PROLOGO

Se pretende que sea éste un espacio dedicado a entretener y deleitar (... a través de la fotografía fundamentalmente) ... a dar a conocer (...o traer al recuerdo) ciertos monumentos o espacios situados en el término o cercanías de Lahiguera. ...a llamar la atención por el estado de abandono y deterioro de muchos de ellos, ...y si llegara el caso, a remover la conciencia de todos los que somos "herederos" de tales monumentos y espacios, y que con nuestra aportación ayudásemos a la conservación de los mismos.

sábado, 28 de enero de 2017

DON MIGUEL MARTÍNEZ, MAESTRO DE INSTRUCCIÓN PRIMARIA DE LA HIGUERA CERCA DE ARJONA EN EL AÑO 1848.


DON MIGUEL MARTÍNEZ Y SU ESPOSA, SON LOS PRIMEROS MAESTROS DE LA HIGUERA CERCA DE ARJONA SEGÚN CONSTA EN LAS ACTAS ANALIZADAS.

Son numerosas las actas que tratan el problema de los maestros de Instrucción primaria en las actas del Ayuntamiento de la Higuera cerca de Arjona y de la Junta de Instrucción primaria municipal. No es cuestión ahora de hacer una recopilación de las mismas, aunque puede ser un interesante motivo de nuestra atención para algún artículo posterior. En la primera sesión ordinaria del ayuntamiento de fecha 7 de Enero de 1848, se muestra parte de la problemática que sufrieron los primeros maestros de nuestro pueblo. Como en actas anteriores, referidas a esta problemática de los maestros, aparece don Miguel Martínez como maestro de Instrucción Primaria, maestro titulado como responsable de la escuela de niños de nuestra villa, y como era habitual su esposa, normalmente sin titulación, ejercía de maestra amiga, recogiendo las niñas con un programa educativo totalmente diferente de lo que los niños aprendían en las escuelas por aquellos años de comienzo de la escolarización municipal. Aproximadamente desde el año 1833, en que comenzaron a funcionar las escuelas municipales de Instrucción Primaria, los Ayuntamientos eran los encargados de pagar los gastos de la enseñanza y los sueldos de los maestros. Así fue a lo largo de todo el resto del siglo XIX y hasta los años finales de este siglo, quizá en el año 1900, dado que en 1901 ya se incluyeron los gastos de la Enseñanza Primaria en los presupuestos del estado para el año 1902.

En esta reunión se convino saldar el débito que el Ayuntamiento tenía con D. Miguel Martínez, Maestro de Instrucción Primaria de la Villa y con su esposa también Maestra de Niñas, (maestra que no llega a nombrase con nombre propio y solo figura como esposa del maestro), dándole la cantidad de cien ducados y trescientos a su esposa como Maestra de niñas. En ninguno de los casos se especifica a que tiempo de débito corresponden ambos pagos.

Recordemos unas actas de años anteriores en que se le había abonado más de lo que parecía corresponderle a D. Miguel Martínez como Maestro, y otra acta posterior donde se le acusaba de embriaguez y de juicios bastante peyorativos sobre su trabajo y el de su esposa, y se cuestionaba la necesidad de mantener la asignación del Ayuntamiento a su esposa la Maestra, una vez que había una “maestra” que se mantenía con lo que le compensaban sus alumnas.

También se soluciona el asunto del alquiler de la Casa de Beneficencia, que asignaban a estos maestros, casa a la que por ley tenían derecho, aunque aquí se dice que era de cuenta de dicho profesor abonar el importe del arrendamiento de la casa, que hasta ahora parece que el Ayuntamiento aplicaba ese importe del alquiler a la enseñanza u otros fines provechosos, imaginamos que no estrictamente escolares sino a los que el concejo considerase adecuados. Del texto se deduce que a partir de esta fecha se le consideraría al maestro como beneficiario del importe del alquiler de la Casa de Beneficencia donde estaba la Escuela en la cantidad que éste acordase con sus inquilinos. 
 “En la Villa de la Higuera cerca de Arjona en bente y siete días del mes de Enero de mil ochocientos cuarenta y ocho, reunido el Ayuntamiento Constitucional con mi asistencia, y la de D. Miguel Martínez Maestro de Ynstrucción primaria de la misma, se convino con el referido profesor , en darle por su renta la cantidad de cien ducados aprovados en el presupuesto del corriente año y trescientos a su Esposa como Maestra de Niñas, siendo de cuenta de dicho profesor el havonar el importe del arrendamiento de la casa en que vibe propia de la Junta de Beneficencia para que el Ayuntamiento aplique esta cantidad a la enseñanza u a otro fin que se crea combeniente y probechoso, y siendo cuenta del referido Maestro y para su probecho el alquiler que produzca anualmente, la Casa que tiene la Escuela para cuyo fin se entenderá con sus inquilinos. Así lo acordaron y firmaron con el referido profesor que certifico.=

Aparecen las rubricas de los siguientes Sres.: Francisco Martínez.  Antonio Gabilán.  Juan Esteban.  Pedro Mercado.  Miguel Martínez. (Maestro)  Manuel Mercado. 

P. A. D. A. C. Manuel Pérez.”

Como en otras actas ya ha quedado reflejada la situación profesional de D. Miguel Martínez, maestro de Instrucción Primaria de nuestra villa, la situación de estos profesionales de la enseñanza va a ser abordada a continuación en estas páginas, lo haremos cruzando las variables que influyen en este estado de cosas de la situación de los maestros: Analfabetismo, formación de los maestros, incumplimientos de los ayuntamientos en los pagos de los sueldos, consideración social del maestro en este siglo, etc.. 

Para hacernos a la idea de lo que representaba el maestro de Instrucción Primaria de aquellos años, nada mejor que recoger el texto bastante explicativo de Sánchez de la Campa, escrito en 1854, tan solo seis años después.

“Aparte lo incompleto de la enseñanza que se proporciona a los profesores de instrucción primaria, aparte de la mezquindad de las dotaciones consignadas a este magisterio, ¿qué es un maestro de escuela? Un maestro de escuela es lo último que hay en la sociedad: al maestro de escuela se le atreve desde el pregonero hasta el último contribuyente de un pueblo; todos tienen dominio y derecho sobre un maestro de escuela; todos están autorizados a sindicar sus operaciones; nadie empero se cuida ni de su porvenir, ni de sus adelantos, ni de ilustrarlo, ni de guardarle ninguna clase de consideraciones. Si el maestro de escuela tuvo la desgracia de disgustar al señor alcalde o a la señora alcaldesa, ¡pobre maestro de escuela! Si el profesor de instrucción primaria tuvo el inaudito atrevimiento de no hacerle la corte al señor cura o a su ama, ¡pobre maestro de escuela! Si el profesor de instrucción primaria no dijo que los chicos del señor fulano o mengano eran capaces de inventar la pólvora, ¡pobre maestro de escuela! Y en estas épocas de división y de pasiones mezquinas que agitan los ánimos hasta en la más humilde aldea, si el profesor de instrucción primaria es más amigo de uno que de otro de los caciques de las banderías, entonces todas las iras, todos los golpes, al maestro de escuela. Que el profesor de instrucción primaria pidiese le arregle un local; el magnífico ayuntamiento dice que no tiene dinero. Que el profesor de instrucción primaria pide se le arregle un banco o se le ponga un vidrio en una ventana o un encerado, y el ayuntamiento dice que el maestro de escuela es un hombre muy cómodo. Que el profesor de instrucción primaria, conocedor de su misión, trata de inculcar principios de buena educación a los niños; y las madres dicen que los chicos es menester que se diviertan, y la señora alcaldesa es la primera que lo murmura porque no va su hijo a coger nidos de gorriones. Si el profesor de instrucción primaria recibe la dotación de mano del ayuntamiento, entonces se representa otra escena: primero cobran hasta el pregonero que el maestro: ¡y cuántas y cuántas veces los ayuntamientos deben meses y hasta años de su dotación a un profesor de instrucción primaria! Renuévanse los ayuntamientos; entran los recursos y las instancias a la autoridad civil de la provincia; y entre si se incluyó en el repartimiento, o no se incluyó en el repartimiento, y si el pueblo pagó o no pagó, y si es el alcalde o el ayuntamiento el responsable, pasan meses y meses, el profesor se aburre, y muerto de miseria, tiene que abandonar la escuela, o si persiste en sus reclamaciones, prepararse a luchar con una parte de los vecinos y a formar en una de las banderías en que se encuentran siempre divididos los pueblos”(1).

La madre que sabía leer fue una figura clave en la educación de los pequeños en este tiempo del siglo XIX.

Por lo que a España se refiere, los estudios muestran que durante el siglo XVI su nivel de alfabetización no era menor,  en más de un caso era incluso superior al de otros países del Norte y Centro de Europa. La llamada “revolución educativa” experimentada por algunos países europeos en dicho siglo, se produjo también en España, provocada por un aumento de la demanda de educación formal, por razones sociales y económicas, y de la oferta, por razones religioso-proselitistas ligadas a la Reforma protestante y a la Contrarreforma católica. Ese interés no afectó, desde luego, a todos los grupos sociales por igual ni a todo nuestro país. Se concentró en las zonas urbanas y, en especial, en las poblaciones y grupos sociales, más abiertos a los intercambios comerciales y a la producción y circulación de la cultura escrita. No obstante, desde finales del siglo XVI, y sobre todo en el XVII, la situación cambiaría. Los niveles de alfabetización y de escolarización se estancaron o incluso retrocedieron. Habría que esperar a la segunda mitad del XVIII para ver elevarse de nuevo la demanda de educación y de material para el aprendizaje de la lectura o la producción impresa, aunque no con la misma intensidad que en aquellos países del Norte y Centro de Europa (Escocia, Suecia, Prusia, Holanda, Inglaterra, Francia, Dinamarca, Suiza, Noruega) en los que la Reforma protestante o en otros casos el desarrollo comercial, el fortalecimiento y expansión de la burocracia estatal, o las exigencias de un ejército moderno, habían actuado de modo más o menos ininterrumpido, como factores favorecedores de la alfabetización y difusión de la cultura escrita de sus ciudadanos. Este proceso ligeramente expansivo sería frenado una vez más por la reacción conservadora y aislacionista provocada en España por la revolución francesa y, sobre todo, por la crisis económica, política, educativa y cultural ocasionada por la Guerra de la Independencia (1808-1814), el reinado de Fernando VII (1814-1833) y el exilio, durante dicho reinado, de científicos, escritores, militares, profesores, clérigos, comerciantes, políticos e intelectuales de ideología liberal.
Esta fotografía titulada: La letra con sangre entra, recoge una escena corriente en los colegios religiosos de principios del siglo XX, tal como refleja esta fotografía anónima, tomada en Reus (Tarragona) en el año 1910.

La Iglesia católica, que podía haber sido la agencia fundamental de alfabetización en los siglos XVI al XVIII, no tuvo competencia proselitista alguna, de ahí que no tuviera que esforzarse y recurrir a acciones alfabetizadoras que sí llevó a cabo allí donde no gozaba de un predominio excluyente, y, en cuanto a la función adoctrinadora, se apoyó más en la oralidad y el mundo de la imagen que en el de la escritura, razón por la que ésta no se extendió. Es más, al prohibirse la lectura de la Biblia en lengua vulgar desde el siglo XVI hasta finales del XVIII y mostrarse reticente, sobre todo por razones morales a la alfabetización femenina, esto constituyó, comparativamente, un freno a la alfabetización. El Estado, que por su propia lógica histórica, tendría que haber sido el principal agente promotor de la alfabetización en los siglos XIX y XX, por razones proselitistas o de índole nacionalista o para controlar el ejercicio del derecho al voto, disponer de un ejército moderno u oponerse a la difusión de ideas revolucionarias, por ejemplo, optó o mejor dicho, optaron quienes lo ocuparon, salvo en algún período excepcional como la II República, por entregar dicha tarea a unos municipios esquilmados por la desamortización de los bienes de propios y dominados por caciques o grupos sociales escasamente favorables a la alfabetización de las clases populares o incluso contrarios a su difusión entre las mismas (2).
En otros casos era el miembro de la familia más ilustrado el responsable de trasmitir los saberes a sus descendientes.

Con sueldos de miseria y viviendo en condiciones precarias, los maestros de escuela eran la imagen viva de la pobreza. A finales del siglo XVIII se procuró establecer un sistema de enseñanza público, que, en ocasiones, dependía de los ayuntamientos, de instituciones caritativas o de las propias familias, lo cual no mejoró mucho la calidad de la educación, ni las condiciones económicas de los maestros. El debate sobre los presupuestos para la educación  continuó durante todo el siglo XIX, pero el acceso a la cultura seguía siendo restrictivo y ser maestro de escuela era casi una maldición.
La Maestra enseña a una alumna. Cuadro de Simeón Chardin.

Los primeros centros de educación para mujeres también nacieron en el siglo XVIII influidos por las corrientes ilustradas, que creían necesario la formación de la sociedad para crear buenos ciudadanos, ya que con esto se lograba el progreso. Sin embargo su formación no estaba centrada en el conocimiento de las letras ni de las ciencias, como era la de los hombres. Más bien buscaba formar a la mujer en la correcta práctica de las labores del hogar: coser, lavar, limpiar,… Sin embargo no fue hasta el siglo XIX cuando se extendió por España la educación femenina pública. Sin embargo inestabilidad política y económica del país durante todo este siglo va a lastrar la aparición de nuevas escuelas. De esta forma durante el XIX era común que muchas de estas escuelas femeninas cerraran y abrieran otras nuevas (como ocurría con más frecuencia con las masculinas). Esto era debido a la aplicación en 1821 (durante el Trienio Liberal)  de una ley, mediante la cual era obligación de todos los municipios crear y administrar los centros públicos (muchos ayuntamientos, por ser muy pobres, no podían hacer frente a los gastos de las escuelas, ni al pago de maestros y maestras). A esto se une además a que se primaba a las escuelas de niños frente a las de niñas, lo que hacía que fuera una constante que las chicas se educaran en peores condiciones que los chicos (peores aulas y material, así como profesoras a veces poco formadas y sin titulación).
Distribución de sopa en la escuela de los niños pobres hacia el año 1890.
 Pintura de Albert Anker 1850-1890.

Hubo un tiempo en que la libertad de enseñanza existía en España, al menos aparentemente. Todo el que tenía bienes y voluntad para ello, creaba una escuela, redactaba sus estatutos, y le señalaba los estudios que creía más convenientes, impetrando unas veces el beneplácito de la Santa Sede, otras el del Monarca, y haciéndolo otras de su propia autoridad por una mera disposición testamentaria, según la importancia del establecimiento de enseñanza. Por lo regular dejaban los fundadores un patrono para administrar las rentas y cuidar de que se aplicasen a los fines que tenían por objeto conseguir, dándole más o menos participación en el gobierno interior de la escuela. Los estudios no estaban sujetos a una regla o pauta general, sino a la voluntad del testador o de los patronos, sin perjuicio, no obstante, del derecho que tenía el gobierno supremo para visitar los establecimientos, derecho del que usaba con frecuencia, sobretodo respecto de las universidades. En estos casos el plan de estudios solía modificarse algún tanto, apartándose lo menos posible de la mente del fundador, pues ya se ha visto hasta qué punto se respetaba. Sólo la facultad de conferir grados se escatimaba, no concediéndose nada más que a las escuelas que tenían ciertos requisitos; pero aun este rigor se rebajó a tal punto con el tiempo, que llegó a convertirse en un derroche. Fuera de esto, el número de fundaciones para gramática, retórica, filosofía y alguna parte de la teología, era considerable; enseñándose en cada una por diferente método y por personas de distintas condiciones, aunque en lo general pertenecían a la carrera eclesiástica.

Sin recelo se veía este sistema en una época, como aquélla, de unidad en las creencias, tanto religiosas como científicas, cuando no había alzado aún su frente la reforma, ni roto la filosofía las trabas del escolasticismo. Cuando estos dos poderosos enemigos empezaron a hacerse temibles, adquiriendo robustez y osadía, la Inquisición les salió al encuentro, se enseñoreó del pensamiento, y veló sobre los estudios para que no traspasasen en ningún caso los límites permitidos; y los terribles escarmientos de que fueron víctimas algunos célebres profesores, hicieron cautos a los demás, cortando el atrevido vuelo que, sin el temor de iguales castigos, hubieran tomado en sus conferencias.

No fueron necesarias más reglas ni precauciones, a nadie se le ocurrió crear lo que hoy llamamos establecimientos privados, no habiéndose tampoco introducido, por otra parte, en este ramo el espíritu mercantil que hoy los promueve. Los externos acudían a las universidades, seminarios, conventos y cátedras públicas de latinidad; los internos hallaban hasta la conclusión de los estudios gran número de colegios que alrededor de las universidades habían creado piadosos fundadores.
Clases de Latinidad en la Universidad de Salamanca.

Algunos preceptores de latinidad, sin embargo, fueron abriendo sus aulas en los pueblos, unas veces auxiliados por los ayuntamientos, otras percibiendo únicamente las retribuciones que les entregaban los alumnos. Su número creció considerablemente a lo largo de los tiempos; pero ninguno avanzó hasta la filosofía que se reservaba para ciertas escuelas. Colegios privados de segunda enseñanza, tales como hoy los conocemos, nunca existieron en España hasta el siglo XIX, y principalmente hasta la época constitucional a partir de la Constitución de 1812; a no ser que en este número se contasen los de jesuitas y los escolapios; aun estos últimos se limitaban a las primeras letras y a la gramática latina.
Tratamiento que dio la Constitución de 1812 a la Instrucción Pública.

Conforme iba disminuyendo el poder de la Inquisición, se adoptaba por el gobierno principios más restrictivos respecto de la libertad de enseñanza; así es que en 1824 quedó anulada del todo; y el reglamento sobre colegios de humanidades que se publicó al año siguiente, tuvo por objeto ponerles tales condiciones, que llegaron a hacer casi imposible continuar su funcionamiento. Las materias preparatorias para las facultades mayores se enseñaron en las universidades, conventos, seminarios conciliares, y algunos pocos colegios que en parte dirigía el gobierno, como el de la Asunción en Córdoba, el de Cabra, el de Monforte de Lemos, el Seminario de Vergara y el Instituto Asturiano.

