, a cera quemada, ronquidos de devotas, madrugones y otras yerbas, transcurrieron mis primeros meses de monaguillo. Aprendí a contestar al cura (en la Santa Misa, claro) en latín, que no es moco de pavo, a cambiarle el misal y a estar en el momento y lugar exacto con las vinajeras (que contenían agua de "los grifos" y vino de garrafa) o no era así? bueno, después de tantos años, la verdad es que me cuesta un poco recordar con exactitud los detalles. Lo cierto es que era un genio, modestia aparte, con la patena en la mano, con el misal rojo, que pesaba casi más que yo, de un lado para otro, tañendo la campanilla en el momento que el cura elevaba la sagrada forma todo cuanto podía hacia el techo en el momento de la consagración, y para cualquier otra cosa que se me reclamara. Conocía, además el nombre de cualquiera de las vestimentas del cura: la casulla, la estola, el cíngulo, el alba... y de todos los artilugios que se empleaban como el acetre, el hisopo, el incensario, la patena, el cáliz, las vinajeras... Así que el barco de mi pretendida santidad, iba viento en popa.
 
    El cura que había por entonces en Lahiguera, era Don Martín. Un cura santo donde los haya y que los ciudadanos del pueblo en pleno, fuimos a recibirlo a la carretera de Arjona, con la banda de música, autoridades y demás, cuando vino una soleada tarde otoñal, si mal no recuerdo. Don Martín era un buen hombre, que pese a su timidez siempre tenía una sonrisa en los labios y un saludo cariñoso para todo el mundo. No destacó tampoco, como ninguno de los que conocí, por su celo y preocupación por los pobres, desamparados, enfermos, etc. de Lahiguera, esa es la verdad, pero tenía un no sé qué que inspiraba bondad y espiritualidad.
 
    No sé si por mandato de sus superiores o por qué, pero lo cierto es que los curas que ejercieron su sacerdocio en Lahiguera, en aquellos tiempos, siempre se pegaron a los señoritos y jamás vi a ninguno de ellos darse un paseo por el barrio de las cuevas o por la parte alta del pueblo, en cuyos lugares, predominaban los casos de familias en la más absoluta de las miserias. Ni tan siquiera aparecían para reconfortar espiritualmente al hambriento, al niño enfermo, ni a nadie que oliera a pobre.

    Pese a todo, reitero mi afirmación de que Don Martín fue un santo, comparado con su predecesor y también con el que le sucedió en el cargo.


    El sucesor de Don Martín, se llamaba curiosamente como su antecesor, Antonio; éste, Don Antonio a secas, sin que le precediera al nombre ningún tipo de “parentesco”.
Este hombre no fue recibido con la alegría y el júbilo que lo fuera Don Martín en el día de su llegada. La llegada de Don Antonio fue mucho más discreta y desapercibida. No sé si porque la marcha de Don Martín no cayó demasiado bien a la mayoría de higuereños, o porque tanto al nuevo párroco como a las autoridades de entonces, les pareció mejor hacerlo así. La cuestión es que de la noche a la mañana nos encontramos los higuereños con un nuevo cura y toda su familia, compuesta por un hermano soltero, su padre viudo, y no estoy muy seguro si también tenía una hermana. (me parece recordar que el que tenía una hermana era Don Martín).

    Este cura, tanto por su corpulencia como por su arrogante forma de andar y de mirar a los demás, más que cura parecía obispo. Además era una persona autoritaria y arrogante que miraba a todo el mundo por encima del hombro. Tampoco brilló este sacerdote por su humildad, por la entrega a los demás o por llevar una vida austera y sencilla en lo personal, sino más bien todo lo contrario. Además, muy pronto tocó la fibra sensible de los higuereños que siempre han sido muy tradicionales y amantes de sus costumbres: prohibió en seco y sin que diera una explicación razonable y convincente, un “Viva Nuestro Padre Señor de la Capilla” cuya tradición se perdía en los tiempos, al final de una novena que se le hacía a este Cristo entre los días 13 y 22 de marzo. Ya con este hecho, Don Antonio se ganó la antipatía de medio pueblo y parte del otro medio. No se comprendía como algo que entrañaba tanta emotividad, devoción y cariño hacia El Señor de la Capilla, aquel hombre que acababa de llegar al pueblo, le prohibía y les recriminaba, como si aquel “viva” fuera el peor de los sacrilegios, o en el mejor de los casos, una horterada de pueblerinos ignorantes.

    Don Antonio, eso sí, modernizó, desde el punto de vista tecnológico, la iglesia de abajo de Lahiguera. Dotó al recinto de un moderno sistema de megafonía, sobre todo en la iglesia de la parte baja del pueblo, como he dicho; y como hacía con una tómbola que fundó, cuyos artículos de regalos provenían de la generosidad de los higuereños y que explotaba en las fiestas de San Juan, también hizo negocio con el sistema. Para ello instaló unos buenos y potentes altavoces en cada una de la torres de las dos iglesias. Entre la iglesia de abajo, que era donde tenía instalado todo el sistema, extendió un cable que alimentaba el altavoz de la torre, recién inaugurada, de la iglesia de arriba. De esta forma, quedaba cubierto desde el punto de vista sonoro todo el pueblo, o casi. Así que el siguiente paso, era sacar provecho económico del sistema y amortizar, primero, los gastos que dicha instalación habían supuesto para las arcas de la iglesia, y después... después sólo Dios sabe a dónde irían a parar los muchos ingresos que obtendría con la idea que tenía en la cabeza, que no era otra que la de emular a las emisoras de radio y sus famosos programas de discos dedicados. Se hizo el cura entonces con una buena colección de discos de vinilo y estableció un servicio público de discos dedicados. Así que tanto para los cumpleaños, aniversarios de boda, primeras comuniones, onomásticas, o por cualquier otro evento, se podía dedicar una canción al módico precio de diez Ptas. la dedicatoria, que si tenemos en cuenta que la misma canción había veces que se le dedicaba a quince o veinte personas y duraba menos de cinco minutos, y se dedicaban entre quince o veinte canciones, el negocio no podía ser más redondo y productivo.