Llegado el año de 1834, era natural que en esto se adoptasen principios más liberales, y el gobierno empezó a conceder permisos para establecer colegios privados a cuantos lo solicitaban. El plan del Duque de Rivas, aunque no proclamó, como el de 1821, la libertad absoluta en toda clase de estudios y facultades, la concedió muy amplia en el caso de la segunda enseñanza. He aquí cómo en el preámbulo se explicaba:

       "¿Cuál es la obligación del Gobierno en materia de Instrucción pública? De antiguo se creyó ser exclusiva atribución suya el dirigir la educación de la juventud, perteneciendo por lo tanto a la administración el cuidado de la enseñanza. Adoptado este principio en toda su latitud, me parece peligroso y de consecuencias funestas. Propende en último resultado a esclavizar la inteligencia. Los gobiernos tiránicos, ora se proclamen absolutos, ora se condecoren con el título de republicanos, lo han adoptado siempre. Sólo la patria, dicen éstos, tiene derecho de educar a sus hijos; y créense autorizados para sujetarlos a un régimen opresor, exigiendo de ellos renuncien a sí mismos, y humillen su pensamiento ante un pensamiento común y dominante. No conviene, exclaman aquellos, que a los jóvenes se les infundan ideas contrarias a nuestros derechos y prerrogativas; y de aquí nacen las ideas falsas que se procura inculcarles, y las infinitas trabas que se oponen al desarrollo de las luces. El pensamiento es de suyo la más libre entre las facultades del hombre; y por lo mismo han tratado tales gobiernos de esclavizarlo de mil modos; y como ningún medio hay más seguro para conseguirlo que el de apoderarse del origen de donde emana, es decir, de la educación, de aquí sus afanes por dirigirla siempre a su arbitrio, a fin de que los hombres salgan amoldados conforme conviene a sus miras a intereses."
        "Mas si esto puede convenir a los gobiernos opresores, no es de manera alguna lo que exige el bien de la humanidad ni los progresos de la civilización. Para alcanzar estos fines, es fuerza que la educación quede emancipada: en una palabra, es fuerza proclamar la libertad de la enseñanza."
      "¿Seguiase de aquí que debe el Estado abandonarla, dejándola entregada á los esfuerzos particulares, sin cuidar de que existan establecimientos públicos al cargo y bajo la dirección del gobierno?, otro error sería éste tan perjudicial como el primero."
El maestro en el siglo XIX.

"No es dable aplicar a la instrucción pública el principio de que el interés privado basta para fomentar los objetos a que dedica sus esfuerzos. Esto sería rebajar el saber al nivel de la industria, y su naturaleza es mucho más sublime. Con la industria no se atiende más que a lo útil; en el saber hay además que considerar lo bello. El saber agrada porque es hermoso, porque es noble, y porque inspira a las almas sentimientos elevados; el saber es asimismo objeto de nuestras indagaciones, porque es útil, porque sirve para muchas cosas en la vida, porque inventa mil medios de centuplicar nuestras fuerzas y aumentar nuestras comodidades. Lo bello de la ciencia da impulso a la civilización moral, lo útil a la civilización material. Si, pues, el interés particular se apoderase de ella, sólo la cultivaría en este último sentido, y la sociedad perdería aquella educación moral que es su parte más noble y divina, la que esencialmente contribuye á su mayor perfección.”

      "Aún hay más, la parte útil perdería también con este infeliz divorcio. Es preciso cultivar las ciencias por sólo el amor que se les tiene, si se quiere llegar a resultados importantes y aplicables a la industria. Abandonada ésta a sí misma, permanece en breve estacionaria; las teorías abstractas son las que nos conducen al conocimiento de métodos nuevos, las que nos revelan verdades altamente útiles, cuya aplicación cambia a veces la faz de la inteligencia material del mundo, y produce revoluciones complejas y felices en el modo de vivir de los hombres."
"Por consiguiente, la enseñanza privada sólo es susceptible de aplicarse a aquellas ciencias que, menos elevadas, son de una comprensión menos difícil y de un uso más general. Las ciencias sublimes, las que tienen un carácter puramente especulativo, o exigen gastos y adelantos cuantiosos, acaso pérdidas considerables, necesitan que el gobierno las acoja bajo su protección."

      "Por otra parte, dirigido el Estado por miras menos interesadas, atiende más a la ciencia misma; pone más esmero en que la instrucción sea completa y alcance toda la perfección posible. Acaso es más lento en suministrarla; pero esto mismo es una nueva prenda de acierto. Los particulares están más inclinados a favorecer, al menos aparentemente, los deseos de los que aprenden, que siempre son aprender mucho y en poco tiempo. De aquí resulta más charlatanismo que realidad en sus pomposos anuncios y en la ostentación de los mentidos resultados que consiguen. Así es cosa probada en los países donde existen a la par la instrucción pública y la privada, que en igual número de estudiantes, aquélla produce resultados más ventajosos que la segunda en una proporción inmensa."

"Preciso es, por consiguiente, que se hermanen la instrucción pública y la privada. Ambas se necesitan una a otra; y cada cual, entregada a sí sola, sería perjudicial a los fines que se propone la sociedad. La educación privada impide que la pública se llegue a apoderar de la inteligencia y la esclavice, haciéndola sólo servir al triunfo de ciertas ideas o de intereses privilegiados. La educación pública impide a su vez que la privada haga perder a la ciencia su dignidad y elevado carácter, convirtiéndose en una mera especulación; la obliga a que sea mejor y más completa de lo que por sí sola sería, así como suele también aprovecharse de muchos métodos expeditivos y sencillos que ésta inventa; finalmente, produce la emulación, que no sólo es útil a los estudiantes, sino también a los mismos establecimientos, que rivalizan entonces para superarse unos a otros."

Maestra con sus alumnos . Pintura de Albert Anker (1831-1910).

Partiendo de estos principios, el plan de 1836, dejaba en entera libertad la enseñanza privada. Las restricciones que le imponía no eran de ningún modo dirigidas a los métodos ni a la esencia de la enseñanza: tenían por único objeto establecer aquellas precauciones que el gobierno, como encargado de los intereses de la sociedad, no puede menos de tomar para afianzarlos. "El padre (se decía) que confía sus hijos a un profesor, tiene derecho a estar seguro, hasta cierto punto, de su aptitud y moralidad. La salubridad del edificio donde se establece la escuela o colegio, es también otro punto que no puede mirarse con descuido. Estos y no otros, son los objetos de las limitaciones que se oponen a la libertad absoluta; y con ello ha terminado el gobierno su intervención en este punto".
 
Todavía fue más allá la Real Orden de 12 de Agosto de 1838, que permitió a todo particular abrir colegios de humanidades, o cualquier otro establecimiento de enseñanza, sin necesidad de previa Real licencia, y sin más que dar parte a la autoridad local, e inscribirse en la universidad más inmediata, si bien sujetándose a la inspección del Gobierno. Era imposible llevar más allá la libertad de enseñanza, la cual llegó a tal punto, que no se exigía a los directores ni a los catedráticos condición alguna de aptitud o moralidad. Esta libertad produjo los abusos que eran consiguientes. Abriéronse como por ensalmo multitud de colegios con títulos más o menos pomposos, la mayor parte a cual peores, convirtiéndose la enseñanza en miserable granjería, y siendo tan numerosas como sentidas las quejas que de este grave mal llegaron al Gobierno. La experiencia hizo cautos a los del plan de 1845, y he aquí cómo se explicaba el preámbulo del mismo:

"Arreglado lo correspondiente a los establecimientos públicos, era preciso fijar también la atención en los privados y adoptar respecto de ellos las disposiciones oportunas. Hubo tiempo en que apenas consentía el Gobierno colegios de esta clase; pero después se ha pasado al extremo opuesto, gozándose hoy en este punto de libertad absoluta. Hanse por lo tanto multiplicado extraordinariamente; mas pocos son los que reúnen las condiciones exigidas para la buena educación de los niños y es preciso que el Gobierno acuda a remediar un mal que cada día va siendo de más gravedad y trascendencia. La enseñanza de la juventud no es una mercancía que puede dejarse entregada á la codicia de los especuladores, ni debe equipararse a las demás industrias en que domina sólo el interés privado. Hay en la educación un interés social de que es guarda el Gobierno, obligado a velar por él cuando puede ser gravemente comprometido. No existe entre nosotros ley alguna que prescriba la libertad de enseñanza; y aun cuando existiera, debería, como en todas partes, sujetarse esta libertad a las condiciones que el bien público reclama, siendo preciso dar a los padres aquellas garantías que han menester cuando tratan de confiar a manos ajenas lo más precioso que tienen, y precaverlos contra las brillantes promesas de la charlatanería, de que por desgracia se dejan harto fácilmente seducir su credulidad y mal aconsejado cariño."
Juan Bautista La Salle en la escuela. Autor desconocido.


Conservando, pues, el plan de 1845, como era justo y conveniente, a los colegios privados se les exigió condiciones prudentes que, sin impedir su creación, los redujeron y mejoraron, aunque todavía no eran los que debieran. La libertad casi absoluta que establecían el plan de 1836 y la Real Orden de 1838, sólo subsistió en Instrucción primaria, habiendo quedado consignada en su ley provisional; más en esta parte no se habían producido los malos efectos que en la segunda enseñanza, por lo reducido de las materias, y la clase de los alumnos; y sobre todo, porque en general han prevalecido las escuelas públicas sobre las privadas.

La familia tiene ciertamente sus derechos pero ¿no los tiene también el Estado? El niño, mientras permanece niño, sólo está relacionado con su familia; pero ese niño crecerá, se hará hombre, y llegará a formar parte integrante de la sociedad, influyendo en ella de un modo más o menos directo. ¿Tendrá pues, derecho la familia para dejar al Estado un miembro inútil; perjudicial acaso? ¿No debe exigir el Estado de la familia que no haga ese funesto legado? ¿No podrá tomar alguna justa precaución para que esto no suceda? Y ¿cuál otra habrá de ser sino la de tomar parte en la educación del niño, esto es, en lo que tiene por objeto formar su alma y su entendimiento, infundiendo en él las buenas o malas cualidades que han de acarrear necesariamente la gloria o la ruina del Estado? He aquí, pues legitimada la intervención del Gobierno en la enseñanza; he aquí por qué razón, lejos de abandonarla a la inexperiencia, al capricho, tal vez á los errores y á las malas pasiones de los padres, tiene el Estado que vigilarla, dirigirla y encaminarla por el buen sendero; porque el Estado, aún más que las familias, es el que recoge el fruto de la educación, el que está principalmente interesado en ella.
Maestra en clase de niños y niñas.

No hay duda de que la exclusiva influencia del Gobierno puede traer una situación de esclavitud para el pensamiento. Pero ¿no puede traer también funestas consecuencias la libertad de enseñanza? Es preciso que el Estado se halle muy fuertemente constituido para resistir los efectos que a la larga produce esa libertad, sobre todo en los pueblos donde se halla unida a las demás libertades. El espíritu de oposición que prevalece siempre en estos pueblos, se inocula en la enseñanza; y las generaciones se suceden unas a otras con tendencia cada vez más hostil al gobierno existente. De este modo, de cada generación surge un nuevo gobierno; de cada gobierno un nuevo estado de la sociedad, más inquieto, más anárquico; hasta que la sociedad se desmorone, teniendo por fin que apelar á la fuerza para reorganizarse; y ¡sabe Dios de dónde vendrá esa fuerza! La sociedad no perece, pero retrocede. Muchas veces una civilización caduca y pervertida acarrea en ella un retroceso a la barbarie; y en estos casos nunca faltan bárbaros a la justicia de Dios, ora los traiga de las regiones septentrionales, ora los saque de las cavernas inmundas que la misma sociedad oculta en sus entrañas.

Si de la esfera elevada de la política, descendemos al terreno puramente académico, la ventaja está toda en favor del gobierno. Sus escuelas, prescindiendo de la tendencia que puedan tener, son siempre las mejores. El gobierno jamás considera la enseñanza como objeto de especulación y lucro; busca los maestros más aptos y los paga mejor para dotar los establecimientos con cuanto necesitan; no transige con la debilidad de los padres ni con la desaplicación de los alumnos; y da cada vez más fuerza a la disciplina escolástica sin la cual no existen buenos estudios ni aprovechamiento. Con la libertad de enseñanza estas escuelas desaparecen; los jóvenes se van en busca de otros establecimientos donde la instrucción es más barata, menos penosa y más pronta, entregándose a especuladores que son los padrinos de todos los métodos empíricos y falsos, de todas las malas semillas que pervierten el entendimiento y ponen la sociedad en peligro; a lo que se agrega la flojedad en los estudios, y la indisciplina, germen de insubordinación y de anarquía.
Enseñanza doméstica en los pequeños nucleos de población aislados donde no había maestro. Pintura de Albert Anker año 1884.

Así, pues, por cualquier lado que se considere, por el del derecho o de la conveniencia, al gobierno le corresponde una gran participación en la enseñanza. Y aunque no le correspondiera, se la tomaría, si es cierto, como he dicho en el capítulo anterior, que la cuestión de la enseñanza es cuestión de poder. No se concibe que exista un gobierno bien organizado que no tome a su cargo la Instrucción pública; y así sucederá siempre que no haya en el Estado otro poder que domine al gobierno y que será entonces el que se apodere de ella con muchas peores consecuencias. Si el Estado representa la sociedad, él debe ser quien enseñe; y no hacerlo así, es entregar la educación a merced de los partidos; es no cumplir con una de las más sagradas obligaciones que tiene; es conducir la sociedad a la anarquía o al dominio de quien no es el Estado y usurpa sus derechos.

Ciertamente, cuando el gobierno llega a ser tiránico, opresor, su influencia en los estudios es funesta, como lo es en todo aquello a que su poder alcanza. ¿Cuál es el remedio para que esto no suceda? El mismo que existe para cuanto está relacionado con la constitución del Estado; el que esta constitución se halle a su vez cimentada en la ancha base de la libertad y de la discusión. Entonces no haya miedo de que la acción del gobierno en la enseñanza sea opuesta al progreso de las luces. El gobierno, en tal caso, no puede comunicarle otra tendencia que la que más conviene á los verdaderos intereses de la sociedad. La libertad y la discusión lo dominan todo, lo impulsan todo y donde quiere aparece la luz que siempre las acompaña. La libertad de la vida, y la discusión coloca al fin las cosas en el lugar que les corresponde, dando á las Instituciones la forma que más en armonía está con la sociedad y la civilización. No hay remedio: ó la libertad está en el centró, o no hay que buscarla en ninguna parte, aunque a veces ciertas apariencias engañen. El gobierno español intervenía poco en nuestras antiguas universidades; y sin embargo la instrucción pública no era realmente libre en España. Nunca podrá este ramo considerarse de una manera abstracta e independiente de los intereses políticos; y el sistema de enseñanza fluctuará siempre al compás de la constitución de los estados.
Ejercicios de cálculo mental en la Escuela Pública de Rachinsky ( Treyakov Gallery, Moscow, Russia. Año 1895. Pintura de Nicolai Bagdenov- Balsky (1868-1945).

En esta imprescindible dependencia, cuanta más libertad dé la constitución al ciudadano, tanta mayor lo habrá en el sistema de enseñanza; y lo único que en tesis general puede decirse, es que igual peligro existe en sujetar esta parte importante de la administración a una idea sola, a una voluntad única, como en entregarla a merced de todas las ideas, de todas las voluntades, de todas las pasiones. No hay principio que, adoptado exclusivamente, no degenere en absurdo: los bienes que le es dado producir sólo nacen de su oportuna aplicación para llevarlo únicamente hasta el punto en que deja de ser útil y se convierte en dañoso; porque la naturaleza, así en lo moral como en lo físico, repugna todo lo absoluto, fundando la armonía y bienestar de cuanto existe, en el perfecto equilibrio de las fuerzas que Dios ha creado para dar vida y concertado movimiento al mundo. Afortunadamente, el sistema político que nos rige se halla tan lejos de hacer absoluto el poder supremo, como de soltar la rienda á los elementos anárquicos que toda sociedad abriga en su seno. Una prudente libertad domina en nuestras instituciones, y la discusión pública encuentra en el parlamento y en la prensa un ancho campo donde pueden debatirse las cuestiones más arduas y que más interesan a la sociedad. La enseñanza, en semejante régimen, está segura de que, fuera de algunos errores inevitables en cuanto procede de los hombres, adoptará cada vez principios más saludables y seguirá la marcha que mejor convenga á la causa pública. El Gobierno ha debido adelantarse para allanar el camino; y conservando, como era justo, la alta dirección de los estudios, admitió en el plan de 1845, la posible cooperación de los particulares para aquella parte de la enseñanza general en que su intervención puede ser útil, pero con las garantías que le era indispensable exigir en el interés del Estado y de las familias.”
Si hablamos de la alfabetización en España debemos saber que la primera estadística oficial con datos al respecto para todo el país, fue la de 1841, que ofrecía un 24,2 % de población alfabetizada (39,2 % de los hombres y 9,2 % de las mujeres) pero en esa cifra se incluían tanto los que sólo sabían leer (14,5 %: 22,1 % de los hombres y 6,9 % de las mujeres) como quienes sabían leer y escribir (sólo el 9,6 %: 17,1 % de los hombres y 2,2 % de las mujeres). Recordemos que en esa misma época el 60% de la población británica, y casi el 80% de la población francesa ya se encontraba alfabetizada, el espectacular desfase ya salta a la vista.
Uno de los rasgos característicos del modelo de alfabetización del Antiguo Régimen, vigente hasta mediados del siglo XIX, fue el predominio cuantitativo de los que sólo sabían leer sobre los que sabían leer y escribir y, desde el punto de vista escolar, la separación temporal entre el aprendizaje de la lectura, al que podían dedicarse uno o dos años, y el de la escritura que era siempre posterior, de mayor coste y, por tanto, más restringido. La primera estadística oficial con datos al respecto para todo el país, la de 1841, ofrecía un 24,2 % de población alfabetizada (39,2 % de los hombres y 9,2 % de las mujeres) pero en esa cifra se incluían tanto los que sólo sabían leer (14,5 %: 22,1 % de los hombres y 6,9 % de las mujeres) como quienes sabían leer y escribir (sólo el 9,6 %: 17,1 % de los hombres y 2,2 % de las mujeres). Veinte años más tarde, en el primer censo nacional de 1860, el porcentaje de los que sólo sabían leer descendería al 4,5 % y el de los que sabían leer y escribir (los que podríamos considerar alfabetizados según criterios más actuales) se incrementarían hasta el 19,9 %. Si el cambio operado en esos veinte años, desde el predominio cuantitativo, entre los alfabetizados, de los que sólo sabían leer al mayor número de los que sabían leer y escribir se debe al modo de llevar a cabo ambas estadísticas, a la progresiva introducción, desde el Reglamento de Escuelas de Enseñanza Primaria de 1838, del aprendizaje de ambas habilidades desde los comienzos de la escolarización, o a los dos aspectos, pero eso es algo que desconocemos. Lo que sí sabemos es que los censos nacionales seguirían recogiendo hasta 1930 un apartado específico para los que sólo sabían leer (una cifra que descendería desde el 1.946.990 de 1841 a los 209.341 de 1930) para desaparecer posteriormente dada su escasa relevancia cuantitativa y cualitativa (3). 
Estadística de analfabetismo en España desde el año 1887 a 1981. Estan realizados sgún los datos de los Censos establecidos de diez en diez años, con los niños mayores de 10 años en millares, indicación de Analfabetos en millares y Tasas de Analfabetismo por cada uno de los censos .
El nuevo impulso a la alfabetización y la escolarización tendría lugar con la revolución liberal de 1836, si bien este impulso sería frenado a mediados del siglo XIX y ralentizado durante todo el resto del mismo siglo. Tres consecuencias tendría, al menos, dicho impulso: el inicio de la reducción de las diferencias existentes entre la alfabetización de los hombres y la de las mujeres; el descenso de la semialfabetización, en favor de la alfabetización; y la ampliación del concepto y objetivos del aprendizaje escolar de la lectura. Un aprendizaje antes reducido a la memorización deletreada, silabeada y mecánica de una breve cartilla de contenidos catequístico-religiosos, y ahora extendido a la lectura de corrido de una relativa diversidad de libros específicamente escritos y editados para la práctica escolar de la lectura. Dicha ampliación tendría lugar al mismo tiempo que, desde la perspectiva de la difusión social de la lectura escrita, se incrementaba la producción impresa y el número de lectores, en especial de la prensa periódica y las novelas por entregas. Si la encuesta de 1841 ofrecía un total de 3.327.247 alfabetizados, esta cifra se elevaba, en la población de 10 y más años de edad, a 5.915.870 en el censo de 1900.
Evolución del analfabetismo en España: Años 2005, 2006, 2007, y 2008. Andalucía, Extremadura, Murcia y Castilla la Mancha marcan los porcentajes más altos.
Sin embargo, a principios del siglo XX el porcentaje de analfabetismo neto era todavía del 56 % y España ofrecía, junto con Portugal, Italia, Grecia, Rusia y los países de la Europa del Este, los porcentajes de analfabetismo más elevados del continente europeo. Por otra parte, el número total de analfabetos se estancaría durante la segunda mitad del siglo XIX en los casi doce millones del censo de 1860 no comenzando claramente a descender dicha cifra hasta los censos de 1920 y 1930, es decir, hasta finales del primer tercio del siglo XX. Cuando de nuevo este lento y débil proceso alfabetizador parecía cobrar fuerza en los años 30 del siglo XX, junto con la escolarización, la guerra civil, la dictadura franquista y la posguerra vendrían a ralentizar de nuevo este impulso durante casi veinte años. Las migraciones y cambios sociales, económicos y culturales de los años 60 y 70, y el crecimiento en dichos años de la población escolarizada, harían por fin posible que el país alcanzara en la década de los 80 los porcentajes de alfabetización, en torno al 95 %, que los países europeos más avanzados ya habían alcanzado treinta o cuarenta años antes (4).  
Alumno trabajando en cálculo en la pizarra en casa. Cuadro de Albert Anker.

Tal como dijimos, curiosamente en lo que a España se refiere, su nivel de alfabetización no era menor, y en más de un caso superior, durante el siglo XVI a los de otros países del Norte y Centro de Europa. No obstante, desde finales del siglo XVI, y sobre todo en el XVII, la situación cambiaría. Los niveles de alfabetización y de escolarización se estancan o incluso retroceden. Habría que esperar a la segunda mitad del XVIII para ver elevarse de nuevo la demanda de educación y de material para el aprendizaje de la lectura o la producción impresa, aunque no con la misma intensidad que aquellos países del Norte y Centro de  Europa (Escocia, Suecia, Prusia, Holanda, Inglaterra, Francia, Dinamarca, Suiza, Noruega) en los que la Reforma protestante o el desarrollo comercial, el fortalecimiento y  expansión de la burocracia estatal o las exigencias de un ejército moderno  habían actuado de modo más o menos ininterrumpido como factores favorecedores de la alfabetización y difusión de la cultura escrita. Este estancamiento intelectual hará de la España de fines del XIX uno de los países más atrasados de Europa. De hecho, el más atrasado con Portugal. Piénsese que el analfabetismo femenino llega al 87 por ciento hasta mediados del siglo XIX. Estamos hablando de millares de individuos que en el transcurso de un siglo y medio tuvieron que renunciar a la cultura como medio de ascenso. De 1620-1640 a 1777, seis o siete generaciones esterilizadas. Así se explica en parte la castración intelectual de España durante tantos decenios. Debido a ello España entraba en la segunda mitad del siglo XX, con niveles de analfabetismo y escolarización propios del siglo XIX.
Video sobre analfabetismo en España.
Por lo que se refiere al grado de preparación de los maestros, considerar que desde 1804 se organizó un modelo de exámenes de idoneidad de los aspirantes a maestros ante una Junta o Comisión de Enseñanza, que se pretendía fuese imparcial; para ello se realizaba un examen con una lista de pruebas posteriores a la demostración de la limpieza de sangre (hijo legítimo) y de la lealtad al Rey, que eran requisitos imprescindibles. Durante el reinado fernandino, el Estado obsesionado por uniformar y unificar toda la enseñanza, se lanzó con premura a publicar innumerables reglamentaciones sobre educación, que abarcaron todos los niveles y todas las realizaciones, incrementándose así el proceso de institucionalización educativa del reino.

Una de las descripciones más descarnadas que hemos podido encontrar salió de la pluma del conocido ilustrado Manuel José Narganes, quien no parece que exagerase demasiado en su relato. Tras la educación doméstica de los primeros años, el niño pasaba a poder de un “mendigo ignorante”, una brutal definición de maestro que estaba bastante ajustada a la realidad, quien le esperaba “con la palmeta en una mano y el azote en la otra, para enseñarle”. Bajo su dirección, a voz en grito y con canturreos corales, un “método ingenioso (...) para saber quien trabaja y quien huelga, aprendía la lectura, primero de corrido o “en letra de molde”, después la manuscrita o “leer en carta”, más las nociones mínimas de escribir y contar. La parte moral se reducía a hacer repetir a los niños un catecismo “todos los sábados y aun cantarlo por las calles”, “ir a misa de dos en dos, y estarse allí de rodillas” (5). 
Disciplina desde el primer día de clase. El maestro con escasa formación cultural y pedagógica trataba de mantener la disciplina a base de azotes. El padre que lleva a su hijo al colegio con la cesta de huevos no parece contrariado.
La descripción que Narganes hacía en 1809 del docente como “mendigo ignorante” no era, ni mucho menos, una figura o hipérbole literaria, sino que se ajustaba dolorosamente a la más triste realidad, e incluso se veía a veces superado por ésta. Ahí están los grabados y dibujos de esas escuelas de mediados del siglo XIX que, por otra parte, no difieren sensiblemente de otros grabados elaborados en otras latitudes del continente, aparentemente más “ilustradas" y preocupadas del fenómeno educativo que las nuestras; y ahí están los entremeses y sainetes que tuvieron como protagonista a un pobre maestro de escuela, cuyas penalidades y escasa inteligencia se utilizaban para divertir a un público al que, por otra parte, se intentaba motivar para que llevara a sus hijos a la escuela. Este rol cómico del maestro se sustentaba en algunos trazos presentados ante el público como motivo de sarcasmo. Así, eran causa de risa su apariencia física, sus escasos conocimientos, sus problemas económicos y su búsqueda obsesiva de ganancias, su dependencia de los caciques y de las familias que más pagaban por la educación de sus hijos, y su imagen de “fracasados” en otros oficios más provechosos (6).
Un alumno llega a clase. Pintura de Albert Anker.
Por otra parte, se inició un control de los contenidos desde los departamentos ministeriales, se fomentó el desarrollo económico a través de la educación, una preocupación heredada de la Ilustración, mediante las Sociedades Económicas de Amigos del País, pero que en este tiempo la legislación generaliza; se intentó organizar la profesión magisterial, a través de la impartición de títulos académicos y de la realización de una selección basada en el sistema de oposiciones, se inició un control valorativo de la enseñanza, entendiéndose como la rentabilidad de un servicio público, mediante las inspecciones y la consideración estadística de la instrucción, y, finalmente, se burocratizó al máximo el sistema escolar, ligado ya para siempre a la formación de variados expedientes administrativos.
Toda esta época se caracterizó también por afianzar el centralismo en la enseñanza. Este, producto de la influencia napoleónica, ya se había iniciado en la etapa fernandina, con los casi idénticos reglamentos de 1814 y 1821. En ellos se hablaba de una instrucción “pública y uniforme”, entendiendo por tal la “costeada por el Estado o dada por cualquier corporación con autorización del Gobierno”, pero la uniformidad y el control de que hacían tanta gala estas disposiciones eran representativas únicamente de un suave centralismo.
Las primeras disposiciones importantes del siglo XIX no fueron mucho más allá en este programa curricular: el Reglamento de 1821 no estableció más contenidos que las tres RRR (leer, escribir y contar) y “un catecismo que comprenda brevemente los dogmas de la Religión, las máximas de buena moral y los derechos y obligaciones civiles”; y el Plan Calomarde de 1825 únicamente sustituyó ese catecismo constitucional por el mucho más ortodoxo de la Doctrina católica.
El Maestro de primeras letras corrige al alumno lloroso. Una enseñanza dedicada a lectura, escritura y cálculo y el Catecismo de la Iglesia católica. Cuadro de Jan Steen.
Tres aspectos se pueden distinguir muy claramente en esta educación pública, que nos servirán para centrar nuestras reflexiones posteriores sobre la escuela primaria del primer período isabelino. Por una parte en primer lugar, en estas dos amplias décadas se definió el problema de la educación pública como sistema de enseñanza distinto, al menos jurídicamente, de otra que no lo era, la privada. En segundo lugar, se abordó la cuestión de los contenidos de la educación pública, con vistas a la formación del ciudadano, de la introducción de posibles saberes que ayudaran en el ejercicio de derechos y deberes cívicos, y del reconocimiento y defensa de la religión oficial a través de programas educativos. Finalmente, se entendió la instrucción pública como servicio que, por ser público, exigía dedicar a él unos presupuestos que, de alguna manera, debían ser también públicos.
Este cuadro de Albert Edelfelt (1854-1905), muestra a los chicos haciendo trabajos caseros en Helsinki. Otra manera de entender el curriculo escolar, que parece de tiempos presentes.

Mediante el establecimiento de una educación que de alguna manera controlaba el Estado, y reconociendo la libertad de ejercer o dedicarse a la enseñanza, o de elegir el centro docente más conveniente para la educación de los hijos. Tanto el Dictamen y proyecto de decreto sobre el arreglo general de la enseñanza pública de 7 de marzo de 1814, como el Reglamento general de instrucción primaria de 29 de junio de 1821 recogen las que van a ser las tres notas características de la enseñanza pública en los años venideros:

1ª La enseñanza ha de ser costeada por el Estado, (una idea inédita en España), o “por cualquier corporación con autorización del Gobierno”.

2ª La enseñanza ha de ser uniforme en métodos, contenidos y libros de texto.

3ª La enseñanza ha de ser obligatoria y gratuita.

Tres notas que, en contraposición, no reúne la enseñanza privada, “la cual quedará absolutamente libre, sin ejercer sobre ella el Gobierno otra autoridad que la necesaria para hacer observar las reglas de buena policía establecidas en otras profesiones igualmente libres”. Y esas reglas de policía deben relacionarse con lo que son principios liberales de la actividad humana: la libertad de comercio y el  no-intervencionismo; el librecambio y laissez-faire (dejar hacer); y la libertad de trabajo y, en consecuencia, ausencia de gremios montados para el control de la producción. Libertad en todo, excepto en un terreno en el que el liberalismo incipiente se debiera haber manifestado más flexible: en el reconocer las libertades esenciales de pensamiento y de conciencia, de autodeterminación doctrinal política y religiosa. Porque resulta que en enseñanza privada el Gobierno podía intervenir “para impedir que se enseñen máximas o doctrinas contrarias a la religión divina que profesa la Nación, o subversivas de los principios sancionados en la Constitución política de la Monarquía” (7).

Entre los Siglos XVI y XVIII, el Absolutismo o Antiguo Régimen mantenía unas estructuras políticas, sociales y económicas que caracterizaron a la mayoría de los paises de la Europa Occidental. Una muestra de entender el curriculo venía dado por esta forma de pensamiento, dedicado sobre todo a los tratados de urbanidad.

La educación como servicio público tenía antes de 1833 el alcance que podía tener en cualquier libro o tratado de urbanidad de esta época. Una muestra de ello es la serie de preguntas y respuestas que se recogían en los manuales de principios generales de algunas ciencias:

“P. ¿Cuál es el mejor maestro de primeras letras?

R. El que tarda más tiempo en enseñarlas.

P. ¿Cuál es la mayor prueba que un niño puede dar de estar bien educado?

R. Recitar con mucha gracia una fábula de Samaniego.

P. ¿Qué es lo primero que debe enseñarse a una niña?

R. A hacer cortesías" (8). 


Cuando la Administración educativa que comenzó a despuntar a la muerte de Fernando VII, se intentó resucitar los anhelos de luces del Despotismo ilustrado, pero se encontró con serias dificultades para llevarlos a la práctica. Por lo pronto, contaba con un maestro que no pasaba de la categoría de mediano artesano, con una formación practica adquirida en una pasantía, casi siempre sin ningún título o certificado que lo avalara profesionalmente, y con unas fuentes de ingresos que lo situaban en los niveles más bajos de la escala social. En una sociedad casi burguesa, muchos de los docentes de entonces no dejaron de ser otra cosa que meros servidores.

La Administración tomó el camino, de la “inacabable legislación”, la reglamentación continuada según el modelo de la vecina Francia, la regulación constante sobre objetivos, contenidos, libros de texto y régimen organizativo de los nuevos centros, en un claro intento de controlar a distancia el cambio de mentalidades de los futuros maestros, que posibilitaría la paulatina transformación ideológica de la sociedad, este fue el planteamiento que presidió toda su actuación en materia educativa en este tiempo. Pero a cambio de ello se lograría algo no buscado ni presentido por los estamentos oficiales: la introducción de la Pedagogía profesional en España, entendida, no como un entrenamiento exclusivo en un método o transmisión de una serie de “recetas pedagógicas”, sino con un carácter científico, planteando principios generales de actuación docente basados en conocimientos biológicos y psicológicos de la infancia a la que se había de educar. La expansión de esta Pedagogía profesional se hizo a través de los Inspectores provinciales y mediante los profesores normalistas, actuando los primeros con los maestros en ejercicio y los segundos con los futuros docentes. El aumento de la cultura general de estos aspirantes al magisterio, unido al dominio de esa ciencia de la educación, que no era un conocimiento que estuviera al alcance de cualquiera, hicieron que, muy suave y progresivamente, empezara a cambiar la imagen que la sociedad tenía del maestro como “mendigo ignorante” y, si bien el sustantivo no varió sensiblemente, al menos el adjetivo resultó menos obvio.

El maestro y la maestra amiga eran matrimonio a veces, y compartían la misma escuela en muchos casos, o estaba separada por cortinas. Pintura de entre los años 1626 y 1679.

Fue a partir de 1833 cuando asistimos al nacimiento y desarrollo de la educación pública en España, entendiendo por “escuela pública” la “institución docente pública, secular, dirigida y controlada por el Estado” y unas veces financiada por ese Estado y otras mantenida por el Municipio o la Provincia, o incluso por alguna Fundación o entidad diferente, pero “siempre bajo la dirección de las autoridades administrativas” (9).
La educación pública que empieza a perfilarse hacia 1833 tiene, por una parte, la tendencia a la universalidad de la población de la infancia del país y, por otra, el respeto a esa libertad individual que defendía a la mayor ultranza el liberalismo político, planteamiento político que se pudo advertir en otros sectores de la vida pública como el sector económico o el ideológico. A partir de 1833 se intensificó en el panorama de la política educativa española el sentido de universalidad dado a la educación pública, identificándose ésta como la regulada por una serie de leyes y de reglamentos y asumiéndose como una tarea del Gobierno, quien aparecía como garante de su objetividad e imparcialidad. En 1834, el periódico El Observador decía así: “Ahora conocidas las ventajas del nuevo régimen es preciso sostenerle y perfeccionarle todo lo posible, es indispensable uniformar con él nuestro sistema de educación pública; fiarle a personas determinadas, no a corporaciones interesadas en perpetuar los abusos” (10). 
Escuela del siglo XIX.

En los años treinta de este siglo XIX, se tenía la idea de que la lectura y la escritura eran la fuente inagotable de la sabiduría y el remedio más importante para la ignorancia. En 1832, un hombre representativo en el hacer educativo, José Mariano Vallejo, en el discurso pronunciado al inaugurarse las escuelas de adultos de Madrid, demuestra con sus palabras la hipótesis que acabamos de exponer. Dice Vallejo: “Servían estas escuelas para propagar el don precioso de la lectura, llave maestra que abre todas las puertas del saber y de los manantiales, tanto de la pública como de la particular prosperidad” (11).