    Bueno, como mi intención no es la de prolongar este relato indefinidamente aunque se me queden algunas cosillas en el tintero, acabo este capítulo de recuerdos infantiles, explicando a todo aquel o aquella que tenga a bien leer este escrito, como acabaron las aspiraciones que tenía este humilde higuereño en llegar a santo.

    Fue una cálida mañana en Misa de diez y todo transcurría con normalidad. Don Martín celebraba la Sagrada Eucaristía con la solemnidad y el misticismo que le ponía este santo hombre al asunto. Las devotas ocupaban, en sus correspondientes reclinatorios, las primeras filas. Unas de rodillas y otras cómodamente sentadas, pero siempre con cara de trance, que a mí siempre me resultaban muy cómicas porque pensaba que aquellas mujeres iban a la Iglesia para quedar bien con el cura. Su condición social les exigía la asistencia diaria a misas, novenas y demás actos litúrgicos , aunque como es natural, algunas de ellas, estarían de tanto rezo y tanta devoción cristiana, hasta el moño, por no decir algo más irreverente. Eso le debería pasar a una señora de mediana edad, y que posiblemente la noche anterior no durmió lo bien o el tiempo suficiente, o que aquella Misa le importaba un rábano, la cuestión es que se quedó placenteramente dormida como si estuviera en su casa. Con la cabeza hacia atrás y con esa cara que ponemos las personas cuando dormimos, la señora me estaba haciendo tanta gracia que tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no reírme a carcajadas. Miraba para otro lugar, pensaba en cosas tristes, intentaba auto convencerme de que una carcajada en medio de aquel silencio y el aquellos solemnes momentos, podía ser fatal para mis aspiraciones. Pensaba que una carcajada en aquellos momentos acabaría con la poca santidad que había adquirido y con la que pudiera adquirir en el futuro. El sacristán que estaba a mi lado y que se había percatado tanto como yo de la siestecita que se estaba echando la señora, me hizo una indicación con el codo que estaba junto al mío y con una mirada lo suficiente expresiva, me indicaba que mirara hacia los bancos. Miré y la señora continuaba con su plácido sueño que a juzgar por la serenidad que reflejaba su rostro, o estaba soñado con los angelitos, lo cuál sería muy lógico, si tenemos en cuenta el sagrado lugar donde estaba la señora hartándose de dormir, o estaba sumida en el más dulce y excitante sueño erótico en cuyo caso, la lógica no era tan clara como en el caso anterior. Pero realmente lo que me llegó a producir unas enormes e incontenibles ganas de dar una carcajada, fueron sus potentes y ruidosos ronquidos que contrastaban de forma dramática, pero muy cómica, al menos para mí, con la solemnidad del acto y el silencio clamoroso que se respiraba en el recinto. Estoy hablado de una época preconciliar en lo que a la Eucaristía y a sus formas de administrarla se refiere, donde la Misa se celebraba con el sacerdote de espaldas a la comunidad, por tanto, la mayoría del tiempo, los feligreses se mantenían fuera del alcance visual del cura. Circunstancia esta, que aprovechaban las señoras y algún señor, que todo hay que decirlo, para echarse una cabezadita que siempre cae bien a esas horas de la mañana.

    Bueno, lo que colmó el vaso de mi incontenible gana de reír, fue un descomunal ronquido de esta señora que hizo volverse a Don Martín hacia los asistentes e indicar con un gesto bastante elocuente, que la despertara alguien. ¡Madre mía si la despertó! Otra señora que estaba a su lado, y que llevaba intentando despertarla desde que empezó a mostrar los primeros síntomas de sueño con delicados toque de codo, le propinó, ahora sí, un codazo que hubiera dejado caos al más fuerte de los boxeadores si este lo hubiera recibido en el rostro. La señora dio un salto (la dormida) que para mí, que pensó que se le había caído un elefante encima. No pude resistir más y una sonora y descomunal carcajada se me escapó, contagiando con ella a toda la concurrencia que estoy seguro, que como yo, estaban desde hacía tiempo a punto de perder la compostura y desahogarse aún y sabiendo que eso suponía el más horrendo de los sacrilegios.

    Bien, aquel inevitable acto al que me sentí forzado, fue la causa de mi despido. Cuando acabó la Misa, Don Martín, el santo de Don Martín, en el pasillo que conducía a la sacristía, me cogió una oreja y me levantó del suelo un palmo, produciéndome un verdadero trauma cuyas secuelas todavía padezco al tener esa oreja ligeramente más grande que la otra. Me pagó el primer salario que cobré en mi vida (cinco duros en un billete de papel) y me dijo que no volviera a pisar aquella iglesia.
Bueno, queridos lectores, aquí acabaron todas mis esperanzas y todas las expectativas que me había planteado para evitar que después de estirar la pata, fuera condenado y convertido en carne de parrilla. Volví al mundo de los malos, al de los desesperanzados e irremisiblemente abocados a un futuro negro e incierto, donde estaría siempre planeando sobre mi cabeza, una patológica fobia a ese infierno con que Dios castigaba a los infieles. Y ahí andamos: ahora mucho más cerca de la implacable sentencia divina, que por culpa de aquella mujer y sus escandalosos ronquidos, me imposibilitó aspirar, si no a la Gloria, al menos, a no acabar por los siglos de los siglos, como una salchicha en una barbacoa.

Amén.


 Andrés Teruel Sola.
Mayo del 2016.