Nos encontramos en 1833 con un docente primario a todas luces mal pagado. Fenómeno con el que es preciso contar para interpretar los resultados de la política educativa en los años posteriores, de forma que la débil remuneración influyó en la escasa demanda de puestos de trabajo, y por tanto en la selección de los profesionales y en los programas formativos que debían recibir. La Administración central hizo algunos esfuerzos para elevar las dotaciones presupuestarias de los ayuntamientos, con vistas a mejorar rendimientos de la enseñanza, pero fueron esfuerzos baldíos, por la debilidad del poder ejecutivo frente al poder local de los  pueblos y por la pobreza de medios económicos asignados a las escuelas y los maestros.
Entre dos clases. Pintura del belga Basile de Loose (1809-1895)
El maestro se nos presentaba como un funcionario más, aunque esta imagen era totalmente falsa, pues tenía poco de ello en su consideración, en situaciones en que los ayuntamientos estaban en un perpetuo déficit económico en sus presupuestos municipales, con emolumentos escasos para los maestros, que no siempre eran recibidos puntualmente como lo hacían el resto de empleados municipales, cantidades que a veces percibían en especie. El maestro entonces dependía servilmente del alumnado que atendía en su clase, y que dada la inseguridad en las percepciones de sueldos en final de mes o trimestre por parte del ayuntamiento, se refugiaba para su pervivencia en las aportaciones de las familias de los alumnos como la fuente más segura de sus ingresos, a quien la sociedad rural regateaba, como la cosa más natural del mundo, tanto la cifra a cobrar como la puntualidad en el cobro, y que para remediar su triste situación había de recurrir a un pluriempleo que rebajaba aún más su condición profesional. Los anuncios que los Municipios insertaron en la Gaceta de Madrid (hoy Boletín Oficial del Estado) cuando quedaba vacante una plaza de maestro de primeras letras, ponen de manifiesto la gravedad de esta situación económica.

El Maestro recibe a sus alumnos.

A partir del análisis de múltiples ejemplos, podemos establecer las siguientes conclusiones sobre el particular:

1ª) En este período estudiado, muchos de los salarios pagados a los maestros de primeras letras por las autoridades locales de los municipios variaban entre 1.000 y 3.000 reales anuales, un sueldo insuficiente si tenemos en cuenta que, en este tiempo, todas las cantidades menores de los 5.000 reales como sueldo se consideraban ingresos escasos para mantener una familia. En los ministerios en el año 1839, los mozos, que eran la categoría ministerial más baja, cobraban 5.000 reales; los porteros de los ministerios entre 6.000 y 13.000 reales; los escribientes, de 4.000 a 8.000 reales; los Oficiales de Secretaría del ministerio de 20.000 a 24.000 reales y el ministro ganaba 120.000 reales.

La legislación previa a la Ley Moyano de 1854, estableció el sueldo mínimo de un maestro entre 2.000 y 3.000 reales, que eran cifras claramente en los umbrales de la miseria, pero, aún así, en 1856, sólo seis provincias superaban el tope superior de 3.000 reales frente a las 21 provincias, que en las asignaciones de sueldos a los maestros se quedaron muy por debajo de la cifra admitida como mínima por la legislación de 2000 reales de sueldo. Y lo peor es que en muchos pueblos no se pagaba nada a los maestros, o se les daba un sueldo inferior a 100 reales. En 1846, después de bastantes medidas legislativas y una suave presión de la opinión pública con artículos en prensa que fundamentalmente aparecían en la prensa oficial y profesional, pero también en los periódicos de alcance general se encontraban a veces comentarios sobre la necesidad de pagar decentemente a los maestros (12).
Las Comisiones de Instrucción Primaria informaban alegremente de la noticia de aquellos casos, en los cuales algunos Ayuntamientos habían empezado a pagar a varios maestros un sueldo de los que antes trabajaban por nada, y las cantidades manejadas seguían siendo inferiores a los 1.000 reales. En definitiva, la realidad demostraba que la sociedad pagaba a sus profesores primarios, a mediados del siglo XIX, como si fueran trabajadores manuales no cualificados. Una buena muestra de lo antedicho la encontramos en los datos del Diccionario de Madoz, publicado en 1845; en este año y seguramente los siguientes, los jornales de los trabajadores manuales en la época en la que él preparó su trabajo, oscilaban entre 6 y 10 reales por jornada, aunque en no todos los lugares del reino era igual, lo prueba que los campesinos de Andalucía y Extremadura eran los peor pagados ya que ganaban entre 2 y 4 reales diarios. Y más o menos por las mismas fechas, en el año 1842, las vacantes docentes publicadas en la Gaceta de Madrid para ser cubiertas por los maestros de primeras letras ofrecían una variedad de salarios que oscilaban entre los 5'4 reales diarios de Hortaleza, en la provincia de Madrid y los 12 reales diarios que se ofrecía por parte del ayuntamiento de Santo Domingo de la Calzada. Como fácilmente podemos apreciar las bandas salariales en ambos casos eran las mismas, el maestro ganaba lo mismo que el jornalero del campo sobre todo en la zona del centro y norte de España.
La consideración que a nivel de la administración estatal se quería dar al maestro era mejor que la que resultaba en la práctica, en una sociedad que no valoraba su trabajo; el Estado publicó en 1821 una clasificación de profesiones de los ciudadanos donde la de maestro salió ligeramente mejor parada, lo cual nos demuestra que las percepciones gubernamentales lo colocaban en una posición superior a la que le otorgaba el colectivo social de las poblaciones donde tenía que trabajar. En esta relación se ubicaba a los docentes públicos en la quinta categoría, sobre un máximo de diez, junto a perfumistas, tintoreros, plateros,...etc.
2ª) Esta falta de consideración social nos lleva a esbozar una segunda idea muy importante, cual era la inexistencia de incrementos salariales en línea con los incrementos del coste de la vida. Se daban incrementos salariales a los profesionales de otras ramas profesionales, como eran los médicos de los pueblos y a todas las relacionadas con el campo de la medicina; pero en cambio en lo relacionado con el Magisterio, salvo muy raras excepciones, las consignaciones permanecieron inalterables en las asignaciones contratadas, e incluso se pudo constatar una caída bastante considerable de las asignaciones en la llamada Década Ominosa, de la que los docentes tardaron muchos años en recuperarse.

La explicación de este comportamiento de los poderes locales de los ayuntamientos estaba clara, y fue explicada múltiples veces por los propios maestros: los Ayuntamientos no valoraban para nada los esfuerzos de los profesores. No se regateaba el pago a otros profesionales que salvaban vidas o cuya presencia se veía muy necesaria en el pueblo, pero el maestro, que pasaba todo el día sentado, sin hacer nada aparentemente, que sabía poco, y que podía ser sustituido por cualquiera, no merecían gravar los presupuestos municipales escasos con los incrementos de ingresos que debían realizarse a ellos.


3ª) Que existía la premiosidad o nula puntualidad en el pago de sus emolumentos era más que evidente a la vista de lo referido en las sesiones del Ayuntamiento de La Higuera Cerca de Arjona; aunque este fenómeno era menos ostensible en dichos anuncios cuando se publicitaba una vacante en el pueblo o villa, pues pocos Municipios se sinceraban realmente sobre sus dificultades económicas para realizar los pagos de los sueldos, justificaciones que casi siempre se refugiaban en lo oneroso que supondría hacer los pagos puntuales al maestro por la escasez de fondos municipales. Encontramos en la bibliografía consultada el caso poco frecuente de lo que podríamos considerar uno de los Ayuntamientos honestos, el de Villafranca de Puente del Arzobispo, que prometía a su maestros un sueldo 50 ducados anuales, equivalentes a 550 reales, pero confesaba que, por la escasez de medios, no habían podido ser abonados a los maestros anteriores, quiénes sólo percibieron 24 fanegas de trigo procedentes del Arzobispo de Toledo para enseñar a 24 niños pobres (13).

Es particularmente angustioso un dictamen de la Comisión de peticiones de las Cortes, que en 1838, diez años antes del año que estudiamos, se hizo eco de una llamada de socorro del magisterio: “Varios profesores públicos de primeras letras a nombre de los de su clase exponen (sic), que diferentes veces han acudido al Gobierno y alguna al mismo santuario de las leyes, solicitando que se les pague en igualdad a los demás empleados activos, pero que todas sus reclamaciones han sido infructuosas; por cuya razón se hallan algunos maestros, con desdoro de su profesión, pidiendo limosna”(14).

En las estadísticas oficiales que empezaron a elaborarse a partir del año 1846, se refleja clara y generalizadamente el problema de la puntualidad en los pagos a los maestros: nunca hubo en todo el reino más de 15 provincias que se encontraran al día en el pago a sus maestros. También había alguna excepción escandalosa para que no se confirmara la regla: En el primer trimestre de 1857, sólo Almería se encontraba al día en el pago de los salarios docentes (15).

Y lo peor es que la situación de los pagos puntuales cambiaba muy frecuentemente de un trimestre a otro, y provincias que estaban a cubierto a comienzos del curso en los pagos de los sueldos a sus maestros, al final del curso habían acumulado deudas para con ellos en proporciones considerables.




4ª) A las dotaciones municipales de sueldos a los maestros del municipio, se añadían las remuneraciones de los niños asistentes a la escuela para con su maestro, estas se realizaban sin especificar cuantía a entregar por cada padre, o prefijándola de acuerdo con la situación académica de los escolares, según fuesen de la clase de lectura, de escritura o de contar, con lo que se añadía un nuevo problema a una asignación estable que diese mayor seguridad de ingresos al maestro, aparte de las asignaciones municipales. Las cantidades variaron muy poco a lo largo de colectivo social de las poblaciones. En esta percepción de las familias del alumno se les pagaba a los docentes públicos en esta época, con un pago fluctuante de entre 1 y 4 reales mensuales por alumno asistente a clase. Aparte de este pago, muchos pueblos mantenían la tradición del “cuarto de los sábados”. Esta costumbre estuvo caricaturizada en muchos dibujos de la época, en los que se ve al maestro a la puerta de la escuela, con su mano extendida, en la que los niños, uno por uno, van depositando su óbolo o pequeña cantidad de dinero con la que los padres de los alumnos contribuían a pagar al maestro sus enseñanzas cada semana. Y esta imagen grotesca y dramática no nos expresaba toda la dura realidad: muchas veces, los docentes debían ir casa por casa de los alumnos, recolectando estos estipendios, “como mendigos” (16), y lo único que llegaban a recoger en muchos casos era insultos. En algunos casos tenían que emprender acciones legales para que los padres pagaran, y esto era contraproducente, pues las familias se vengaban sacando los niños de la escuela, como sucedió en Logroño (17).
Trabajando la escritura como principal parte de currículo una vez superada la lectura.

En otras ocasiones, era el propio Alcalde el encargado de recoger las contribuciones familiares a la enseñanza de los niños del pueblo, pero esto también provocaba irritación y ayudaba a afianzar la mala imagen social del maestro entre los vecinos. Esta casi total dependencia de los padres que tenían los maestros de primaria acarreaba una seria consecuencia educativa nefasta;  los maestros como docentes no se sentían totalmente independientes para evaluar a los niños o para corregir sus comportamientos, pues sobre ellos pendía, cual espada de Damocles, el riesgo de que los padres no aceptaran los resultados y dejaran de pagar lo que ellos necesitaban o se llevaran a sus niños de la clase a otro de la competencia.

5ª) También era frecuente el pago del ayuntamiento y de los padres a los maestros por la concesión de ciertas cantidades de pago en especie, tanto de forma exclusiva como extraordinaria, sin contar la asignación de la casa-habitación, que era casi de obligada dotación a los maestros. Con anterioridad a 1830 se pagaba habitualmente al maestro con productos agrícolas o ganaderos. Esta solución era una de la que menos gustaba a los docentes, pero que tenían que aceptar, entre otras por dos razones: las posibles fluctuaciones de los precios de esos productos en el mercado, y la casi seguridad de que no cobrarían en los años de malas cosechas o de sequía.  Si los productos cosechados no tenían un precio alto se utilizaban para pagar al maestro cuando convenía, opción que era mejor que la de no percibir el pago justificándose en las malas cosechas del año en curso, con lo que otra vez las asignaciones a los maestros estaban casi siempre en el aire.

Camino de la escuela bajo el paraguas. Pintura de 1884 de Albert Anker (1831-1910).

6ª) Los docentes de esta época se veían obligados casi siempre al pluriempleo para poder hacer frente a las cargas familiares, bien porque figuraba en las condiciones de su contrato establecido con los Ayuntamientos el que cubrieran horas con otros trabajos en el municipio, o bien porque los necesitaban para sobrevivir con otros ingresos complementarios a su asignación como maestro de primeras letras municipal. Si no desempeñaban alguna actividad solicitada por cuenta del Municipio, como organista, barbero, campanero,..., solían emplearse también como jornaleros.



Una muestra del pluriempleo al que se acogió D. Miguel Martínez, Maestro de primeras letras de la Higuera cerca de Arjona por estos años fue el de tomar la responsabilidad de ser receptor de Bulas de la villa, tal como lo confirma la presente acta de 20 de febrero de 1851, octava de las sesiones ordinarias de este año del Ayuntamiento de la Higuera cerca de Arjona. El acta trascrita fielmente dice así:

“Acuerdo… Enla Villa de la Higera cerca de Arjona en beinte días del mes de Febo de mil ochocientos cincuenta yuno reunido El ayuntamiento Constitucional con mi asistencia a cordaron nombrar recector delos sumarios de bulas para la predicación del corriente año a D. Miguel Martínez quen estando presente y acectando dicho cargo sele entregaron a presencia del Ayto. los ajenplares siguientes.

De bibos doscientos_________________________200.

De difuntos diez    ___________________________10.

Lacticinios de tercera, una ______________________1.

Yd. De cuarta dos    ___________________________2.
Yndulto de tercera clase _   Cuarenta____________  40.                                                                                                                                            253.

Hinportan el total delos sumarios estregados en este día a D. Miguel Martínez docientos cincuente y tres que quedan figurados quedando obligado asu expendición por la retribución que tiene señalada por cada uno de estos siendo desucuenta y cargo el poner su importe y los sumarios sobrantes enla administración y tesorería de Cruzadas de esta Probincia hasí lo a cordaron y firmara con el Ayto. de que certifico.

Aparecen las firmas de los siguientes señores: José María Calero.  Manuel Morales.  Francisco Martínez.  José Montoro.  Dice: La X del Regidor Manuel Pérez Molina.  Juan Barragán.  Dice: La X del Regidor Sebastián de Fuentes.   Miguel Martínez. 
El Serio. Manuel Cte. Pérez."


Como podemos comprobar, por la redacción del texto del acta por parte del Sr. Secretario del Ayuntamiento, nuestra villa precisaba mucho más de la presencia de maestros de Primeras letras a su servicio, de lo que los habitantes eran conscientes, empezando como muestra por el señor secretario. Desconocemos el nivel de D. Miguel Martínez al carecer de muestras de sus escritos. No olvidemos que en 1844, una Circular de Peñaflorida, ante las alteraciones que muchos docentes habían introducido en la enseñanza de la ortografía, impuso a los docentes primarios la obligación ineludible de acomodarse a la ortografía adoptada por la Real Academia Española, “bajo la pena de suspensión del Magisterio” (18).


Dentro de la amplia y variada casuística que se presentaba sobre la contratación de los maestros de las primeras letras, es posible encontrar con frecuencia dos situaciones. Muchos pueblos, al anunciar sus vacantes, pedían específicamente que los candidatos fueran sacerdotes, pues entre sus funciones se incluía el decir Misa y el resto de obligaciones eclesiásticas como bautizos, bodas y entierros, como funciones más requeridas entre la administración de los sacramentos. Estos docentes cobraban con mucha más puntualidad y estaban socialmente mejor considerados, hasta el punto de que, en esta época, se emitieron algunas opiniones recomendando la aplicación de este sistema de selección de los maestros a gran escala, como medio de elevar la dignidad de la profesión de los maestros. En otras zonas del país se ofrecía al maestro una gran casa, permitiéndosele contratar como pupilos a estudiantes de pueblos cercanos, a los que daba clases privadas y actuaba con ellos como su tutor, a cambio de un estipendio. Este turbio panorama se ensombrece aún más si recordamos que el maestro no tenía ninguna seguridad en su trabajo, pues siempre estaba sujeto a depuraciones y ceses fulminantes, en cuanto cambiaba la situación política de los partidos en estos años de tanta inestabilidad política, según gobernase el partido moderado o progresista. En 1844, desde el propio Estado se denunciaban los ardides de los pueblos para “desasosegar al profesor” por parte de las fuerzas vivas de la política local, manteniéndole en la “incertidumbre de su suerte venidera”, suerte un tanto incierta en periodos de tanto cambio de gobierno a nivel del estado, mezclándole con frecuencia en las luchas surgidas entre los partidos locales, que se pugnaban por coger el poder de  los ayuntamientos; todo lo cual les creaba y proporcionaba a ellos una “ansiedad” añadida a su situación tan inestable, y numerosos conflictos sin quererlo ni beberlo, una desgraciada situación para que se “distrajesen por necesidad de su única ocupación”(19).

Imagen de escuela tradicional del franquismo a partir de los años cuarenta del pasado siglo XX.

A pesar de todo, el Gobierno introdujo algunas disposiciones legislativas sobre salarios mínimos y máximos que los Ayuntamientos debían pagar en función de su población. Esta medida, que proporcionaba a los docentes una mínima cobertura legal, fue poco cumplida. Por ello, muchos gobiernos publicaron Reales Decretos recordando a los Municipios sus obligaciones contraídas y su cumplimiento, por lo que desde los ayuntamientos se pusieron en marcha todo tipo de trucos y triquiñuelas para evitar cumplir las normas basadas en los Reales Decretos.

La medida más interesante llegó de la mano de la Real Orden de 29 de noviembre de 1858, que representó el primer intento de centralizar los fondos para el pago a los maestros y transfirió el problema de los sueldos docentes a organismos neutrales, esto es, a las Comisiones Provinciales de Instrucción Pública. Esta disposición tenía un alcance muy restrictivo, pues sólo pensaba aplicarse en seis provincias piloto (Ávila, Badajoz, Córdoba, Lugo, Segovia y Tarragona), pero fue el primer paso que mostró la intención gubernamental de convertir a los profesores primarios en funcionarios del Estado, con un status de empleados públicos, que dejaran de depender de los ayuntamientos. 

Si la percepción social y profesional que se tenía de los docentes en la primera mitad del siglo XIX era tan mala, esto se debía en gran parte a su escasa preparación y a la facilidad con que se podía acceder al ejercicio del magisterio. La conjugación de ambos factores hacía que este empleo estuviera poco valorado por la sociedad. Es suficientemente conocido que el gran logro de la Administración liberal fue la creación de las Escuelas Normales en 1839, primera institución existente en España para la formación del profesorado primario (20).
El juego de las bolas en el descanso. Pintura del norteameriaco Jim Daly (1940).
La Administración central se preocupó también de los problemas de la jubilación y de las pensiones, y en el Plan Calomarde de 1825 se dispuso que los docentes que hubieran ganado su escuela tras un examen y que hubieran permanecido en ella durante al menos 35 años, disfrutaran de una “privilegiada” pensión, que se correspondía con los 2/3 de su salario. Pero una vez más esta obligación quedaba en manos de los Ayuntamientos, que ya hemos visto con qué entusiasmo abordaban sus funciones pagadoras para con los sueldos de los maestros de su municipio. El maestro de instrucción primaria carecía de jubilación y de protección para su familia en caso de fallecimiento. Como decía Carderera en 1856, la mayoría de los docentes se veían, “después de servicios inapreciables, despedidos de todas las escuelas, menospreciados y escarnecidos por todo el mundo, y por último, abandonar esta vida en medio de la inquietud y de la aflicción de no poder legar a los suyos sino lágrimas y sufrimientos”(21).

Para aliviar este serio problema se arbitraron soluciones parciales y muy esporádicas. En algunas ciudades, el nuevo maestro dejaba una pequeña parte de su salario para la jubilación o la viuda del anterior maestro en su puesto. En otros casos, el Municipio le financió una pensión vitalicia, que podía ser transmitida a su mujer e hijos, y que constituía la cuarta o quinta parte de su sueldo. En 1840, el Estado creó una Sociedad de Socorros Mutuos que tuvo muy poco éxito y un reducido número de miembros, lo cual contrasta con otras realizaciones similares emprendidas por los propios docentes y que tuvieron mucho más auge y duraron bastante tiempo. Pero la nota más curiosa en esta dramática situación del magisterio la constituyó la opinión de la sociedad, que pensaba que la elevación del rango económico de esta profesión debía ser ponderada y ajustada a ciertos límites, pues no admitía para los maestros una prosperidad excesiva. Y esto lo sostenía también la propia Administración central. El Real Decreto de 23 de septiembre de 1847, que perseguía mejorar con prudencia la condición del docente primario, afirmaba en su Preámbulo: los maestros no necesitan recompensas altas “incompatibles con la situación modesta que les conviene para bien de la enseñanza misma...”. Destinados a vivir en su mayoría “en poblaciones cortas y baratas, no han menester dotaciones crecidas para lograr una existencia desahogada y ocupar entre sus convecinos un puesto distinguido” (22). 
Alumnos de una escuela rural. Pintor suizo Albert Anker (1831-1910).

No obstante el progreso en educación se produjo. El proceso centralizador, aun sin acumular la intensidad operacional requerida, fue causa importante en el cambio. Es verdad que la obsesión centralizadora del Gobierno quedó bastante limitada porque durante todo este período se apreció una sensible y lamentable debilidad en el poder ejecutivo, debilidad derivada del incumplimiento sistemático de las leyes promulgadas; así lo refiere un periódico de la época que se dirigía a sus lectores denunciando un mal endémico del Gobierno, que expresaba así: “Una buena parte de lo que se decreta, no se cumple”; “casi podemos marchar sin Gobierno”; “nuestra administración necesita una reforma radical (...) constituir un gobierno, un verdadero poder ejecutivo adecuado” (23).


La enseñanza privada del nuevo liberalismo sería extensiva a toda clase de estudios y profesiones, lo que de un modo pleno no se consiguió sino por vía preparatoria, es decir, actuando el establecimiento particular con sus alumnos, suministrando conocimientos que se convalidaban después mediante exámenes especiales; una enseñanza totalmente al margen de la enseñanza oficial, para la que se precisaban también una serie de requisitos administrativos como era el examen del profesorado que la impartía y la aprobación del expediente por un organismo central de la administración educativa. 
En este año de 1848 estamos a poco más de una decena de años de la creación de la primera Escuela Normal Central del Reino el 8 de marzo de 1839. Su creación en un edificio conventual de la madrileña calle Ancha de San Bernardo, fue, en el sentir de las crónicas, algo más que un acontecimiento pedagógico, bajo la presidencia del entonces Ministro de la Gobernación, Antonio Hompanera Cos, durante la Regencia de Mª Cristina, madre de Isabel II.

La creación de las Escuelas Normales, por un lado, hay que interpretarla como una conquista del pensamiento liberal español, iniciada ya dentro del absolutismo fernandino y relanzada definitivamente desde la muerte de este Monarca en 1833.

Antes de la creación de las Normales ya existían unas Academias de Maestros, creadas por los mismos miembros del gremio de educadores, encargadas de habilitar a los maestros para el ejercicio de esta profesión y para difundir lo que podríamos llamar, “la ciencia pedagógica de la época”, tal como ocurría en otros países europeos vecinos.

Las Escuelas Normales de Maestros proseguirán su historia con altibajos significativos por la presión social de la época, centros de formación de los maestros que después se extenderían por todo el reino. Asimismo, las Academias entrarán en zonas de luces y sombras, con apariciones y lagunas constantes, aunque a veces impulsadas por otros organismos de la incipiente administración educativa, principalmente de manos del cuerpo de Inspectores creado en 1849. Buena cuenta de todo ello dan diversas obras clásicas aparecidas en este tiempo, como las de Gil de Zárate (24), o la de Sánchez de la Campa (25), verdaderos testimonios historiográficos imprescindibles para cualquier investigador de la educación de esta época.

D. Antonio Gil de Zarate, año 1885. Autor de De la Instrucción Pública en España.

Una buena muestra de la labor de extensión de las ideas pedagógicas que generaron los Inspectores de Primera Enseñanza la tenemos en la visita a las escuelas de la villa del Inspector Francisco  Caracuel y Cámara, que recoge la novena sesión ordinaria del Ayuntamiento de la Higuera cerca de Arjona de fecha 8 de agosto del año 1850, tan solo dos años más tarde del que nos encargamos de dar a conocer en este artículo. El texto literal es el siguiente:

 “Acta de visita de Inspección… En la Villa de Higuera cerca de Arjona a ocho de Agosto del mil ochocientos cincuenta se presentó el Sor. Inspector de Instrucción primaria de la Provincia y luego que hubo jirado su visita en los establecimientos de Instrucción primaria de este pueblo se dirigió a la sala capitular donde a petición de dicho se hayaban reunidas los individuos de la Comisión local de Escuelas de la misma a quienes dijo: Que nada satisfecho quedaba del estado que mantiene en esta población la Instrucción primaria, y para mejorarla se hacía preciso:

1º que dicha Comisión visitara  con la frecuencia que el reglamento previene citados Establecimientos escitando el centro entre propios que los rejentan y estimulándoles al cumplimiento de sus deberes.

2º Abasteciendo las Clases del menaje y utensilios que hoy les faltan.

3º Habilitando a seguida otros locales más a propósito y amplios que en los que hoy desgraciadamente se encuentran.

4º Adoptando un medio capaz a concluir con el abuso en que algunos padres de familia están en destinar a los hijos en las Temporadas de Recolección de frutos. Todo lo que dicho Sr. presento constará para diligencia que firma con los Señores que componen referida Comisión de que yo el Srio.  certifico.=

Aparecen las firmas de los siguientes Sres.: José María Calero.  Francisco Martínez.
El Inspector Francisco  Caracuel y Cámara."
Una salida de los niños de la escuela. Pintura de Albert Anker de 1900.
Fueron muchas y muy variadas las iniciativas que iban surgiendo y encarrilando los destinos de la educación por cauces nuevos a lo largo de este siglo XIX, al que mediante el estudio de las actas de nuestro ayuntamiento estamos acercando a nuestros lectores. Unas veces eran iniciativas surgidas del Estado como el Museo Pedagógico, verdadero embrión de lo que hoy llamaríamos un centro de perfeccionamiento del profesorado; otros como consecuencia de los movimientos asociativos de los propios profesionales para su mejora pedagógica y profesional, como el Congreso Nacional Pedagógico celebrado en Madrid en 1882; y algunos más, vinculados a los esfuerzos privados de renovación pedagógica, como los impulsados por la Institución Libre de Enseñanza a partir de 1876. Pero los esfuerzos de todos ellos no conseguían enderezar una situación problemática de la Instrucción Primaria y un atraso crónico en el nivel formativo de los españoles con unas tasas de analfabetismo próximas el noventa por ciento. Las tasas de analfabetismo eran reveladoras, como lo era el estado general de la enseñanza pública asiduamente denunciado por hombres como Macías Picavea (26), y el grupo de los llamados regeneracionistas (27).  
Analfabetismo en España por provincias hacia el año 1877. Jaén como provincia tiene un porcentaje de analfabetos del 72'24% de su población masculina. El porcentaje de mujeres analfabetas es de 79'83%. La cifra total de analfabetos de la población de la provincia refleja un porcentaje de analfabetos del 77'71%.
El ritmo de construcción de escuelas es un dato significativo que puede explicar, en parte, la atención de los poderes públicos a este nivel de la enseñanza primaria.  Según el Censo Escolar de España de 1903, en ese mismo año el número de escuelas de España ascendía a 31.294. Con una mirada hacia atrás vemos que el número de escuelas existentes en España en 1870 era de 21.282; en 1880, de 22.785; en 1885, de 24.112 (28), o sea, que en treinta años, aproximadamente, se habían construido o habilitado alrededor de 10.000 escuelas, es decir, un promedio de unas 330 por año.
Escuela para niños, pintura de 1781 del pintor Philip Marcier.

Las condiciones de los edificios escolares contabilizados, en muchos casos eran muy deficitarias y modestísimas, con locales mayoritariamente alquilados por los municipios a particulares; pero lo que a nosotros ahora nos resulta más importante con relación a la escuela de la Higuera cerca de Arjona, era la atención que los ayuntamientos prestaban a sus Maestros, y el nivel de cumplimiento de las obligaciones económicas que para con ellos tenían contraídas las corporaciones municipales. Hasta el año 1900 el sostenimiento de las escuelas públicas estuvo a cargo de los municipios desde su inicio alrededor de 1833, hasta que en 1900 pasaron a cargo del Estado sin perder por ello el carácter de escuelas municipales. En 1901 se autorizaba al Ministerio de Instrucción Pública para que a partir de 1902 se incluyesen en sus presupuestos generales los gastos de mantenimiento del personal, y del material necesarios para el desarrollo de la labor educativa de las escuelas públicas.

Durante todo el siglo XIX, los Maestros dependieron de las autoridades municipales de los pueblos donde tenían el destino. Conocemos de la existencia de una interesante obra aparecida a finales de esa centuria y escrita por Rufino Carpena (29), que recoge con todo detalle y minuciosidad multitud de datos interesantes sobre la vida de los maestros a través de toda esta centuria. Según ella, y a pesar de que las remuneraciones eran realmente bajas, el pago a los Maestros en las 49 provincias españolas era el que sigue: En tres provincias recibían los sueldos o emolumentos muy bien en cuanto a la puntualidad de los cobros; en otras veinticinco lo recibían bien; en trece provincias lo recibían regular; en  cinco provincias era considerado como mediano el cumplimiento, es decir ni bien ni mal; y en tres provincias se recibían mal. Recordamos que la obra está fechada en 1896, cuando ya se había producido una oleada de protestas contra estos malos hábitos pagadores de las autoridades locales de los municipios. Ni que decir tiene que en el año 1848, que estamos tratando, el cobro puntual sería de lo más extraño. Aún así, en el año 1896 del que disponemos de datos, alrededor del 40 por ciento pagaba regular o mal a sus Maestros de Instrucción Primaria.
La evolución del número de Maestros es otro dato a tener en cuenta porque, aparte de las condiciones generales relativas al ejercicio profesional, su cuantía iba a ser un factor condicionante de las actividades de perfeccionamiento ya previstas por la Administración. Según Cossío (30), el total de Maestros tanto privados como públicos existentes en España en el año 1855 era de 20.622; en el año 1865 era de 24.716; en 1870 el número de maestros era de 29.022; en el año 1880 llegaba a ser de 33.034; en 1885 era de 34.525; y en el año 1908 era de 31.801 maestros. Es decir, que en poco más de medio siglo el número de Maestros había aumentado en unos 11.000, lo que arroja un promedio anual de crecimiento aproximado de unos 220.
Sobre el desarrollo de la educación primaria a lo largo de estas décadas del siglo XIX se tuvieron que solventar numerosos problemas técnicos, conceptuales, presupuestarios, y todos los derivados de la voluntad política de los sucesivos Ministerios, una tarea de amplias dimensiones siempre inacabada. Cada momento histórico proyecta sus ideologías y valores culturales, no sólo sobre la filosofía de los sistemas educativos en general, sino de forma específica sobre los planes de perfeccionamiento de sus profesores. Hay una relación de causa-efecto en esta dinámica de influencias respectivas.

En 1834 se dio un primer paso en la centralización escolar: las Comisiones examinadoras evaluarían y aprobarían, pero la Dirección General correspondiente expediría los títulos de maestros de primeras letras, un requisito ineludible para el ejercicio profesional de los mismos. El Plan de Instrucción Primaria de 1838, que cuenta con el oportuno Reglamento de escuelas y el específico de exámenes, institucionalizaría un tipo de selección, en el que encontramos criterios mucho más académicos que los utilizados en las pruebas de selección anteriores. La “licencia docendi” requería un título, y ese título les daba derecho a los titulados a ser seleccionados por los municipios interesados en cubrir la plaza de maestro de primeras letras en su localidad, en una selección del maestro en la que estaban siempre presentes el Jefe Político y la Comisión Provincial de enseñanza. El ministro Pidal firmó la Real Orden de 21 de noviembre de 1845, en la cual se señalaba la fecha de marzo de 1846 como momento a partir del cual, para ser admitido a examen, se precisaban tres meses de permanencia en una Escuela Normal; en septiembre de 1847 se exigirían seis meses; y para aspirar al título de maestro superior, desde marzo de 1848, sería obligatorio haber cursado los dos años de estudios, que constituían en plan de estudios de magisterio (31).

Los pequeños en el comedor. Pintura de Albert Anker.


Según Ruiz Berrio, los docentes primarios arrastraban cuatro deficiencias desde tiempos inmemoriales: inexistencia de una preparación específica en los ámbitos cultural y profesional; bajos salarios; mala opinión que la sociedad española tenía de ellos; y pérdida de vocación y amor por la enseñanza (32).


En esta disposición legal de Pidal de 21 de noviembre de 1845, se aludía a la reciente creación de las Escuelas Normales de Maestros, y se insistía de una manera especial en que una de las causas del “estado lamentable en que se hallan nuestras escuelas”, era la deficiente calidad del magisterio, sin que se pronunciara ni una sola palabra de alabanza para los exámenes que se venían realizando, como la solución al problema de la formación aludida. Muy al contrario, se denunciaban dos fallos generalizados: que las pruebas no siempre eran rigurosas, y que cualquiera se encontraba “autorizado para entrar en esta carrera”. Luego, tal como podemos comprobar, quedaba clara, por tanto, la existencia de una relación de causa-efecto entre la falta de preparación magisterial específica de estos profesionales, y el bajo prestigio social que la sociedad de este tiempo le otorgaba a esta profesión de maestro.

La etapa del reinado de María Cristina como regente y los primeros años de gobierno de su hija Isabel II fueron el inicio del establecimiento de una Administración educativa que, si bien anduvo en principio errante en la asunción de funciones por entre diferentes Ministerios, tuvo ya unas características propias que la diferenciaban claramente del anterior período fernandino. La época que terminó en 1833, con la muerte del Rey Fernando, había adolecido de una serie de errores y defectos, tales como un exceso de absolutismo; una indiscriminación de órganos y funciones; una falta de unidad en las disposiciones, testimonio a veces de imprevisión o confusa visión en las tareas de gobierno y su problemática; una unión de poderes en la figura regia; una atención preeminente a los privilegios de sangre; y, sobre todo, una falta de sistema (33).
La regulación iniciada por el duque de Rivas en 1836 y seguida por varias disposiciones legales publicadas posteriormente, sentó las bases de lo que sería la instrucción pública y la privada hasta el Plan Pidal de 1845, y estableció una libertad de enseñanza limitada únicamente por los requisitos exigibles a quien, como director de un establecimiento o empresario se responsabilizaba de un centro privado, y que en líneas generales eran: una edad mínima de 20 ó 25 años, titulación de maestro o licenciado, certificado de buena conducta e inscribirse en un Instituto, presentando al mismo tiempo un informe sobre método, plan de enseñanza y características del edificio en el que pensaba instalar su colegio. Desde 1845, sin embargo, se introdujo tal rigor administrativo en la exigencia de requisitos, tal uniformidad en los estudios para autorizar las incorporaciones, tal control en exámenes y matriculaciones, que las diferencias entre enseñanza privada y enseñanza pública se minimizaron considerablemente, al menos en el nivel intermedio o secundario.
Los religiosos de ambos sexos estaban obligados a mantener en cada convento una escuela gratuita para los niños pobres. Foto de Fitero. Autor Julio González Garbayo.
Hasta el profesorado de la enseñanza privada, y por utilización del necesario pluriempleo, procedía en su mayor parte de la plantilla de los centros estatales de enseñanza. Tanto el ministro Pidal como sus sucesores en el ministerio, se aprestaron a fortalecer la instrucción pública ante la enseñanza privada. A la enseñanza privada sólo se la toleraba porque se pensaba que incidía en un importante interés de la sociedad por esta opción educativa, y porque también podía contribuir a suplir las deficiencias, que podían producirse en las tareas propias de la administración responsable de ella. Un texto muy significativo del marqués de Morante expresa a la perfección lo que era una actitud generalizada oficial, respecto al sector de la enseñanza, en los mismos pensadores públicos más o menos oficiales: “No debe consentirse enseñanza privada donde la haya pública. Bueno es que la filantropía o la especulación acudan a auxiliar al Gobierno en los pueblos donde por circunstancias particulares falta realmente el pan de la instrucción; pero allí donde el Gobierno tiene satisfecha esta necesidad en su justa medida, no puede ni debe permitir una competencia tan ridícula como ofensiva”(34).
El segundo problema planteado en torno a la instrucción pública se refiere a la existencia de contenidos específicos, que debían ser impartidos en los establecimientos de los diferentes niveles, para que realmente y con propiedad pudieran recibir la denominación de públicos. No sólo se requerían unos conocimientos comunes y un método uniforme para todas las escuelas primarias del reino, sino también ampliar el currículo mínimo, a fin de adaptar la enseñanza elemental a las nuevas exigencias de una sociedad, que paulatinamente pensaba más en términos económicos de eficacia y rendimiento, y comenzaba a preocuparse por la formación de sus futuros trabajadores. Y para conseguir estos objetivos básicos quedaba un largo camino por recorrer, pues la situación de los colegios primarios en los comienzos de siglo era francamente aterradora.

Una tarea de escritura en casa bajo la supervisión materna. Pintura de Rosau Bertha Gugger.
El plan del Duque de Rivas (1836) y el de Someruelos (1838) fueron las dos disposiciones legales, que comenzarían a trazar el camino por el que se desarrollaría el nivel educativo de la Instrucción Primaria. Ambos dividieron la instrucción dada en las escuelas en elemental y superior, con conocimientos en cantidad y cualidad distintos. La instrucción propia de la escuela elemental representaba una concesión al pasado, un reconocimiento de una triste realidad, se consideró que de pronto era imposible modificar los programas de acción, por falta, sobre todo, de un profesorado especialmente preparado para ello. Por lo tanto, bastaba que en estas Escuelas Primarias se enseñase Principios de Religión y Moral, Lectura, Escritura, Principios de Aritmética y Elementos de Gramática castellana. En una palabra, lo que se desde tiempo anterior se venía haciendo a fuerza de pulmones, donde se repetía de palabra lo dicho por el maestro, con lo que no era necesario preguntar dónde estaba la escuela en el pueblo,  nos conduciría hasta ella el sonido de las voces de repetición: “antes de entrar en el lugar, se oirá un ruido infernal” (dirían Narganes y muchos comentaristas de la situación anterior a 1840). Gil de Zárate no se llamaba a engaño y expresaba claramente que la instrucción primaria se reducía a “la doctrina cristiana y al arte de leer, escribir y contar; siendo esto lo único que la mayoría de los niños van a aprender a las escuelas”. La nueva panorámica de la Instrucción Primaria, que recogía las aspiraciones de la Ilustración y daba cuerpo a los intentos de la legislación liberal, se plasmó en las escuelas superiores, para las que se establecía un currículo con mayores nociones de Aritmética, Geometría y sus aplicaciones, Dibujo lineal, Física e Historia Natural, Geografía e Historia.

En teoría, esta legislación superaba incluso las ideales elucubraciones de Jovellanos; pero en la práctica, tanto los intentos del Duque de Rivas como los del marqués de Someruelos resultaban, si no utópicos, al menos a la espera de la maduración de los tiempos, por efecto de otras medidas administrativas que no acompañaban al menos en el momento. La estadística nos demuestra en qué pequeña proporción se lograron estas escuelas superiores. En 1846 había 200 escuelas públicas de niños y 11 de niñas; en 1850, esta cifra había disminuido de las 211 en total a las 208 también en total; y en 1856 aumentó casi imperceptiblemente a 219 escuelas entre las de niños y niñas.

Escolares escribiendo en su pizarra hasta el dominio de las grafías.

La mayor extensión de conocimientos literarios que se querían introducir en las escuelas superiores no tenía “para las masas tal carácter de utilidad, que las estimule a gastar en ellos un tiempo que creen mejor empleado en otros trabajos más positivos”. Las clases trabajadoras cobran “aversión a los bienes puramente intelectuales que no saben apreciar, y cuyo valor solo se revela a entendimientos cultivados”, de ahí que las escuelas superiores, al carecer de esa aplicación inmediata de lo aprendido, estuvieran desiertas. La única solución, en opinión de Gil de Zárate, era dar a estos centros de escuelas superiores un sentido práctico, un sentido preprofesional, “de inmediata aplicación a las artes y oficios que suelen ejercer con más frecuencia las clases menesterosas”, y con un currículo similar al de las nacientes instituciones de enseñanza industrial elemental (35).

Toda una útil y enriquecedora oferta de educación que hubiera formado muy adecuadamente a las jóvenes generaciones, que por estos años asistían a las escuelas superiores, pero el Gobierno, en lugar de seguir las ideas de Gil de Zárate, aplicó unas medidas legislativas de carácter modesto y reduccionista, admitiendo e incluso potenciando en el Plan de 1838 las llamadas escuelas elementales incompletas, en las cuales se desarrollaba un programa todavía más mermado y reducido en los aprendizajes a superar por los alumnos, a cargo de una persona de buenas costumbres, “tenga o no título de maestro”. La comparación de las estadísticas de 1846 y 1850, las únicas existentes y relativamente fiables en todo el período, nos demuestra que, entre ambas fechas, la elevación en el número de escuelas vino por el aumento de las incompletas, que experimentaron un crecimiento palpable de 6.964 clases más, mientras que las completas, las “verdaderas escuelas” según Gil de Zárate, sólo aumentaron en 703 y las superiores disminuyeron.


Conseguir y aun superar este reduccionismo curricular será la gran preocupación de la Administración central en los años cuarenta y cincuenta, al igual que en los treinta se tenía la idea de que la lectura y la escritura eran la fuente inagotable de la sabiduría y el remedio más importante para la ignorancia.

Los niños en clase. Pintura del francés Henri Jules Jean Geoffroy (1853-1924).

El Gobierno, no sólo intentó uniformar la enseñanza mediante la imposición de unos contenidos comunes que se aplicarían en todas las escuelas del Reino, sino que también tomó medidas para introducir conocimientos y reglas que, de este modo y a través de los centros primarios, se expansionarían por toda la nación. Este es el caso, por ejemplo, de la reforma de la ortografía, prohibiendo los abusos de quienes, al amparo de un espíritu liberal, habían trastocado totalmente las normas de escritura, y que se agrupaban fundamentalmente en torno a las Academias de Maestros. Uno de los innovadores más destacados fue D. Fileto Bidal, que practicó un sistema de ortografía absolutamente fonético, sin tener en cuenta ni el uso, ni el origen de las palabras, de modo que acomodaba el escribir en todo a las normas taquigráficas, excepto las supresiones. Cuando se analiza la descripción hecha del método, aparecida en publicaciones oficiales, se puede concluir que la única razón poderosa de esta reforma era la de servir a un liberalismo a ultranza y que la reforma en aras de la libertad tenía más inconvenientes que ventajas. Dos de ellos hasta estaban reconocidos por los propios partidarios: las dificultades lectoras que surgían ante los impresos corrientes después de practicada la nueva ortografía; y lentitud para aprender idiomas extranjeros con ciertas analogías respecto al español.

Estos docentes difundían al máximo en sus escuelas sus propias opiniones ortográficas, contrarias a las de la Real Academia, de manera que fue un triunfo gubernamental el cortar tan de raíz una novedad que, con facilidad, hubiera podido afianzarse. En 1844, una Circular de Peñaflorida, ante las alteraciones que muchos docentes habían introducido en la enseñanza de la ortografía, y que les había llevado a difundir “muchas voces enteramente desconocidas”, sin pretender quitar a “cada escritor el deseo de usar individualmente de la ortografía que quisiera en sus obras”, impuso a los docentes primarios la obligación ineludible de acomodarse a la ortografía adoptada por la Real Academia Española, “bajo la pena de suspensión del Magisterio” (36).

No parece que la anterior disposición de Peñaflorida en 1844 surtiese los efectos deseados, así es que Bravo Murillo publicó la Real Orden de 22 de octubre de 1848 mandando, sin ningún tipo de paños calientes ni paliativos, que la única obra de texto para la enseñanza de la Gramática y de la ortografía era el prontuario de la Real Academia Española, declarándosele libro de texto obligatorio en todas las escuelas primarias del Reino. La Real Orden de 22 de octubre de 1848 mandaba que en todas las escuelas se observasen las reglas de ortografía prescritas por la Real Academia Española. Esta regulación, que tuvo unos efectos fulminantes, se mantuvo en la Ley Moyano y en toda la legislación posterior hasta bien entrado el siglo XX, aunque los ministros correspondientes posiblemente no sabían ya la razón de la medida que estaban tomando por imperativos del derecho consuetudinario (37). 

 El sistema métrico decimal, material auxiliar imprescindible del maestro de Instrucción Primaria desde el año 1847.



Un proceso parecido se siguió para la rápida implantación del sistema métrico decimal en nuestro país. En 1847 se creó el Ministerio de Comercio, Instrucción y Obras Públicas. La unión de lo educativo y lo comercial trajo importantes consecuencias a las cuestiones de enseñanza, como, por ejemplo, la utilización de las escuelas para difundir el nuevo sistema de pesas y medidas. Este, también muy generalizado a través de las publicaciones oficiales, había sido adoptado en Francia ya en 1837. Precisamente para su introducción en España se barajaron como argumentos las frecuentes relaciones mercantiles con el país vecino, y la facilidad de aprender y entender una nomenclatura “al parecer enrevesada” pero que era “la más sencilla del mundo”. El 26 de marzo de 1846 se nombró una comisión para la unificación del sistema de pesas y medidas, cuya diversidad y anarquía se consideraba perjudicial para el comercio, y un año más tarde exactamente se presentó a las Cortes el proyecto de Ley elaborado por la misma. 
Retirado por Real Decreto de 15 de abril, fue reproducido sustancialmente por Bravo Murillo en 19 de febrero de 1848, justificando su presentación por la unicidad e invariabilidad del sistema de mediciones, por su manejo cómodo y gran difusión en el mundo entero, porque era “usado por nuestros sabios” y no desconocido en el comercio, y porque se le podía considerar de uso a nivel nacional, ya que españoles eminentes habían contribuido a fijarlo. Incluso se organizó una previsión de plazos para implantar el sistema métrico decimal, que a partir del 1 de enero de 1850 su contenido se impartiría forzosamente en el programa de todas las escuelas del reino y en el 1 de enero de 1859 sería obligatorio para todos los españoles. Aunque la cuestión era de la máxima importancia, no se arbitró ningún sistema para el perfeccionamiento de los docentes en ejercicio sobre esta temática nueva a enseñar obligatoriamente en todo el país; a pesar de que los nuevos conocimientos se habían incluido ya dentro de la disciplina de Aritmética en los planes de formación del profesorado primario a partir del año 1843. Fue ésta una de las escasas ocasiones en las que la Administración central, antes de introducir un nuevo contenido, preparó a los maestros encargados de transmitirlo a las generaciones jóvenes.

Para la implantación del sistema métrico decimal en nuestro país se declaró obligatorio su aprendizaje en las instituciones primarias a partir de 1852. Para la difusión del sistema métrico decimal se utilizó el “Cuadro de pesas y medidas métricas y monedas legales” de Joaquín Avendaño y Mariano Carderera, entonces Inspectores Generales, obra que se recomendó por Real Orden de 3 de agosto de 1852 (38). También adquirieron gran difusión a partir de 1856 Las tablas gráfico-métrico-decimales y El nuevo contador o la aritmética simplificada con aplicación al sistema de monedas, pesos y medidas, de D. Camilo Labrador y la Explicación del sistema métrico decimal y del de monedas de D. José Oliver Navarro, obras que figuran como libros aprobados para su uso en las escuelas, siendo frecuentemente reseñadas en los espacios de anuncios de los Boletines Oficiales provinciales.

Algunas Comisiones provinciales de enseñanza del país, mediante Circulares, recomendaron que, para cumplir con los deseos del Gobierno, se impartiera una instrucción especial a los adultos en todas las escuelas, “dándose por ello gratificación al maestro” (39). 
Escuela rural dominical de adultos de Nicolai Bogdanov-Belsky (1868-1945).
Se llegaron a conceder a los maestros de Instrucción Primaria gratificaciones especiales si enseñaban las nuevas normas de pesas y medidas a los adultos y a los analfabetos, aunque poco caso debieron hacer los Ayuntamientos de estas indicaciones estatales. En las actas del ayuntamiento de la Higuera cerca de Arjona no figura el acuerdo de gratificación al maestro D. Miguel Martínez por este concepto, bastante tenía el hombre con que se le pagase puntualmente cada trimestre su sueldo. Es bastante improbable que ninguno de los Ayuntamientos aceptase esta nueva carga económica. Así, desde 1852 y de una manera totalmente programada, España estaba contribuyendo a realizar ese ideal de Laplace: “que todos los pueblos obedecieran a las mismas leyes y tuvieran los mismos pesos y medidas”.

El niño aprendiz de agricultor descansa cansado en el granero de su casa.

Parecidos principios motivaron la introducción de la enseñanza de la Agricultura en la escuela primaria que comenzó en 1848 mediante la convocatoria de un premio para seleccionar la mejor cartilla utilizable para instruir a los niños en estos contenidos relacionados con el cultivo de los campos. Esta actitud respondía a la idea según la cual la Agricultura era la fuente suprema de la prosperidad y el desarrollo de los pueblos. Uno de los más representativos economistas de la época, Cangas Argüelles, aseguraba que “las manufacturas y el comercio no se arraigan en las naciones de un modo permanente” y esto nos “descubre que la Agricultura es la base más sólida de la prosperidad general y el manantial más copioso de la riqueza”. Este pensamiento venía dado al considerar el atraso tan grande que existía en este ramo de la economía, y lo que se esperaba de él, en el caso de tomarse las medidas conducentes a remediarlo, factores que estuvieron presentes en las contiendas y polémicas previas a la desamortización: fue el manido tema de las “manos muertas”, de las grandes posesiones, origen del atraso y despoblación bajo la forma de fanatismo religioso y “prurito de enfrailarlo todo” y dejar “los medios de vida y subsistencia de 25 a 30 millones de habitantes de que es susceptible nuestro territorio, a merced de unos quinientos mil” (40). Adjudicados los galardones por Real Orden de 12 de junio de 1849, en esta misma disposición se estableció la obligatoriedad de impartir en las escuelas la asignatura de Agricultura a partir del 1 de octubre (41), utilizándose como textos los manuales que habían ganado el primer y el segundo premio. El primer premio fue ganado por Alejandro Oliván, en cuyo currículo entonces figuraba haber sido ministro de Marina, y ser Consejero de Instrucción Pública y Diputado a Cortes. A su libro se le reservaba la exclusividad de ser utilizado en los establecimientos públicos de enseñanza. El texto que mereció el segundo premio, debido a la pluma de D. Julián González del Soto, sacerdote y Director del Colegio Politécnico de Madrid, se reservaba para los colegios privados. Ambas obras tuvieron una larga vigencia en las escuelas hasta casi el final del siglo XIX

Una escena de clase. Pintura del norteamericano Jim Daly.

De todas formas, esta modificación curricular, recogida luego en la Ley Moyano, tuvo pocos efectos en la enculturación de los agricultores, quizás por la ineficacia de los textos, o la falta de una adecuada metodología. Fermín Caballero decía en 1863, esto es, quince años después de la introducción de esta innovación curricular, que la educación no había llegado apenas a este sector de trabajadores. “La clase agricultora -opinaba- es la menos instruida”, porque los padres llevaban a los hijos desde niños a las tareas campestres, que aprendían rutinariamente y no con el texto de Oliván. “El ejercicio de la profesión no exige aprendizaje teórico”, y la sujeción a la palmeta era odiosa. A pesar de que se había extendido ligeramente la instrucción primaria en las zonas rurales, en 1863 abundaban masivamente los analfabetos. No existían pueblos en los que no pudiera hacerse esta observación: “los vecinos más despabilados se han acogido a profesiones de sombra y asiento (...). Si algún genio despunta (...) no queda en destripaterrones” (42).
Escuela de niños, 1899, de Hardy Frederick Daniel ( 1826-1911).

Lo cierto era que las publicaciones premiadas estaban cargadas de conceptos científicos incomprensibles para la mayoría de los alumnos y quizá para los maestros, por lo que sería muy probable que a pesar de la obligatoriedad ordenada posiblemente los docentes se retrajeran en impartirla. La Administración central tuvo conciencia de ello, y en 1850 publicó una disposición legal en la que, al mismo tiempo que reiteraba la obligatoriedad de usar el texto de Oliván para enseñar agricultura, hacía unas aclaraciones metodológicas que denunciaban este hecho: los alumnos más adelantados, se decía en ellas, podían utilizar el libro mediante “lecciones de memoria con las posibles explicaciones de los maestros”, pero a los alumnos más atrasados les serviría “de texto para los ejercicios de lectura” (43).

Pero donde más manifestó el Gobierno de María Cristina sus deseos de uniformidad fue con respecto al método. Se pretendía encontrar un buen método de enseñanza, un método que significara economía de dinero, para no lesionar los presupuestos; economía en tiempo, facilitando el aprendizaje rápido; y, por supuesto, que garantizase la eficacia (44). Pero es que, además, una vez hallado ese método, se deseaba generalizarlo a toda España, para que sirviera de vehículo de la reforma educativa liberal, convirtiéndose en portaestandarte de sus grandes aportaciones pedagógicas. Ya relatamos en otra ocasión las indecisiones que se produjeron desde comienzos del siglo XIX para elegir el sistema de José Mariano Vallejo, en torno al año  1833, y la decantación posterior por el lancasteriano. 
Principios educativos del método de Lankaster.
El método de Lancaster rompía con lo tradicional de la educación entre el docente y el alumno, ya que se consideraba que también podía enseñar alguien que estaba en proceso de aprender, el alumno que podía ser monitor de la enseñanza de otro alumno.

Después de un tiempo del método lancasteriano perdió fuerza, la causa fue, en primer lugar, en las críticas y en los desafíos que planteaba el método simultáneo ya hegemónico cuando Lancaster hizo su propuesta y, en segundo lugar, lo debido a los factores intrínsecos del método del monitor. El método lancasteriano influyó en la creación de las Escuelas Normales (45).

Escuela francesa de enseñanza mutua.

Aunque nunca llegaría a aplicarse obligatoriamente, pues el Reglamento de 1838 no acabó de pronunciarse en favor de ninguno de los existentes en aquel momento, su impacto fue inmenso en la organización escolar española, hasta el punto de que, cuando en 1898 se pretendía introducir el nuevo modelo de la escuela graduada, los maestros se resistían grandemente porque seguían pensando que el método mutuo era absolutamente inigualable.

La escuela obligatoria hacía también necesaria la presencia de los niños en la escuela en día de nevisca.

La escuela pública se basaba, como dijimos anteriormente, en los dos principios de obligatoriedad y gratuidad. En los años 1833-1855 no se vio con claridad la concatenación de estos dos postulados, que sí recogería la Ley Moyano: obligatoriedad de la enseñanza, por existencia de un derecho humano cuyo ejercicio nadie estaba autorizado a impedir; y gratuidad de los puestos escolares con tal finalidad ocupados, como medio de permitir esa realización sin discriminación alguna. Pero, ciega a esta problemática, la política educativa anterior a la Ley Moyano arrastró como una rémora odiosa la práctica de las retribuciones al maestro, ya fueran semanales, mensuales o anuales; en dinero o en especie, que, una vez admitidas, impedían el ejercicio libre y responsable de la función docente. El caso es que, tanto la Administración, como un sector importante de teóricos, rechazaron el principio de gratuidad apoyándose en razones de justicia y hasta de conveniencia pública. De justicia, porque “quien quiere proporcionarse a sus expensas la instrucción primaria, no debe ser gravoso a la Sociedad” y de conveniencia pública “porque una enseñanza enteramente gratuita inspira poco interés a los que gozan o pueden gozar de sus beneficios”. Hasta tal punto que algunas veces llegó a tacharse de falso el principio de gratuidad, y susceptible de presentar muchos obstáculos al “porvenir de la educación pública (...) por el aumento siempre progresivo de sus gastos” (46).
Preguntas y respuestas en el juego de la escuela.
Era el sentir general: la retribución a los maestros por las familias era útil, y al Estado sólo le correspondía poner la instrucción primaria al alcance de todos, suministrándola sin dispendio a quienes no tenían medios de adquirirla. Románticos, políticos liberales, pensadores de orientación socialista,..., hasta 1848 todos nos sorprenderán con afirmaciones que inciden en estos planteamientos. Los mismos Pablo Montesino, Ramón de la Sagra y Mariano Carderera se nos presentan como decididos adversarios de la gratuidad absoluta. Este último, con un talante ecléctico, recogió todos los argumentos que se encontraban en su misma línea de pensamiento, desarrollándolos en su famoso Diccionario de Educación y Métodos de Enseñanza. Para Carderera, la enseñanza sin dispendio económico alguno destruiría las escuelas particulares, y con ello se impediría el progreso de la educación y de los procedimientos didácticos, que siempre tienen en la competencia un poderoso acicate. En segundo término, las cantidades precisas para establecer la gratuidad serían tan elevadas como difíciles de satisfacer. Y finalmente, si se admitían los dos regímenes económicos, tales cuales eran la gratuidad para los necesitados, y la remuneración al docente por los más pudientes, podía imponerse al maestro la obligación de escolarizar en primer lugar a los pobres, mientras que en un régimen de absoluta gratuidad, y teniendo todos el mismo derecho a la enseñanza, "¿quiénes serían admitidos en primer lugar? (...) ¿quiénes serían excluidos sino los indigentes?".

La legislación de la época también marchó en la misma línea, pues el erario público difícilmente podía desplegar los medios suficientes para llevar a la práctica este principio. Tanto el plan del duque de Rivas como el del marqués de Someruelos institucionalizaron las retribuciones de los niños, salvo los pobres. Hompanera reguló a principios de 1839 los requisitos para el goce de la gratuidad y los criterios para fijar las aportaciones del alumnado más pudiente, en dinero o en especie (47).
Maestro enfadado. Pintura de 1899 de Giovanni Costantini (1872-1947).
La literatura costumbrista reflejaría la falta de libertad del docente en los castigos y en los exámenes, doblando el espinazo ante tal alumno “porque es señor”, o ante tal otro “tan topo como su padre”, pero “hijo de un usía”.

El principio de obligatoriedad, reconocido y sancionado en el proyecto de Alonso Martínez de 1855 y, dos años más tarde, en la Ley Moyano, se mueve en esta época anterior entre la necesidad y el deber, acarrea la deslumbradora fe de la Ilustración, pero no se vislumbra la inquisidora sanción que lo defienda de todo cuanto procure su oscurecimiento.

El legislador apenas sí llegó más allá que a establecer una obligación moral administrada con prudencia, paternalismo y empleo de motivaciones positivas:

“Siendo una obligación de los padres el procurar a sus hijos, (...) aquel grado de instrucción que pueda hacerlos útiles a la sociedad y a sí mismos, las Comisiones locales procurarán por cuantos medios les dicte su prudencia estimular a los padres y tutores al cumplimiento de este deber importante, aplicando al propio tiempo toda su ilustración y su celo a la remoción de los obstáculos que lo impidan. En las actas de las Comisiones constarán los medios empleados al efecto, y las amonestaciones prudenciales hechas a los padres y tutores, con los resultados que hayan tenido, para los fines que puedan tener lugar en la aplicación de los premios y estímulos que se establezcan para el fomento de la enseñanza” (48).

La visión que de la obligatoriedad de la enseñanza tenía Alonso Martínez estaba en la misma línea, con la salvedad de que las faltas cometidas contra el principio eran llevadas al terreno de lo judicial, para su inclusión en un código que se hacía cargo de las mismas. La Ley Moyano representará un reconocimiento claro del postulado. Sin embargo, la tibieza con que durante los cincuenta años precedentes, se trató la extensión educativa en el primer nivel, hizo que se avanzara someramente en la lucha contra la ignorancia y el analfabetismo.

Las mentes ilustradas argumentaron lo indecible, resucitando, con el uso de la dialéctica o de los datos estadísticos, la relación entre instrucción y moralidad. Pero la opinión pública estaba totalmente indiferente hacia esta problemática y no reaccionó ante las altas tasas de niños no escolarizados que había en España. 
Un Escolar en la pintura de Albert Anker.

En definitiva, nos encontramos en la etapa 1838-1856 con un Gobierno que pretende llevar a cabo una revolución liberal, fundamentada en una serie de pilares, uno de los cuales es la enseñanza primaria. Se trataba de situar a la educación elemental como instrumento al servicio de la nación y de la Monarquía, amenazadas ambas por la considerada primera Guerra Civil y las pretensiones carlistas. Para ello se sentaron las bases de lo que sería el sistema educativo español, buscando la uniformidad de objetivos, métodos y resultados, y la creación de una escuela pública que formase la conciencia nacional en la nueva moral ciudadana. Hasta ahora hemos explicado los fundamentos de esta educación pública. Pero lo que más preocupó a los políticos liberales fue la figura del maestro. A su preparación, selección y supervisión dedicarían gran parte de su producción legislativa.

El tutor dialoga con los alumnos castigados por la pelea, los demás alumnos miran la escena. Pintura del ruso Michael Emelianovich.

Desde el año de 1845 quien aspiraba al título de maestro había de inscribirse previamente en una Normal de las creadas, y El Director de la misma elaboraba un plan de estudios individualizado a la persona aspirante a maestro o maestra, según su nivel cultural y pedagógico de forma que le permitiera al interesado adquirir los conocimientos más útiles para la docencia en la escuela primaria. A partir de este año de 1845 sería requisito indispensable el certificado de asistencia a las clases de la Normal, sin el que nadie podía ser admitido a examen. Pero surgieron las excepciones, impuestas por la realidad de maestros sin título que atendían escuelas en pueblos pequeños, todavía existían muchos maestros sin título, que regentaban escuelas de poca entidad, y a los que la Administración educativa siguió urgiendo para que regulasen su situación ilegal. Pero muchos de ellos hicieron caso omiso a esta llamada, quizás porque se sentían seguros de que nada les iba a suceder. La muestra es que con anterioridad en 1841 una provincia entera, Teruel, se pasó de la raya en la observancia de la ley, y dio colectivamente el cese a todos los maestros carentes de título, entonces la Dirección General de Enseñanza salió en defensa de los afectados cesados, alegando que el espíritu de la ley era conservar el “principio de perpetuidad”. Pero, año a año, las medidas gubernamentales se iban endureciendo: en 1845, algunas Comisiones examinadoras, amparándose en la necesidad de maestros titulados, solicitaron permiso para celebrar pruebas sin el requisito de matricularse en una Escuela Normal, lo cual les fue denegado. Lo único importante, concluyó la Real Orden: “es que en lo sucesivo los que se admitan tengan las cualidades indispensables para ejercer dignamente el magisterio” (49).
En 1850, el Reglamento de exámenes elaborado por Seijas Lozano representó la plena profesionalización del docente primario, y no por la funcionalidad de las pruebas o por su grado de dificultad, sino por quedar por vez primera vinculadas a lo que eran y representaban las Escuelas Normales. Entre los requisitos exigidos a partir de entonces figuraba un certificado que acreditase dos años de estudios en dichos centros para los maestros elementales, y tres para los superiores (50).

El regreso a la escuela del francés Henri Jules Jean Geoffroy (1853-1924).

Precisamente a la altura de 1850, la Administración seguía preocupada por recuperar a tanto maestro que, desde 1839 y antes, estaba ejerciendo con un examen previo que ya no ofrecía garantías. Pues aunque una Real Orden de 30 de noviembre de 1849 había comunicado a los maestros de 3ª y 4ª clases, que debían inscribirse en una Escuela Normal para perfeccionarse en el ejercicio de su profesión, podemos decir que los efectos de cumplimiento de estas órdenes fueron mínimos entre los afectados  por la orden.

Sin embargo, los resultados del nuevo Reglamento, aunque con cierta parsimonia, se van a dejar sentir paulatinamente a lo largo de los años siguientes. Sabemos que en 1850 sólo 839 maestros contaban con un título superior para poder ejercer la enseñanza, 5.893 maestros tenían el título de enseñanza elemental y 6.330 maestros carecían de toda titulación. Frente a estos elocuentes datos, en el período comprendido entre el 1 de enero de 1851 y el 31 de diciembre de 1855, al amparo del Reglamento de Seijas, y gracias a la labor de las Escuelas Normales y de las Comisiones Provinciales, se expidieron 429 títulos de maestro superior y 116 de maestra; y 1.544 títulos de maestro elemental y 2.358 de títulos de maestra (51). 
El Maestro de Primeras Letras en el siglo XVII, según un cuadro del año 1662.

Entre los años 1850 y 1855 se incorporaron a sus puestos escolares 4.447 maestros titulados, lo que representaba el 66% de la cifra existente en 1850. Claro que también se introducirían algunos docentes sin la titulación específica, pues, según estadísticas de 1856, en España ejercían como maestros, sin tener el título, 6.285 varones en las escuelas públicas y 3.528 en las privadas, además de 622 mujeres en centros públicos y 540 en particulares (52).
Aunque estos datos pecaban de bastante optimistas, especialmente en la parte femenina, recordemos que en 1850 sólo 1.871 maestras de las 4.066 existentes, tenía la titulación específica (53), sí que parecen apuntar a la existencia de un esfuerzo por parte de los docentes,  esfuerzo más perceptible en el gremio femenino, para ponerse a buenas con la ley y conseguir la titulación correspondiente. Ante este panorama, no nos extrañará en absoluto el no encontrar excesivos afanes de perfeccionamiento entre los maestros de 1839. De hecho, los anhelos perfeccionistas se canalizarán a través de las Escuelas Normales, pues hemos de suponer que no todos los docentes sin titulación o con título del pasado fueron a revalidar su saber sólo porque la ley lo exigía. No es muy aventurado afirmar que bastantes de ellos querían reciclar sus conocimientos y aprender nuevos métodos. De hecho, la mayoría de los alumnos de estas primeras Escuelas Normales fueron docentes en ejercicio que se presentaron para ser los primeros en experimentar el nuevo modelo de formación magisterial. Pero estos profesores constituyeron una minoría, relevante desde el punto de vista cualitativo pero insignificante desde el cuantitativo. Es sobradamente conocida la escasez de alumnos que tuvieron los centros normalistas en sus primeros años, y que obligaron al cierre de muchos de ellos en algunas provincias. Por otra parte, nos encontramos a los maestros antiguos, con título o sin él, pero, en todo caso, celosos de sus privilegios y muy preocupados ante el peligro de ser arrollados por las nuevas generaciones docentes. La pelea entre lo “viejo” y lo “nuevo”, recogida en diferentes publicaciones periódicas y representadas por los profesores tradicionales y los procedentes de las Escuelas Normales, vino a significar el comienzo del perfeccionamiento magisterial, no como una actividad rutinaria, sino como una necesidad sentida y vivida por los maestros.
La escuela es también lugar de recreo y representación, 1842, de Leopold Chibourg ( Musée National de l'Educatión, Rouen, France).
Durante todas las décadas precedentes, el Estado, sobre todo desde la promulgación de la Ley Moyano en 1857, estaba asumiendo las competencias sobre la organización y sostenimiento del sistema educativo del país aunque no en todos los niveles. La enseñanza primaria, por ejemplo, dependía de las arcas municipales, pero ello no era óbice para que la legislación general tuviera ya en esas fechas un carácter centralizado por parte del gobierno del reino. Después de 1854 y con la Ley Moyano, la enseñanza primaria quedará estructurada en los dos niveles indicados, ampliará palpablemente su nivel de conocimientos, pero también exhibirá una marcada tendencia enciclopédica, teñida de ribetes de realismo y de preparación a la vida profesional o a los estudios ulteriores.

Johann y Anna Pestalozzi en la escuela del año 1882.

A principios del siglo XX el porcentaje de analfabetismo neto era todavía del 56 % y España ofrecía, junto con Portugal, Italia, Grecia, Rusia y los países de la Europa del Este, los porcentajes de analfabetismo más elevados del continente europeo. En 1910 las mujeres alcanzan el nivel exhibido por los hombres en 1860. A estas alturas existía, por lo tanto, medio siglo de desfase entre ambos sexos. El número total de analfabetos se estancaría durante la segunda mitad del siglo XIX en los casi doce millones del censo de 1860, no comenzando claramente a descender  dicha cifra hasta los censos de 1920 y 1930, es decir, hasta finales del primer tercio del siglo XX. Cuando de nuevo este lento y débil proceso alfabetizador parecía cobrar fuerza en los años 30 del siglo XX, junto con la escolarización, la guerra civil, la dictadura franquista y la posguerra vendrían a ralentizar de nuevo este impulso durante casi veinte años. Las migraciones y cambios sociales, económicos y culturales de los años 60 y 70, y el crecimiento en dichos años de la población escolarizada, harían por fin posible que el país alcanzara en la década de los 80 los porcentajes de alfabetización, en torno al 95 %, que los países europeos más avanzados ya habían alcanzado treinta o cuarenta años antes.
La lección de Dictado , año 1891, de Consola Demetrio (1851-1895).

En todo caso, la fase conocida con el nombre de “transición de la alfabetización”, aquella en la que el porcentaje de alfabetización de la población adulta pasa de niveles inferiores al 30-40 % a niveles superiores al 70 %, o supera el umbral intermedio del 50 %, no tendría lugar en España, como en otros países, en las mismas fechas en todas las provincias, grupos o categoría sociales y sexos. Desde el punto de vista territorial, dicho umbral intermedio se había alcanzado ya en 1860 en casi todas las provincias de Castilla-León, en Cantabria y en Álava. A ellas seguirían, en dicho siglo, Asturias, Barcelona, Madrid, Navarra, La Rioja y Vizcaya, es decir, buena parte del Norte del país y los dos núcleos urbanos más populosos. Al empezar el siglo  XX, en 1900, las diferencias oscilaban, nada más y nada menos, que entre el 21% de analfabetismo neto de Álava y el 76 % de Jaén y Almería. Estas dos provincias andaluzas, junto con Murcia, Cáceres, Badajoz y la práctica totalidad del resto de Andalucía no superarían el umbral del 50 % hasta las décadas de los 30 o 40 del siglo XX, y no entrarían en la categoría de sociedades de alfabetización generalizada hasta los años 70 y 80 de ese mismo siglo (pese a los cual no debemos olvidar que todavía en 1980 en Andalucía nueve de cada cien hombres no sabía leer ni escribir, frente a casi 22 mujeres de cada cien).

Grupos de niños en la escuela que conversan mientras el maestro escribe en el encerado.

Lo habitual que era, en especial entre las clases populares y en las zonas rurales, la asistencia irregular durante unas horas y no otras, unos días y no otros y unos meses y no otros en función de las exigencias familiares y laborales. Tres, cuatro o cinco años de escolarización no eran tres, cuatro o cinco años de asistencia escolar regular, sino de asistencia intermitente. De ahí lo habitual del analfabetismo por desuso, es decir, del aprendizaje escolar de la lectura y la escritura en sus niveles más elementales y la pérdida de las escasas habilidades adquiridas por el no uso de las mismas.

La necesidad del trabajo infantil en el hogar o fuera de él, para la supervivencia de quienes componían el núcleo familiar, haya sido, hasta la segunda mitad del siglo XX, la principal causa del absentismo escolar y de la asistencia irregular a la escuela, la casi única agente alfabetizadora a la que tenían acceso las clases populares urbanas y rurales.
Interior de una escuela de Miche Ange Houasse (1680-1730).
La diferente distribución territorial de la alfabetización en España, prácticamente coincidente con la de la escolarización durante todo el siglo XIX y buena parte del XX. Indudablemente la diferente distribución de la propiedad de la tierra y la correlación existente entre los altos porcentajes de analfabetismo y el predominio del latifundio, o si se prefiere, entre el predominio de la pequeña propiedad y los porcentajes más elevados de alfabetización, apoya esta perspectiva de pensamiento. Dicha correlación se aprecia asimismo por lo que respecta al nivel de la renta por habitante, familiar o del área territorial en que se reside. Pero de entre este tipo de aspectos, el factor más relevante es el aislamiento comercial y la incomunicación viaria. En especial cuando se combina con la diseminación de la población, el pastoreo, el latifundio y el elevado número de jornaleros agrícolas, como sucedía en el municipio de Santiago de la Espada (Jaén) que en el censo de 1920 obtendría el porcentaje de analfabetismo más elevado de todo el país, el 92.8 %. El comercio y el crecimiento urbano son dos de los factores clave que explican el avance en un país determinado de la alfabetización. El primero exige la escritura, el segundo constituye el nicho donde anida y se expande la cultura escrita. De ahí que las migraciones desde las zonas rurales a las urbanas traigan consigo, sobre todo en la segunda generación, el descenso del analfabetismo. Si en 1900 el 27,6 % de los españoles vivía en municipios de menos de 2.000 habitantes y sólo el 13,6 % en municipios de más de 50.000 habitantes, dichos porcentajes en 1940 eran, respectivamente, el 18,4 y el 24,5 %. Asimismo, el porcentaje de población en localidades de menos de 5.000 habitantes pasaría, entre 1950 y 1970, un período de fuertes movimientos migratorios y éxodo rural del 53,4 al 36,4 % y en municipios de más de 100.000 habitantes del 18,6 al 34 % (54).
Rebelión en la clase. Una excepción en la escuela del siglo XIX.

Tampoco hay que desdeñar la influencia favorable o desfavorable hacia la alfabetización de factores que podríamos llamar culturales por estar relacionados con determinadas formas de pensar o mentalidades. ¿Cómo explicar sino el hecho de que el mayor número de fundaciones docentes de escuelas de enseñanza primaria, es decir, el ejercicio de la filantropía privada en relación con la educación elemental, desde el siglo XVI al XIX, se halle en las provincias de Álava, Ávila, Burgos, León, Lérida, Santander, Vizcaya y en las de Galicia y Asturias, en estos dos últimos casos por la acción de los llamados “indianos”? ¿Por qué los naturales de estas provincias han sido más propensos que los de otras, por ejemplo, las de Murcia, Málaga o Albacete, a la hora de establecer fundaciones docentes de enseñanza primaria? ¿Cómo entender la actitud pasiva u oposición a la extensión de la alfabetización femenina, en especial en lo que al aprendizaje y la práctica de la escritura se requiere, si no es a partir de prejuicios de índole moral y cultural, es decir, de formas de pensar sedimentadas socialmente a lo largo del tiempo y transmitidas de una generación a otra? 
El maestro va a castigar al alumno con la vara, y el alumno sonrie porque ha preparado el pantalón para que no pudiese ser bajado. Pintura de Hubert Salentin (1822-1910). Tomado de www. corpun.com

La geografía de la alfabetización en España ha coincidido con la de la escolarización. Es decir, la escuela ha sido, y es, la principal, a veces la única, agencia de introducción en el mundo de la cultura escrita. Y los porcentajes de escolarización han estado siempre por debajo de los ofrecidos por los países indicados desde que se dispone de datos fiables, es decir, desde finales del siglo XVIII. En 1797 el porcentaje de escolarización de la población de 6 a 12 años rondaba el 23,3 % (36.4 % de los niños y 10.4 % de las niñas) y en 1822 este porcentaje había descendido al 15 %. En 1830 volvía a alcanzar los niveles de 1797 (24,7 %) y a mediados del siglo XIX se incrementaría hasta el 40,6 % para estabilizarse en torno al 50/60 % desde finales de dicho siglo hasta la llegada de la II República. En 1952 dicho porcentaje rondaba (55), todavía el 65 %. Sólo a finales de la década de los 70 del siglo XX se daría por escolarizada a toda la población de 6 a 12 años, en la de los 80 a la de 6 a 13 años, en la de los 90, finalizando dicho siglo, a la de 6 a 14 años y a la de 6 a 15 años al entrar en el siglo XXI.

No obstante, las cifras o porcentajes relativos a la escolarización pueden resultar engañosos. El concepto de escolarización actual no es aplicable más allá, yendo hacia atrás en el tiempo, de mediados del siglo XX. Nos referimos a lo habitual que era, en especial entre las clases populares y en las zonas rurales, la asistencia irregular durante unas horas y no otras, unos días y no otros y unos meses y no otros en función de las exigencias familiares y laborales. Tres, cuatro o cinco años de escolarización no eran tres, cuatro o cinco años de asistencia escolar regular, sino de asistencia intermitente. De ahí lo habitual del analfabetismo por desuso, es decir, del aprendizaje escolar de la lectura y la escritura en sus niveles más elementales y la pérdida de las escasas habilidades adquiridas por el no uso de las mismas. Al fin y al cabo la alfabetización es un proceso no sólo escolar sino también, sobre todo, social. Un proceso ligado al grado de difusión, en una sociedad determinada, de la cultura escrita, es decir, de la lectura y de la escritura como prácticas sociales y culturales.
Alumnos principiantes de Nicolai Bogdanov-Belsky (1868-1945).

Al comparar con los datos obtenidos por investigadores británicos y franceses, se llega a la asombrosa conclusión de que “España, en 1900, alcanzaba apenas el nivel ya superado por Inglaterra o Francia en 1675: 45 por 100 de hombres alfabetizados. Es decir —y vale la pena repetirlo porque parece increíble—, que culturalmente había en España en 1900 un atraso de más de dos siglos”. Una estadística reveladora que es necesario tener presente a la hora de valorar el espectacular progreso económico y cultural que ha sufrido nuestro país durante el último siglo, y en especial en los últimos cincuenta años, y que ha logrado situarnos como uno de los países europeos con mayor número de estudiantes universitarios en la franja de edad de los menores de 40 años y que en términos económicos, si bien no es ajena a periodos de crisis como el actual, no deja de tener una renta per cápita sólo un 5% inferior a la francesa por seguir con la comparación previa. Y es que a la hora de valorar el presente nunca está de más echar una ojeada a nuestro pasado de cara a valorar más los progresos alcanzados.

En este país habría que esperar a 1963 para que desde el Estado se emprendiera una campaña de alfabetización medianamente exitosa, tras el fracaso y la debilidad de las dos anteriores lanzadas en 1922 y 1950, cuando dichas campañas se conocían ya desde el siglo XVIII en Suecia. En 1797 el porcentaje de escolarización de la población de 6 a 12 años rondaba únicamente el 23,3 % (36.4 % de los niños y 10.4 % de las niñas). A mediados del siglo XIX se incrementaría hasta el 40,6 % para estabilizarse en torno al 50/60 % desde finales de dicho siglo hasta la llegada de la II  República. Durante el curso 1951-1952 sólo la mitad de los niños españoles iba a la escuela; el mismo porcentaje que en 1880. Sólo a finales de la década de los 80 del siglo XX se daría por escolarizada a toda la población de 6 a 14 años.

Niña llora en la clase de Auguste Joseph (1836-1898).

Desde el liberalismo reformista o progresista se intentarían difundir, con desigual fortuna, las bibliotecas populares. Propuestas en tal sentido pueden hallarse ya en escritos de Pablo Montesino publicados en la década de los 40 del siglo XIX en el Boletín Oficial de Instrucción Pública. Pero no sería hasta 1869, durante el sexenio democrático, cuando, con la iniciativa y el apoyo estatal, empezarán a crearse las primeras bibliotecas populares. Unas bibliotecas, de orientación instructiva, utilitaria o moralizadora, cuya difusión se vería después frenada por los gobiernos conservadores y muy ligeramente impulsada por los gobiernos liberales. Más fortuna tendrían, en este sentido, las bibliotecas, especialmente ricas y solicitadas por la presencia en ellas de la prensa diaria, creadas en los círculos, ateneos, casinos y sociedades de recreo e instructivas que fueron apareciendo en España durante el último tercio del siglo XX y el primero del XX o, ligadas al desarrollo del movimiento obrero (56), en las casas del pueblo socialistas y en los centros educativos y culturales anarquistas, racionalistas o librepensadores.

Las lecturas populares no siempre eran las que desde distintas instancias religiosas, política o ideológicas se propugnaban. Los pliegos de cordel o sueltos, tan numerosos y difundidos durante el Antiguo Régimen, junto a los almanaques, aleluyas, romances, historias y relaciones, fueron siendo sustituidos paulatinamente, en el siglo XIX, por el folletín o novelas por entregas y, en el siglo XX, por las colecciones de novela corta o barata (una modalidad de la llamada infraliteratura o también literatura de quiosco) y las revistas ilustradas, al tiempo que la cultura audiovisual, el cine, el cartel y la radio, comenzaba a difundirse en la España de los años 20 y 30 de dicho siglo XX.


En síntesis, el proceso de alfabetización español se caracteriza, en comparación con el de los países de nuestro entorno europeo más alfabetizado, por la existencia de largas y periódicas interrupciones en la gradualidad de su avance y la mayor lentitud en extenderse desde las zonas urbanas a las rurales, desde las capas sociales más elevadas primero a las clases medias y después a las bajas, desde los grupos sociales más relacionados con la cultura escrita a aquellos que vivían en un mundo oral, y desde los hombres a las mujeres (57).

Granada 26 de Enero de 2017.
Pedro Galán Galán.
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Referencia de las citas:
(1) (Sánchez de la Campa, J. M.: La instrucción pública y la sociedad. Capítulo 7º). 1854. En Historia filosófica de la Instrucción Pública de España. Tomo II. Burgos 1874. Páginas 187-188.)
(2) (Viñao Frago, A. (2009): La alfabetización en España: un proceso cambiante de un mundo multiforme. Moreno Martínez, P.L. y Navarro García, C. (Coords.) Perspectivas históricas de la educación de personas adultas. Vol 3, Nº1. Universidad de Salamanca, página 11)
(3)  Viñao Frago, A. (2009): La alfabetización en España: un proceso cambiante de un mundo multiforme. Moreno Martínez, P.L. y Navarro García, C. (Coords.) Perspectivas históricas de la educación de personas adultas. Vol 3, Nº1. Universidad de Salamanca. Página 7).
(4) (Viñao Frago, A. (2009): La alfabetización en España: un proceso cambiante de un mundo multiforme. Moreno Martínez, P. L. y Navarro García, C. (Coords.) Perspectivas históricas de la educación de personas adultas. Vol 3, Nº1. Universidad de Salamanca, página 10).
(5) (Narganes, M. J.: Tres cartas sobre los vicios de la Instrucción pública en España, y proyecto de un plan para su reforma, Imp. Real, Madrid, 1809; páginas 13 a 24.)
(6) (Pozo Andrés, M.M. del: "Socioeconomic status of Spanish Primary Schoolteachers in the first half of the XIXth century (1812-1857)", en Seppo, S.: The social role and evolution of the teaching profession in historical context. Conference papers for the 10th Session of the International Standing Conference for the History of Education, Vol. II, Faculty of Education of the University of Joensuu, Joensuu, 1988; páginas 59 y 60.)
(7) Artículos 6 y 4 de los documentos legales anteriormente citados: Dictamen y Reglamento.
(8) (“Principios elementales de algunas ciencias dispuestas en forma de catecismo”, Crónica Científica y Literaria, 274 de fecha 12 de noviembre de 1819).
(9) (Ruiz Berrio, J.: "La escuela pública", en Guereña, J. L., Ruiz Berrio, J. y Tiana Ferrer, A.: Historia de la Educación en la España contemporánea. Diez años de investigación, CIDE, Madrid, 1994; página 83.)
(10) (El Observador, 8 de fecha 22 de julio de 1834, página 4).
(11) (“Discurso de D. José Mariano Vallejo pronunciado el 23 de noviembre de 1832 en la inauguración de las escuelas de adultos de Madrid”, Boletín Oficial de la Provincia de Madrid, 66 (30 de noviembre de 1832), página 264).
(12) (Artículo:”Sobre la educación de la juventud”, periódico El Observador, en su número 100 de fecha 22 de octubre de 1834, en la  página 3.)
(13) La Gaceta de Madrid, de fecha 4 de abril de 1829, página 176.
(14) (Esto se recogía en la Sesión de 18 de mayo de 1838; Diario de las Sesiones de las Cortes. Congreso de los Diputados, Apéndice al nº 11, sin página.)
(15) (“Estado de la Instrucción Pública en España en 1857. Pago a los maestros (enero-marzo de 1857)”, en Pirala, A.: El Profesorado, Est. Tip. de D. F. de P. Mellado, Madrid, 1858; página 302.)
(16) “El profesorado en algunos pueblos”, en Pirala, A., El Profesorado, Est. Tip. de D. F. de P. Mellado, Madrid, 1858; páginas 129 y 130).
(17) (“Remitido”, en Pirala, A., El Profesorado, Est. Tip. de D. F. de P. Mellado, Madrid, 1858; páginas 348 a 350).
(18) (Circular de 25 de abril de 1844; Gaceta de Madrid, 3523 (7 de mayo de 1844), página 1.)
(19) Reflejado en el Boletín Oficial de Instrucción Pública, Tomo VII, 1844, página 426.
(20) Escolano Benito, A.: “Las Escuelas Normales. Siglo y medio de perspectiva histórica”, Revista de Educación, 269 (enero-abril de 1982), páginas 55 a 76.)
(21) (Carderera, M.: "Jubilación", en Diccionario de Educación y métodos de enseñanza, Tomo III, Imp. de A. Vicente, Madrid, 1856; página 255.)
(22) Real Decreto de 23 de septiembre de 1847; en el Boletín Oficial de Instrucción Pública, Tomo X, 1847, páginas 593 y 594.)
(23) (El Español, número 311 de fecha 6 de septiembre de 1836, página 4.)
(24) (Gil de Zárate, Antonio: De la Instrucción Pública en España. Tres tomos. Imprenta del Colegio de Sordomudos. Madrid 1855.)
(25) (Sánchez de la Campa, J. M.: Historia filosófica de la Instrucción Pública de España. Desde sus primitivos tiempos hasta el día. Dos tomos. Burgos, 1874)
(26) (Macias Picavea, Ricardo: El problema nacional. Madrid, 1899.)
(27) (Costa, Joaquín: Maestro, Escuela y Patria.(Notas pedagógicas). Madrid, 1916.)
(28) (Censo escolar de España llevado a efecto el día 7 de marzo de 1903. Tomo Primero. Madrid, 1904. Pág. IX.)
(29) (Carpena, Rufino: Nomenclator Escolar. Madrid, 1896.Resumen III.)
(30) (Cossío, Manuel B.: La enseñanza primaria en España. Segunda edición. Madrid, 1915.)
(31) (Real Orden de 21 de noviembre de 1845; Boletín Oficial de Instrucción Pública, Tomo VIII, 1845, páginas 798 y siguientes)
(32) (Ruiz Berrio, J.: Política escolar de España en el siglo XIX (1808-1833), Instituto "San José de Calasanz".CSIC, Madrid, 1970; página 41.)
(33) (Pozo Pardo, A. del: Historia Administrativa de la educación en el siglo XIX (1833-1854). Universidad Complutense de Madrid, 1976; páginas 3 a 6.)
(34) (Marqués de Morante: Informe que acerca de la reforma del plan y reglamento de estudios...ha elevado al Excmo. Sr. Ministro de Gracia y Justicia el Excmo. Sr., Rector de la Universidad Central, Madrid, 1853; página 33.)
(35) (Gil de Zarate, A.: De la Instrucción Pública en España, Tomo I, Imprenta del Colegio de Sordo-Mudos, Madrid, 1855; páginas 254 y 255.)
(36) Circular de 25 de abril de 1844; Gaceta de Madrid, 3523 de fecha 7 de mayo de 1844, página 1. )
(37) (Real Orden de 22 de octubre de 1848; Revista de Instrucción Primaria Revista de Instrucción Primaria, 1 de fecha 1 de enero de 1849, página 4).
(38) (Boletín Oficial del Ministerio de Gracia y Justicia, Tomo II, 1852, página 165).  
(39) (Circular de 22 de marzo de 1852; Boletín Oficial de la Provincia de Cuenca, 36 (1852), página 2.)
(40) (Cangas Argüelles, J.: Diccionario de Hacienda, B.A.E., Madrid, 1968; página 17).
(41) (Real Orden de 12 de junio de 1849; Boletín Oficial del Ministerio de Comercio, Instrucción y Obras Públicas, Tomo VI, 1849, páginas 533 y siguientes.)
(42) (Caballero, F.: Fomento de la población rural en España, Madrid, 1863; páginas 23 y 24.)
(43) (Boletín Oficial de la Provincia de Cuenca, 35, de fecha 15 de marzo de 1850, páginas 1 y 2).
(44) Pozo Andrés, M. M. del y Pozo Pardo, A. del: “La creación de la Escuela Normal Central y la reglamentación administrativa de un modelo institucional para la formación del Magisterio español (Primera etapa: 1806-1839)”, Revista Española de Pedagogía, 182 (enero-abril de 1989), páginas 53 y 54.)
(45) Pozo Andrés, M. M. del y Pozo Pardo, A. del: "La creación de la Escuela Normal Central y la reglamentación administrativa de un modelo institucional para la formación del Magisterio español (Primera etapa: 1806-1839)", Revista Española de Pedagogía, 182 (enero-abril de 1989), páginas 55 a 64.)
(46) Figuerola, L.: Manual completo de enseñanza simultánea, mutua y mixta, Lib. de A. Mateis Muñoz, Madrid, 1842;página 160.)
(47) (Circular de 1 de enero de 1839; Gaceta de Madrid, 1526 de fecha 21 de enero de 1839.)
(48) (Ley autorizando al Gobierno para plantear provisionalmente el plan de Instrucción Primaria de 21 de julio de 1838; en Historia de la Educación en España. Tomo II, Servicio de Publicaciones del MEC, Madrid, 1979; página 151.)
(49) (Real Orden de 25 de febrero de 1845; Boletín Oficial de la Provincia de Cuenca, 33 de fecha 17 de marzo de 1846, página 1.)
(50) (Reglamento de exámenes para maestros de 18 de junio de 1850; Boletín Oficial del Ministerio de Comercio, Instrucción y Obras Públicas, Tomo XI, 1850, páginas 53 y siguientes. En este reglamento los artículos 15 y 16 son los referentes a las Escuelas Normales.)
(51) (Yeves, C.: Estudios sobre la primera enseñanza. Primera serie, Imprenta y Librería de José Antonio Nel.lo, Tarragona, 1861; página 130. )
(52) (“Estado de la instrucción pública en España en 1856”, en Pirala, A.: El Profesorado, Est. Tip. de D. F. de P. Mellado, Madrid, 1858, página 7.)
(53) Gil de Zarate, A.: De la Instrucción Pública en España. Tres tomos. Imprenta del Colegio de Sordomudos. Madrid 1855, página 333.)
(54) (Viñao Frago, A.: La alfabetización en España: un proceso cambiante de un mundo multiforme. Moreno Martínez, P.L. y Navarro García, C. (Coords.) Perspectivas históricas de la educación de personas adultas. Vol 3, Nº1. Universidad de Salamanca. 2009, página 12)
(55) (Viñao Frago, A.: La alfabetización en España: un proceso cambiante de un mundo multiforme. Moreno Martínez, P.L. y Navarro García, C. (Coords.) Perspectivas históricas de la educación de personas adultas. Vol 3, Nº1. Universidad de Salamanca. 2009, página 12)
(56) (Viñao Frago, A.: La alfabetización en España: un proceso cambiante de un mundo multiforme. Moreno Martínez, P.L. y Navarro García, C. (Coords.) Perspectivas históricas de la educación de personas adultas. Vol 3, Nº1. Universidad de Salamanca. 2009, página 14)
(57) (Viñao Frago, A.: La alfabetización en España: un proceso cambiante de un mundo multiforme. Moreno Martínez, P.L. y Navarro García, C. (Coords.) Perspectivas históricas de la educación de personas adultas. Vol 3, Nº1. Universidad de Salamanca, 2009, página 10)